La feria de los hipócritas



El Chorrillo, 28 de noviembre de 2016

Es difícil pertenecer a la feria de la corrupción sin ser socio plenipotenciario de la otra feria, la de la hipocresía. Un corrupto, después de haberse adentrado en el lodo de cintura para arriba, si quiere seguir viviendo con la apariencia de esa beatífica santidad que muestran los señores dirigentes del PP y su gobierno, no le queda más remedio que recurrir a una ramplona hipocresía. El proceso de beatificación que están llevando a cabo los peperos para alzar a la Rita Rita lo que se da no se quita, para llevarla hasta los altares, es uno de los ejemplos más ridículos y notorios de esa hipocresía generalizada que nos endilgan a través de todos los medios de comunicación. En estos días no ha faltado obispo ni prete de la cúpula de la gaviota que, tras echar a patadas a la ex-alcaldesa de su telaje azul para que no les salpicara con su mierda, no se dedicara a alabar toda su esforzada vida de santidad. Y los tipos parecen como si no se enteraran, como si realmente se lo creyeran: ¡Jozú!



Parece mentira que un ermitaño ande entretenido en estas cosas, pero es el caso que uno no puede así de repente romper con lo que pasa en el mundo; pese a estar abrigado por un abundante manto de hiedras y un bosque de película, los ecos del mundo llegan incluso a mi aislamiento de la misma manera que la luz de la luna aprovecha las rendijas de mi choza, muchas, para penetrar en su interior; o la luna, o la arrachada brisa o el canto de los buhos (hoy me advirtieron en Facebook que quizás llegue alguno, tal como le sucedió a Daudet en su molino. Algún cárabo anda suelto por los alrededores, pero todavía no ha dado señales de vida). Sí, lamentablemente una buena parte de la estupidez de la caverna mediática todavía me llega, y recuerdo de ayer mismo a un periodista, pelillo a la mar, de El Mundo que meses atrás no sabía hablar más que de Venezuela e Irán en relación con Podemos, y que llamaba pobre hombre al señor de la coleta porque a este señor, en cierta gala de cinéfilos, parece que se le había torcido la pajarita. La caverna, encabezada por El País y sus acólitos, todavía rumorea cinco o diez minutos cada mañana junto a mi choza mientras repaso la prensa diaria. Quién sabe si llegará algún día en que no sólo prescinda de los periódicos, de las redes, del entero mundanal ruido; quién sabe si en algún momento no se me aparecerá una ermitaña de buen ver y entonces ya no haya necesidad ni de periódicos, ni de redes, ni de internet siquiera... Ja, no caerá esa breva. 
La verdad es que uno quisiera vivir en otro mundo, un mundo como éste pero sin los destrozos con que hemos arruinado tantos bellos parajes naturales, sin la mafia que asola las instituciones, los juzgados o el Parlamento. Qué hermoso sería vivir en una España, tan hermosa tierra, sin mangantes, sin aprovechados, sin toda esa raza de ladrones que equivocan su vida haciendo de ella una mierda y jodiendo de paso la vida a los demás. ¿Cómo es eso de IU de estos días?, "Que no nos jodan la vida", sí, me parece que es eso. Pobre Rita, la pobre estaba muy que pero que muy deprimida... se reía de las víctimas del metro de Valencia, pero estaba muy deprimida: pobre. ¿Habéis oído alguno de algún plan de estudio en algún lugar del mundo que incluyera en sus programas algo tan sumamente importante como aprender a vivir de una manera un poco coherente, algo que ayudara a no extraviar su camino a tantos solemnes imbéciles como pueblan el planeta... todos aquellos que dedican su existencia a hacer dinero o acumular poder? ¿Cómo es posible que la cosa más importante que hay en la vida, es decir, hacer de ésta un arte, una fuente de gozo, sea una materia que no se enseña, sobre la que no se discute, sobre la que no se reflexiona apenas?
Confundir el culo con las témporas está a la orden del día. En un comentario a mi post anterior el amigo Santiago Pino bromea pretendiendo confundirme con un indigente dada la pinta que presenta mi choza y yo mismo enfundado en un saco lleno de parches, y yo le respondo que algún día contaré cómo en algunas ocasiones he sido confundido con un mendigo mientras me dedicaba a caminar mochila al hombro por los caminos de nuestro país. Aparte las bromas, el sentimiento de superioridad que en muchos individuos de gama alta produce una acomodada situación económica respecto a otros que no la tienen, un vagabundo, un desarrapado, un caminante solitario con las botas cubiertas de barro y polvo, es tan ridículo que siempre que me he encontrado en una situación así, muchas, me han entrado ganas de reírme a carcajadas. Entras en un apartado lugar en un restaurante de postín, pides brick de leche y, tras gestiones e idas y venidas de los camareros te viene el maitre con el litro de leche en la mano que dice con mirada conmiserativa esta haciendo una obra de caridad con "su ofrenda". Estás apaciblemente sentado dentro del saco de dormir en la playa contemplando las olas de madrugada, se acerca un señor grueso que pasea a su perro, se para, te mira con desconfianza, luego se apiada de ti y termina acercándose ofreciéndote un billete de cinco euros de limosna. El hombre feliz que hace del camino su casa, el ermitaño que hace de su choza su sistema de vida, a veces puede engañar el sistema perceptivo de los transeúntes, y me atrevería a decir de los usuarios de las redes sociales.

