El Chorrillo, 27 de noviembre de 2016
En algún
momento de la noche había sentido sobre mi saco de dormir el roce, casi un
arrullo, de algo que restregaba su lomo por la mórbida superficie del duvet. Tenía
demasiado sueño como para incorporarme y andar en indagaciones; pensé
someramente que alguno de nuestras gatas, Bartola o Peluca, se había llegado en
sus excursiones nocturnas a mi choza e intentaba buscar el calor del plumón de
mi saco de dormir. Fuera llovía intensamente, la cantinela del agua actuaba
como un sonajero sobre mi ánimo. Como con los años me he vuelto un friolero,
cuando decidí bajarme a dormir a la choza, decidí desempolvar mi viejo Pedro
Gómez, una reliquia de saco de dormir que conservaba de los tiempos de mis
primeros vivacs invernales en el Circo de Gredos y Galayos. Está lleno de
remiendos y algo mugriento –lo llevé a lavar pero Hugo, el amigo que se ocupa
de lavarlos, se aseguró que estaba tan desgastado que la pluma reventaría las
costuras sin remedio– pero me hace el servicio, es lo más calentito que
conozco. Pasados unos días, mi huésped, que tan sigilosamente se había
introducido en mi choza y que adelanto era un gatito de pelaje de delicado nata
y café con leche que buscaba cobijo junto al ermitaño y que se volvió inmediatamente
atrevido en los días subsiguientes, ya no se conformó con ovillarse junto a mi
saco de dormir sobre el aislante, ya quiso con su hociquillo abrirse paso en la
boca del saco para compartir desde su interior el calorcito que se respiraba
allí dentro.
Así que
ahora al encantador murmullo del agua sobre la hiedra y la chapa del tejado se
unía el apacible ronroneo de mi visitante. Como se ve no hay soledad que no se
alivie tarde o temprano con la compañía de algún otro solitario. Cuando
desperté allí estaba el gatito hecho un ovillo sobre el aislante mientras la
cantinela de la lluvia tejía su delicado pespunte de melancolía sobre una
mañana hecha de ceniza clara y de agitar de hojas que blandamente caían
alfombrando el suelo para la magnífica fiesta anual del otoño. El viejo y
enclenque nogal frente a la puerta de la choza apenas lucía ya sobre sus ramas
un puñado de hojas herrumbrosas; los olmos, una larga fila de señoriales y robustos ejemplares que el ermitaño había
plantado veintitantos años atrás con una altura no mayor de un palmo,
adormecían perezosamente agitando suavemente su todavía abundante pelambrera de
hojas; una acacia deja balancearse sus hojas doradas por las que se descolgaba
gruesas gotas de agua; un par de álamos blancos daban su toque nórdico al
paisaje simulando el porte de los abetales de los bosques de los países
nórdicos. Mientras contemplaba la mañana sentado, pero abrigado todavía en mi
saco, había tomado al gatito en mi regazo; mi gatito era "pequeño, suave;
tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no llevaba huesos";
mi gatito me miraba con sus grandes ojos con la gratitud del huérfano que
perdió a su mamá y ha vagado por los campos durante días hasta encontrar una
amable nodriza que va a ocuparse a partir de ahora de su delicada pequeñez; sí,
un servidor.
