El
Chorrillo, 24 de noviembre de 2016
Había
amanecido con una ligera lluvia sobre la parcela, una agradable mañana de
lluvia que era de agradecer después de una larga temporada en que pareciera que
el otoño no iba a llegar nunca. Los días anteriores los había dedicado a
cortar un montón de leña que me esperaba desde un año atrás en la parte sur de
la parcela donde desde hace dos décadas había ido a parar una vieja furgoneta
que usábamos para viajar por Europa y en cuyo entorno me
había prometido que algún día podría pasar una larga temporada experimentando
una especie de vida de ermitaño. Mi choza, improvisada en lo que quedaba de la
antigua furgoneta después de despejarla con una radial del volante, asientos y
de todo que pudiera estorbar su habitabilidad, y rodeada, previsoramente, por
unas cuantas yedra que en unos años sepultaron totalmente la carrocería con su
lustroso abrazo verde, de momento sirvió para guardar el cortacésped y algunos
trastos de poco uso; sin embargo ella siempre conservó en mí una lejana de
pretensión semiinconsciente que nunca llegué a confesarme explícitamente, la de
que en algún día pudiera servirme ésta de choza de ermitaño.
El lugar,
en el extremo sur de nuestra parcela casi a un centenar de metros de la
vivienda, rodeado por el frondoso follaje de los olmos, los álamos y una
barrera de altas arizónicas, era tentador como lugar para pasar algunas
temporadas de aislamiento. De hecho fue allí donde me encerré unas navidades de
mis últimos años de escuela a fin de dar comienzo a la escritura de una novela
a la que había estado dando vueltas durante semanas sin encontrar ni tiempo ni
el aislamiento necesario. La furgoneta-choza, entonces ya
totalmente cubierta con la yedra, y sólo recortada ésta en una de las puertas
laterales, apañada con una pequeña mesa y una silla plegable, se convirtió,
durante el par se semana que duraron las vacaciones de Navidad de aquel año, en
un pequeño santuario donde pude dar rienda suelta a mi reciente vocación
escritora. Hacia frío allí, pero aquella incomodidad quedaba de sobra
compensada por el ambiente que me rodeaba, la sensación de encontrarme en medio
de un bosque aislado del mundo era total. Después del desayuno me bajaba con el
portátil a la choza y allí, abrigado por el rumor de la lluvia o la brisa que
agitaba la yedra, era relativamente fácil encontrar el camino de la historia
que estaba empezando a pergeñar. Por la pequeña ventana de la choza miraba de
tanto en tanto el campo inundado de nostalgia, de frío, de niebla algunas
mañanas. Recuerdo que en algún momento llegué a pensar en la posibilidad de
instalar allí dentro una pequeña estufa de leña, pero las vacaciones se
acabaron precipitadamente un ocho de enero y después ya no hubo tiempo para
volver a ocuparse de la choza.
Fue este
año, cuando volví de un largo viaje alrededor del mundo, que empecé a cortar la
leña uniformemente acumulada alrededor de la furgoneta, que empecé a recuperar
de nuevo aquella idea. De momento, por lo que pudiera suceder, en vez de apilar
la leña cortada en su lugar habitual junto a nuestra vivienda, decidí colocar parte de ella junto a la choza. Quién sabe, me dije, si un día de este invierno
me bajo a vivir aquí durante una temporada… Es un hecho comprobado que
condiciones de vida particulares por su exotismo, dureza o especial belleza del
entorno donde ésta se desarrolla, pueden contribuir enormemente a inspirar
“algo”, algo, no se sabe qué, algo. Y quizás la búsqueda de ese algo, que uno
no tiene ni idea en qué puede consistir, sea la razón de que tantas vez
uno se meta en insólitas circunstancias que, probado está, pueden ser
desencadenadoras de inesperadas inspiraciones. Algo así me sucedió hace unos
pocos años cuando un frío día del mes de enero en que los caminos estaban
embarrados por las lluvias de las semanas anteriores y en que solía caminar
todas las mañanas antes del alba por el paisaje agrícola que rodea nuestra casa
durante una o dos horas; pensé en aquel momento que nunca había experimentado caminar en
invierno durante días chapoteando en el barro o caminando solo por la nieve
desde antes del alba. De repente aquello se me presentó como un reto digno probarlo, ante mí se me presentó un nuevo paisaje de sensaciones tal que
en un par de días no sólo me había decidido sino que fue suficiente para que me pusiera en camino. Como resultado de aquello caminé
ininterrumpidamente durante diez meses consecutivos al punto de dar la vuelta a
España en ese periodo de tiempo. Ni qué decir tiene que la acumulación de
sensaciones durante este periodo de tiempo fue un hermoso huerto, huerto de experiencias de vida de las que todavía hoy, después de tres años, me nutro
frente al fuego de mi chimenea o en los largos atardeceres de no hacer nada frente al crepúsculo.
Bueno,
por ahí apunta la cosa cuando me pasa por la cabeza la idea de vivir un tiempo
en mi choza. Por una situación similar pasé cuando inesperadamente mi
vuelta a pie a España me puso ante las puertas de algo desconocido; ella, amén de un saco de experiencias y sensaciones
nuevas, dio el fruto de cuatro libros escritos durante la caminata, casi un millar de páginias; el primero,
que comenzó su singladura en Sevilla, llevaba el título de El camino de la Plata, y el último, ya finalizando en las cercanías de donde había
comenzado mi periplo, en las proximidades de Sevilla, se titulaba simplemente Mediterráneo. Ahora me pregunto si acaso
refugiándome en la choza no sucederá algo. Creo que la vida tiene mucho de eso,
de buscar y experimentar sensaciones; la soledad, los bosques, el frío y la
lluvia suelen ser magníficos compañeros de viaje para alumbrar “algo”, algo
interesante, se entiende.
Además,
es el caso que hace unas semanas terminé ese delicioso librito de Alphonse
Daudet titulado Cartas desde mi molino, lo
que enseguida me sugirió la posibilidad de un título que, quién sabe, acaso
podría actuar de desencadenante de una nueva escritura. Llevo meses currando en
la mejora de nuestra casa y de la parcela y ahora el ánimo parece que me está
empezando a pedir algo diferente, así que de la mano de Daudet me parece que
voy a probar suerte con este nuevo blog. Si Daudet se compró un molino para buscar inspiración
desde tan exótico lugar, no veo yo por qué no puedo hacer yo algo parecido
refugiándome en una vieja furgoneta.
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