Un ruiseñor en nuestra parcela.




El Chorrillo, 27 de marzo de 2017

Hace un rato ha empezado a cantar en los olmos de nuestra parcela el ruiseñor de todas las primaveras. Este trovador incansable, de rodillas día y noche con su canto en el momento más apoteósico de su enamoramiento ante el balcón de su amada, es el visitante más estimado del entorno de mi choza, pese a que en las noches de especial arranque amoroso me obligue a ponerme los tapones de cera para poder conciliar el sueño. Esas primeras noches en que su pequeño cuerpo, arrobado por el reciente impulso que la primavera inyecta en sus neuronas, su canto, siempre hermoso, es tan penetrante y tan continuado que uno, como sucede a veces con las dilatadas sinfonías de Bruckner, termina por llegar un punto en que desee que aquello termine de una vez porque ni los cantos más bellos, ni paralelamente los orgasmos, por ejemplo, están hechos para que duren en exceso. El umbral del placer tiene sus límites.

¿Por qué, cómo, de qué manera viene este pájaro a despertar tan repentinamente entre los primeros brotes verdes de los olmos? Sí, todo el mundo sabe que la primavera la sangre altera, pero eso no aclara los interrogantes. Ayer me desperté tan tristón que me dio por escribir un poema. Bueno, pues otro interrogante más. Podríamos decir que todo en la vida tiene sus biorritmos, sus altibajos, un meandro aquí, un rápido allá, una cascadita más adelante, un remanso donde sestear por una temporada, pero ello no añade una pizca de razón al asunto. ¡Ah, ya está, sucede porque sucede; no hay más! A veces es la única explicación que uno encuentra para un puñado de cosas. ¿Por qué hoy te despertaste triste o con una erección a medio camino, o contento como unas castañuelas? ¿Por qué el ruiseñor se pone de repente a cantar como un descosido? ¿Por qué de repente se te enciende una luz por dentro y necesitas un boli a toda prisa para escribir un poema que si tardas un minuto más en bosquejar se te esfumará en el laberinto de la memoria? ¿Por qué este placer de dormitar tras la siesta o ese gozo que te sube por dentro cuando en medio de una larga ascensión te sientes fuerte como un toro?

Esto en cuanto a las realidades más plausibles, las que forman uña y carne con la persona. Pero hay otras realidades. Estos días me baño en la sabiduría de un libro cuya referencia me proporcionó el muro de Fernando Ruiz; Yuval Noah Harari es el nombre del autor y Sapiens el titulo del libro. Pues bien, por ahí ando buscando entre sus páginas explicación a muchos asuntos, una especie de pesca o safari a ver qué pillo entre las aguas o entre la intrincada maleza de algunas realidades. A mi me gustaría tener a un sabio a mano al que pudiera recurrir de continuo para que me echaran una mano con estas cosas. Confieso que a menudo tengo una debilidad por los porqués, más o menos como esos chiquillos a los que años atrás daba clase y que un día sí y otro también te sorprendían con un por qué la Luna no se cae o cómo se las apañan los australianos para andar cabeza abajo. De momento ya se me han aclarado un buen puñado de interrogantes que tienen que ver con otra realidad más moderna en la cadena de la evolución del homo sapiens, me refiero al orden imaginado del que habla Harari, un mundo que sin poder ser tocado con los dedos de la mano se nos impone a veces de una manera maldita. Por ejemplo, he descubierto que el dinero, las leyes, las religiones, la moral, nuestra propensión a no ir desnudos por la calle, vestir corbata, la monarquía, los nacionalismos y un buen saco de cosas más son todo elementos productos de la imaginación cuya existencia no va más allá de los límites del cráneo. Lo que sí existe es la aceptación por parte de un grupo, sea este pequeño o a nivel mundial, de un acuerdo sobre la viabilidad de estas imaginaciones. Así acordamos, por ejemplo, que uno entre los otros homo sapiens puede convertirse en jefe de la tribu y ser llamado rey; acordamos que un trozo de papel al que llamamos dinero sirva para comprar un litro de leche o los servicios de un abogado; damos por buena una ideología; acordamos que un gilipollas cualquiera con millones de papeles de esos a los que llamamos dinero es un tío importante que merece el respeto de todos aunque sea un cabrón; acordamos etc. Un árbol existe porque está ahí y lo puedes tocar. Sin embargo Dios existe porque algunos lo imaginaron, lo inventaron, porque descubrieron que a través de ese invento podrían dominar a los otros, porque el homo sapiens después de desarrollar la capacidad de razonar lo primero que quiso es no morirse y para ello no tuvo mejor idea que inventarse un dios que no sólo le evitarse la muerte sino que además le prolongara la vida en un paraíso donde todo iba a ser un placer sin límites… por los siglos de lo siglos: ahí es na.