Mientras
tanto los carboneros y los gorriones habían empezado a acudir a por el desayuno
en el comedero que les tengo clavado en el tronco de la acacia frente a la
choza. Ahora les pongo pipas. Siento un revoloteo y de pronto aparecen tres
pajarillos sobre las ramas de la acacia, desde allí observan que no hay moros
en la costa, tan desconfiados son, y tras su breve inspección se precipitan
hasta el balconcillo del comedero. Con movimientos rápidos toman una pipa, la
sujetan entre sus dos patitas y cuando ésta se encuentra segura comienzan a
picotearla hasta descascarillarla. El pie de la acacia da testimonio de que
estos bichos gustan de las pipas como si fueran un manjar. Mi gatito, un tanto
sorprendido por tanto revuelo de pájaros los mira de hito en hito con los ojos
de plato añorando acaso también su desayuno en la persona de los pajarillos. Así
es la vida, no hay trozo de realidad, honda poesía tantas veces la de ver a
estas criaturas alimentarse o cantar con el pecho lleno de amoroso reclamo, que
no traiga consigo esa certeza de que comer y ser comido forma parte de la misma
cosa. Un tiempo en que tuvimos a otro gato, llamado Negrito, éste usaba el
comedero de los pájaros como punto de caza sistemática. El muy ladino se habia
percatado de que por allí revoloteaba carne fresca y se pasaba horas apostado
en las proximidades de la acacia dispuesto a merendarse al primer pajarillo
despistado que se acercase a comer sin guardar las debidas precauciones.
Cuenta
Daudet, en uno de sus relatos más enternecedores, de un empingorotado
suboficial, algo así como un alcalde en la Francia de hace dos siglos, al que
sitúa en su casa tras el desayuno enfrascado en la preparación de un discurso
que ha de dar al mediodía a sus conciudadanos con motivo de un gran
acontecimiento. El suboficial comienza: "Queridos conciudadanos y
vecinos...", pero no es capaz de continuar; sus charreteras, sus medallas,
la pomposidad de su traje de ceremonias lo envaran. Por un buen rato trata de
enhebrar el discursos sin ser capaz de añadir una palabra más. Apremiado por la
hora, piensa que durante el recorrido en carroza hasta la localidad
probablemente sea capaz de arrancar. Sus ensayos durante el mismo no le sacan
de la imposibilidad de continuar con su discurso. En éstas se encontraba, un
día de calor sofocante, cuando vio a lo lejos un pequeño bosquecillo. Allí
mandó parar a su cochero, bajó del carruaje y buscó una sombra a un centenar de
metros. Sumido en sus trabajos de elaborar su discurso enfundado en su traje de
ceremonia estaba, cuando, de pronto un pajarillo que se posó en la rama del
árbol en que estaba apoyado le interpeló interesándose por lo que estaba
haciendo allí. El suboficial le cuenta sus apuros. Mientras tanto ha llegado una
ardilla, un conejo, una docena de pájaros más con los que entabla una
entretenida conversación resultado de la cual todos aquellos animalillos del
bosque expresan su admiración por la tal preocupación. Le hablan de la frescura
del bosque, del rumor del arroyo, de los agradables cantos de los pájaros; qué
mejor que todo esto en lugar de andar enfrascado en la confección de un
discurso imposible... A todo esto, en la plaza del pueblo la multitud esperaba
extrañada de que el suboficial no apareciera por ningún lado. Un tanto
alarmados por ello deciden mandar al alguacil y a algunas de las autoridades
del ayuntamiento a buscarle. Cuando a lo lejos ven el carruaje del suboficial
apostado a la sombra de unos pinos y al cochero durmiendo la siesta en el
pescante, sus ojos no dan crédito a lo que ven. Pero allí no está el
suboficial; echan pie a tierra y se internan en el bosque. El espectáculo que
ven los deja boquiabiertos: más arriba descubren al suboficial descamisado,
remangados los pantalones hasta la rodilla, con su indumentaria oficial hecha
un burruño a modo de almohada bajo su cabeza y a éste enfrascado con un lápiz en
la mano escribiendo una poesía sobre el trozo de papel que debería haber
contenido su discurso oficial.
Pues eso...
La mañana
estaba realmente bonita, agradable la lluvia, juguetones los pájaros y mi
gatito ronroneaba en mi regazo como si el mundo y el tiempo se hubieran
detenido y no hubiera otra cosa que hacer que mirar a través de la puerta de mi
choza el bamboleo de las hojas de los árboles, el chirimiri, el apetito de los
pajarillos.
Me recuerda a Horacio en su oda al desayuno y el amanecer, Alberto sigue posee camino.
ResponderEliminarMe prometo encontrar un rato para repasar una lectura de hace treinta años. Saludos.
Eliminar