Podría parecer que desvarío, pero no, hoy me ajusto al tema. Sucede simplemente que desde hacer un par de semanas ando leyendo el libro de William Thackeray, La feria de las vanidades y su sabrosa lectura no hace otra cosa en mí que enfatizar de continuo cada tarde los mil y un desafuero en que la vanidad y el deseo de poder es capaz de envolver a la clase política y a sus muñecos de guiñol con sus cantos de sirena. Imbéciles de solemnidad que atrapados en las redes de su feria de la vanidad no les queda otro remedio que hacer de la hipocresía su trinchera para no ser desenmascarados.


El ermitaño recibe una visita nocturna en su choza



 El Chorrillo, 27 de noviembre de 2016

En algún momento de la noche había sentido sobre mi saco de dormir el roce, casi un arrullo, de algo que restregaba su lomo por la mórbida superficie del duvet. Tenía demasiado sueño como para incorporarme y andar en indagaciones; pensé someramente que alguno de nuestras gatas, Bartola o Peluca, se había llegado en sus excursiones nocturnas a mi choza e intentaba buscar el calor del plumón de mi saco de dormir. Fuera llovía intensamente, la cantinela del agua actuaba como un sonajero sobre mi ánimo. Como con los años me he vuelto un friolero, cuando decidí bajarme a dormir a la choza, decidí desempolvar mi viejo Pedro Gómez, una reliquia de saco de dormir que conservaba de los tiempos de mis primeros vivacs invernales en el Circo de Gredos y Galayos. Está lleno de remiendos y algo mugriento –lo llevé a lavar pero Hugo, el amigo que se ocupa de lavarlos, se aseguró que estaba tan desgastado que la pluma reventaría las costuras sin remedio– pero me hace el servicio, es lo más calentito que conozco. Pasados unos días, mi huésped, que tan sigilosamente se había introducido en mi choza y que adelanto era un gatito de pelaje de delicado nata y café con leche que buscaba cobijo junto al ermitaño y que se volvió inmediatamente atrevido en los días subsiguientes, ya no se conformó con ovillarse junto a mi saco de dormir sobre el aislante, ya quiso con su hociquillo abrirse paso en la boca del saco para compartir desde su interior el calorcito que se respiraba allí dentro.
Así que ahora al encantador murmullo del agua sobre la hiedra y la chapa del tejado se unía el apacible ronroneo de mi visitante. Como se ve no hay soledad que no se alivie tarde o temprano con la compañía de algún otro solitario. Cuando desperté allí estaba el gatito hecho un ovillo sobre el aislante mientras la cantinela de la lluvia tejía su delicado pespunte de melancolía sobre una mañana hecha de ceniza clara y de agitar de hojas que blandamente caían alfombrando el suelo para la magnífica fiesta anual del otoño. El viejo y enclenque nogal frente a la puerta de la choza apenas lucía ya sobre sus ramas un puñado de hojas herrumbrosas; los olmos, una larga fila de señoriales y  robustos ejemplares que el ermitaño había plantado veintitantos años atrás con una altura no mayor de un palmo, adormecían perezosamente agitando suavemente su todavía abundante pelambrera de hojas; una acacia deja balancearse sus hojas doradas por las que se descolgaba gruesas gotas de agua; un par de álamos blancos daban su toque nórdico al paisaje simulando el porte de los abetales de los bosques de los países nórdicos. Mientras contemplaba la mañana sentado, pero abrigado todavía en mi saco, había tomado al gatito en mi regazo; mi gatito era "pequeño, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no llevaba huesos"; mi gatito me miraba con sus grandes ojos con la gratitud del huérfano que perdió a su mamá y ha vagado por los campos durante días hasta encontrar una amable nodriza que va a ocuparse a partir de ahora de su delicada pequeñez; sí, un servidor.