Así pues, resulta que vivimos dos tipos de realidades, una, la de carne y hueso, la que podemos tocar con la yema de los dedos o sentir con parecido apremio como lo hace el ruiseñor esta tarde en nuestra parcela cantando a su amada desde las ramas de los árboles, y otra, producto de la imaginación, en la que se mezclan aspectos esenciales y útiles para nuestra vida personal y social con otros que han servido para aglutinar a los humanos en torno a una ideología, una religión, una nación, creando como complemento una estructura social, política y religiosa en donde al tiempo de inventar la propiedad privada y organizar al mundo y su gente han conseguido encorsetar a la plebe, sus seguros servidores, sí, para uso y consumo de sus excelencias, las del dinero, las de los gestores del cielo, las del poder político. Una segunda realidad nada esperpéntica, que con el nombre de neoliberalismo o alguno de sus afines prima en nuestros tiempo como el invento más rentable de la historia de la humanidad.

El caso es que, pese a todo, estamos en primavera y que como no sólo de pan vive el hombre, no es cosa de amargarse la existencia con los derroteros de esa realidad inventada que nos amenaza desde la creencia aceptada de que unos pocos, pongamos un cuatro, un cinco por ciento de la población, tienen derecho a poseer el noventa y cinco por ciento de la riqueza del planeta. A fin de cuentas, en un mundo en donde el dinero son sólo unas cifras en algunos dispositivos informáticos de los bancos, quizás un día nos podamos despertar con que estos bytes han sido borrados por la fuerza magnética de alguna fuerza extraterrestre.

Si la imaginación ha inventado miles de convenciones desde que el hombre tuvo uso de razón, quizás en el futuro esa misma imaginación pueda crear otro mundo y otras convenciones que nos liberen de lo psicópatas del dinero y del poder. Mientras tanto podemos seguir escuchando a los ruiseñores, podemos seguir enamorándonos, soñando y alimentando a cada momento la existencia con los pequeños porqués de la naturaleza y de la vida.




Bajo la cascada de El Ángel. Canaima. Venezuela






El Chorrillo, 26 de marzo de 2017

Habían estibado la pequeña avioneta con sandías; dos docenas de gruesas y alargadas sandías hacían de contrapeso a los cuatro pasajeros que volábamos esa mañana hacia las pistas de Canaima en plena selva venezolana. ¡Demonios cómo se movía aquello! El piloto, señor Madriz, un hombre cercano a los sesenta, pelo cano, jactancioso, tenía fama de haber cumplido alguna proeza aérea dejando caer su avioneta durante cientos de metros junto a las chorreras del Salto del Ángel, una espectacular cascada que se desploma por una altura superior a los novecientos metros. Con un ojo mirábamos los meandros achocolatados que discurrían unos cientos de metros más abajo, y con el otro andábamos pendientes de la cordura del piloto que hacía subir y bajar a aquel trasto rozando demasiado cerca para nuestro gusto la superficie plana de un tepui. Los árboles de la selva semejaban repollos sobresaliendo de una inmensa caja de mercado. Un vuelo demasiado agitado para mi estómago poco habituado a estos sustos de montaña rusa.
La avioneta aterrizó sin novedad en Canaima, no sin antes sobrevolar la laguna que enmarca la famosa colección de sus grandes cascadas. Nuestro guía, Cristian, extrovertido disertador, amante sin condiciones de estos parajes, nos acompañaría por unos días en nuestra expedición al Salto del Ángel. Antes de pegar la hebra frente a un increíble arco iris que nacía en la oscuridad aceitunada del río como un puente de juguete, habíamos atravesado a pie bajo la impresionante cortina de agua de la cascada del Sapo. El fragor es ensordecedor, en algún momento el embate violento del agua hasta la cintura amenaza con tirarnos; aguantamos el empuje agarrados a una pasarela de cuerda. Imponía la fuerza nueva y desmesurada del agua desplomándose.