Mientras tanto los carboneros y los gorriones habían empezado a acudir a por el desayuno en el comedero que les tengo clavado en el tronco de la acacia frente a la choza. Ahora les pongo pipas. Siento un revoloteo y de pronto aparecen tres pajarillos sobre las ramas de la acacia, desde allí observan que no hay moros en la costa, tan desconfiados son, y tras su breve inspección se precipitan hasta el balconcillo del comedero. Con movimientos rápidos toman una pipa, la sujetan entre sus dos patitas y cuando ésta se encuentra segura comienzan a picotearla hasta descascarillarla. El pie de la acacia da testimonio de que estos bichos gustan de las pipas como si fueran un manjar. Mi gatito, un tanto sorprendido por tanto revuelo de pájaros los mira de hito en hito con los ojos de plato añorando acaso también su desayuno en la persona de los pajarillos. Así es la vida, no hay trozo de realidad, honda poesía tantas veces la de ver a estas criaturas alimentarse o cantar con el pecho lleno de amoroso reclamo, que no traiga consigo esa certeza de que comer y ser comido forma parte de la misma cosa. Un tiempo en que tuvimos a otro gato, llamado Negrito, éste usaba el comedero de los pájaros como punto de caza sistemática. El muy ladino se habia percatado de que por allí revoloteaba carne fresca y se pasaba horas apostado en las proximidades de la acacia dispuesto a merendarse al primer pajarillo despistado que se acercase a comer sin guardar las debidas precauciones.
Cuenta Daudet, en uno de sus relatos más enternecedores, de un empingorotado suboficial, algo así como un alcalde en la Francia de hace dos siglos, al que sitúa en su casa tras el desayuno enfrascado en la preparación de un discurso que ha de dar al mediodía a sus conciudadanos con motivo de un gran acontecimiento. El suboficial comienza: "Queridos conciudadanos y vecinos...", pero no es capaz de continuar; sus charreteras, sus medallas, la pomposidad de su traje de ceremonias lo envaran. Por un buen rato trata de enhebrar el discursos sin ser capaz de añadir una palabra más. Apremiado por la hora, piensa que durante el recorrido en carroza hasta la localidad probablemente sea capaz de arrancar. Sus ensayos durante el mismo no le sacan de la imposibilidad de continuar con su discurso. En éstas se encontraba, un día de calor sofocante, cuando vio a lo lejos un pequeño bosquecillo. Allí mandó parar a su cochero, bajó del carruaje y buscó una sombra a un centenar de metros. Sumido en sus trabajos de elaborar su discurso enfundado en su traje de ceremonia estaba, cuando, de pronto un pajarillo que se posó en la rama del árbol en que estaba apoyado le interpeló interesándose por lo que estaba haciendo allí. El suboficial le cuenta sus apuros. Mientras tanto ha llegado una ardilla, un conejo, una docena de pájaros más con los que entabla una entretenida conversación resultado de la cual todos aquellos animalillos del bosque expresan su admiración por la tal preocupación. Le hablan de la frescura del bosque, del rumor del arroyo, de los agradables cantos de los pájaros; qué mejor que todo esto en lugar de andar enfrascado en la confección de un discurso imposible... A todo esto, en la plaza del pueblo la multitud esperaba extrañada de que el suboficial no apareciera por ningún lado. Un tanto alarmados por ello deciden mandar al alguacil y a algunas de las autoridades del ayuntamiento a buscarle. Cuando a lo lejos ven el carruaje del suboficial apostado a la sombra de unos pinos y al cochero durmiendo la siesta en el pescante, sus ojos no dan crédito a lo que ven. Pero allí no está el suboficial; echan pie a tierra y se internan en el bosque. El espectáculo que ven los deja boquiabiertos: más arriba descubren al suboficial descamisado, remangados los pantalones hasta la rodilla, con su indumentaria oficial hecha un burruño a modo de almohada bajo su cabeza y a éste enfrascado con un lápiz en la mano escribiendo una poesía sobre el trozo de papel que debería haber contenido su discurso oficial.
Pues eso...