Cascada de El Ángel

Al otro lado del río, y tras una marcha de media hora, nos esperaba una pequeña  embarcación. En uno de los raudales debemos abandonarla y hacer algunos kilómetros a pie. La barca remontó el peligroso rápido liberada de los pasajeros; dentro iba nuestro equipaje, me acordé tarde del dinero y la documentación, que no tuve la precaución de rescatar del macuto. Un camino color canela, entreverado de vainilla y chocolate, seguía la orilla arraudalada del río. Esperamos que no hubiera que buscar el pasaporte en el légamo de los meandros.
Sobre el río el cielo se había ido cerrando y había convertido las grandes montañas del fondo en un lóbrego paisaje donde alumbraban los flashes intermitentes de la tormenta. En el lado opuesto, la sabana, el campo abierto, se estrellaba contra dos tepuyes de paredes rigurosamente verticales. Presentí que me había quedado corto con mi provisión de diapositivas: los meandros, las coliflores de los árboles desde el aire, las masas de agua desplomándose, el arco iris como un raudal de luz naciendo del lecho del río... Hice unas tomas de una de las columnas del arco iris volando sobre un suelo de rocas y arenas de suave café con leche; después subimos de nuevo a la embarcación, que nos esperaba sana y salva después de haber superado los rápidos inferiores. Comenzaba a llover, era divertido. Sin embargo, río arriba, el aire no tardó en ponerse pastoso y como de brea. La proa escindía la corriente en dos altas cortinas de agua que terminaban cayéndonos encima empujadas por el viento.
La lluvia arreció. Las aguas se tornaron inquietas con la tormenta mientras hacia el sur apareció el perfil de nuevas montañas cortadas a tajo sobre el río; ancladas más allá de la oscuridad, sobresalían entre los panes de niebla que se agarraban a las paredes negras próximas. Los azules se apagaron tras la cortina de agua y ahora eran una pura gama de grises con una línea clara que flotaba en el río reflejada por los huecos de luz que se abrían como un boquete hacia el horizonte. Mientras tanto la temperatura descendió, terminé un carrete de diapositivas, miré resignado al frente, hice algunas tomas en blanco y negro. Terminamos haciendo cabriolas para poner un nuevo carrete. El perfil del barquero, sentado sobre la proa, sobresalía bellamente contra los reflejos simétricos que bailaban arriba y debajo de la línea de los árboles. Muy poca luz, pero pruebo, coloco las sombras próximas contra el fondo despejado, junto a las montañas, las compongo de manera que sus formas emerjan como contrapeso de la silueta que se sostiene erguida en la proa. La cortina de agua describe un arco a la altura de mis ojos. Hace frío. El entorno es impresionante, coincidencia plena de un momento de excepción convocado por los juegos de la tormenta, el motor rompiendo la calma del río, la noche cada vez más noche. Parecía increíble estar aquí, en medio de esta cosa compleja y bella, fría, confiados ciegamente en que un motor siguiera dando vueltas, confiando en que en algún recodo el río, de la noche, aparecieran las luces de un campamento, una playa, algo que rompiera la duda de que no estábamos a merced del río, de la oscuridad, de la selva.
Una ráfaga de agua se nos coló como un bofetón por encima de la borda. Con noche cerrada la embarcación giró a estribor y se adentró por un río menor, el Aonda; pocos metros más allá, las luces del campamento aparecían diseminadas entre los árboles de la orilla.
La tertulia se prolongó aquella noche por mucho tiempo. Cristian disertaba en inglés delante de su grupo sobre el programa para el día siguiente; lo hacía con manos, ojos, cabeza, con el cuerpo entero; se encontraba en su salsa, el rey del mambo. Al rato hace un apartado con nosotros y, aunque le decimos que sí hemos entendido, inicia una nueva charla (¡socorro!) que poco a poco fue subiendo de tono y se ramificó mucho más allá del tema que le había traído a conversar con nosotros. Era incapaz de estarse quieto, se parecía a mi hijo Mario, subrayaba las palabras, jugaba con las curvas tonales como si fueran un acordeón. Todo era extraordinario en sus relatos: un ermitaño lituano de los años cuarenta, que vivió sólo aquí y que él conoció de niño; un topógrafo alemán que midió el tepui que corona el centro de Canaima (setecientos cincuenta kilómetros cuadrados), también solo; un duelo entre un piloto de helicóptero y un paracaidista que se rifaban a ver quien era capaz de descender más rápido, uno con el motor apagado y el otro con el paracaídas recogido. Cosas así. Hay que decir que entre historia e historia se ponía un medio de whisky con hielo. Alrededor de la maquinaria de su imaginación y de sus palabras se llegó a formar un discreto corro. Al principio de la tarde había intercambiado con él algunos puntos de vista sobre escalada y cuestiones relacionadas con la filosofía de la aventura y ahora Cristian parecía haber encontrado el interlocutor idóneo para hilar un discurso sin fin. No me soltaba. No llegaba a terminar los temas; el whisky tenía, sin lugar a dudas, su parte de responsabilidad en esta facundia intempestiva.
En algún momento logré encontrar una evasiva. Cristian cambió entonces de audiencia, se fue a jugar al dominó con un grupo cercano. Yo me ocupé de mi cuaderno de viaje. Me trajeron una vela. En la mesa de al lado se oía ininterrumpidamente la voz de nuestro guía y el golpeteo desmesurado de las fichas de dominó contra la mesa.