La mañana estaba realmente bonita, agradable la lluvia, juguetones los pájaros y mi gatito ronroneaba en mi regazo como si el mundo y el tiempo se hubieran detenido y no hubiera otra cosa que hacer que mirar a través de la puerta de mi choza el bamboleo de las hojas de los árboles, el chirimiri, el apetito de los pajarillos.




Cartas desde mi choza



El Chorrillo, 24 de noviembre de 2016

Había amanecido con una ligera lluvia sobre la parcela, una agradable mañana de lluvia que era de agradecer después de una larga temporada en que pareciera que el otoño no iba a llegar nunca. Los días anteriores los había dedicado a cortar un montón de leña que me esperaba desde un año atrás en la parte sur de la parcela donde desde hace dos décadas había ido a parar una vieja furgoneta que usábamos para viajar por Europa y en cuyo entorno me había prometido que algún día podría pasar una larga temporada experimentando una especie de vida de ermitaño. Mi choza, improvisada en lo que quedaba de la antigua furgoneta después de despejarla con una radial del volante, asientos y de todo que pudiera estorbar su habitabilidad, y rodeada, previsoramente, por unas cuantas yedra que en unos años sepultaron totalmente la carrocería con su lustroso abrazo verde, de momento sirvió para guardar el cortacésped y algunos trastos de poco uso; sin embargo ella siempre conservó en mí una lejana de pretensión semiinconsciente que nunca llegué a confesarme explícitamente, la de que en algún día pudiera servirme ésta de choza de ermitaño.




El lugar, en el extremo sur de nuestra parcela casi a un centenar de metros de la vivienda, rodeado por el frondoso follaje de los olmos, los álamos y una barrera de altas arizónicas, era tentador como lugar para pasar algunas temporadas de aislamiento. De hecho fue allí donde me encerré unas navidades de mis últimos años de escuela a fin de dar comienzo a la escritura de una novela a la que había estado dando vueltas durante semanas sin encontrar ni tiempo ni el aislamiento necesario. La furgoneta-choza, entonces ya totalmente cubierta con la yedra, y sólo recortada ésta en una de las puertas laterales, apañada con una pequeña mesa y una silla plegable, se convirtió, durante el par se semana que duraron las vacaciones de Navidad de aquel año, en un pequeño santuario donde pude dar rienda suelta a mi reciente vocación escritora. Hacia frío allí, pero aquella incomodidad quedaba de sobra compensada por el ambiente que me rodeaba, la sensación de encontrarme en medio de un bosque aislado del mundo era total. Después del desayuno me bajaba con el portátil a la choza y allí, abrigado por el rumor de la lluvia o la brisa que agitaba la yedra, era relativamente fácil encontrar el camino de la historia que estaba empezando a pergeñar. Por la pequeña ventana de la choza miraba de tanto en tanto el campo inundado de nostalgia, de frío, de niebla algunas mañanas. Recuerdo que en algún momento llegué a pensar en la posibilidad de instalar allí dentro una pequeña estufa de leña, pero las vacaciones se acabaron precipitadamente un ocho de enero y después ya no hubo tiempo para volver a ocuparse de la choza.



Fue este año, cuando volví de un largo viaje alrededor del mundo, que empecé a cortar la leña uniformemente acumulada alrededor de la furgoneta, que empecé a recuperar de nuevo aquella idea. De momento, por lo que pudiera suceder, en vez de apilar la leña cortada en su lugar habitual junto a nuestra vivienda, decidí colocar parte de ella junto a la choza. Quién sabe, me dije, si un día de este invierno me bajo a vivir aquí durante una temporada… Es un hecho comprobado que condiciones de vida particulares por su exotismo, dureza o especial belleza del entorno donde ésta se desarrolla, pueden contribuir enormemente a inspirar “algo”, algo, no se sabe qué, algo. Y quizás la búsqueda de ese algo, que uno no tiene ni idea en qué puede consistir, sea la razón de que tantas vez uno se meta en insólitas circunstancias que, probado está, pueden ser desencadenadoras de inesperadas inspiraciones. Algo así me sucedió hace unos pocos años cuando un frío día del mes de enero en que los caminos estaban embarrados por las lluvias de las semanas anteriores y en que solía caminar todas las mañanas antes del alba por el paisaje agrícola que rodea nuestra casa durante una o dos horas; pensé en aquel momento que nunca había experimentado caminar en invierno durante días chapoteando en el barro o caminando solo por la nieve desde antes del alba. De repente aquello se me presentó como un reto digno probarlo, ante mí se me presentó un nuevo paisaje de sensaciones tal que en un par de días no sólo me había decidido sino que fue suficiente para que me pusiera en camino. Como resultado de aquello caminé ininterrumpidamente durante diez meses consecutivos al punto de dar la vuelta a España en ese periodo de tiempo. Ni qué decir tiene que la acumulación de sensaciones durante este periodo de tiempo fue un hermoso huerto, huerto de experiencias de vida de las que todavía hoy, después de tres años, me nutro frente al fuego de mi chimenea o en los largos atardeceres de no hacer nada frente al crepúsculo.


Bueno, por ahí apunta la cosa cuando me pasa por la cabeza la idea de vivir un tiempo en mi choza. Por una situación similar pasé cuando inesperadamente mi vuelta a pie a España me puso ante las puertas de algo desconocido; ella, amén de un saco de experiencias y sensaciones nuevas, dio el fruto de cuatro libros escritos durante la caminata, casi un millar de páginias; el primero, que comenzó su singladura en Sevilla, llevaba el título de El camino de la Plata, y el último, ya finalizando en las cercanías de donde había comenzado mi periplo, en las proximidades de Sevilla, se titulaba simplemente Mediterráneo. Ahora me pregunto si acaso refugiándome en la choza no sucederá algo. Creo que la vida tiene mucho de eso, de buscar y experimentar sensaciones; la soledad, los bosques, el frío y la lluvia suelen ser magníficos compañeros de viaje para alumbrar “algo”, algo interesante, se entiende.


Además, es el caso que hace unas semanas terminé ese delicioso librito de Alphonse Daudet titulado Cartas desde mi molino, lo que enseguida me sugirió la posibilidad de un título que, quién sabe, acaso podría actuar de desencadenante de una nueva escritura. Llevo meses currando en la mejora de nuestra casa y de la parcela y ahora el ánimo parece que me está empezando a pedir algo diferente, así que de la mano de Daudet me parece que voy a probar suerte con este nuevo blog. Si Daudet se compró un molino para buscar inspiración desde tan exótico lugar, no veo yo por qué no puedo hacer yo algo parecido refugiándome en una vieja furgoneta.