Al día siguiente llegamos bajo los mil metros de la Cascada de El Ángel después de algunas horas de navegación y de una buena caminata que tuvo su momento más bello en la travesía y ascensión de la selva que crece a los pies del salto de agua. Una humedad relativa que se acerca al punto de saturación facilita que crezca una exuberante vegetación que acabó con mis provisiones de película; esos líquenes que no me canso de fotografiar, por ejemplo, y que aquí muestran una sutilísima variedad de tonos bajo la luz suave de la niebla matinal. Las aguas, bajo el efecto de la descomposición vegetal, llevan en suspensión una sustancia, el tanino, que le da un bello aspecto de jarabe anaranjado; el suelo, donde no es un laberinto de raíces forma una espesa alfombra de hojas sobre las que caminar  produce el efecto de hacerlo sobre un mullido colchón. El bosque chorreaba agua, los verdes eran encendidos y lujuriosos, los miles de metros cúbicos que se desplomaban formaban sucesiones de cortinas que caían armoniosas solapándose unas a otras y jugando sus encajes con la niebla y con el fondo negro de la montaña, descienden increíblemente lentos, el agua se dispersa cientos de metros más allá de la vertical formando un diluvio que riega permanentemente el bosque. Toda la selva inmediata parece formar parte de esta cascada gigantesca; la masa principal de agua se derrumba envuelta en brumosos hilachos que penetraban profundamente en el bosque. La vista es fantástica. Los turistas somos una panda de extraños en este paisaje grandioso; jugamos, nos hacemos fotos, nosotros y la cascada, nosotros y el letrero donde se la nombra. Había algo de infantil en los visitantes frente al famoso espectáculo: el documento notarial, el certificado de yo estuve allí.
Cuando regresamos junto a la embarcación, el pollo a la hoguera estaba en su punto. Después será descender el río a un velocidad que ponía a prueba los nervios cuando atravesábamos los rápidos. Todo el recorrido está rodeado de selva impenetrable sobre la que se yerguen montañas y paredes espectaculares. En el campamento llovía, el torrencial aguacero de la tarde caía con violencia sobre el tejado de zinc.

Tepui a la derecha. Formación montañosa típica de la zona

En la tertulia de la noche el whisky fue sustituido por la guitarra. El resultado era óptimo, las risas y las voces de los venezolanos se mezclaban con el clamor de fondo de la selva. Me recordaba el ambiente de los refugios italianos de los Alpes allá por los años setenta. Eché cuentas: hacía dos meses y medios que habíamos salido de casa; en las dos últimas semanas el tiempo parecía haber transcurrido con especial celeridad. Ahora, la otra selva, la grande, la que baja hasta Manaus y sube hacia el Pacífico, se extendía ante nosotros como una promesa. Los ríos de América son lentos, no están hechos para nuestras prisas de occidentales, navegar las aguas rojas, éstas del río Carrao en las tierras de Canaima, las aguas marrones y calmosas, aquellas que hienden por medio el país de más al sur, se mide por un tiempo que no es el nuestro. Ni perdidos en la selva dejaba de oírse el metrónomo: tic tac tic tac.
“Si estaba ahí era por alcanzar el entendimiento de lo grande” (El acoso, Alejo Carpentier). La necesidad de lo grande, de lo hermoso, corre por las fibras del ser como una corriente encantada que fuera capaz de sacarnos con su llamada de los ciclos de lasa cotidianidad. Cada vez queda menos espacio para lo extraordinario, que parece haberse diluido poco a poco en los caminos de la infancia y juventud; el mundo se estandariza y la compañía de la seguridad que aprendimos a llevar a todas partes como condición sine qua non, mediatiza nuestros movimientos; también el mundo se organiza, varios millones de livingstons y stanleys recorriendo cada día el planeta de un lado para otro termina por disolver el halo mágico del misterio, la aventura se expende en sucedáneos que son la justa servidumbre de nuestro arrogante dominio del mundo: aventura enlatada y descafeinada para todo aquel que disponga de unos pocos dólares.
Sigue, no obstante, vigente la cita de Carpentier, el entendimiento de lo grande, si somos capaces de no banalizarlo, puede rondar tanto en las notas de una sinfonía como en el canto del anchuroso río que se deslizaba bajo la lluvia quedo y como de plata en la noche del principio de esta aventura; si somos capaces de meter nuestra carne en la carne de la naturaleza, de la selva; si somos capaces de ver, de oír, de aislarnos en los embates y el fragor del interior de la cascada del Sapo, del turismo organizado; capaces de limpiar nuestros oídos y nuestra mirada, de acercarnos al estado de gracia que exigen los ríos, las selvas, las montañas, los desiertos, para entregarnos al secreto misterio de la naturaleza; amada por demás que no se entrega como ramera al precio de unos dólares, sino en el amoroso forcejeo de una ternura y una sensualidad sin paliativos.
Una pequeña carretera une el sur de Venezuela con el caudal del río Amazonas, nuestro siguiente destino para un viaje que había comenzado en Ciudad de Méjico y terminaría meses después, tras atravesar los Andes en el Machu Picchu.










Sobrevolando la selva rumbo a Canaima



Una historia de gorriones






El Chorrillo, 23 de marzo de 2017

El pajarillo yacía encogido, quieto a un centenar de metros de mi choza. En la rama de un olmo próximo su amigo miraba consternado a su compañero. Estaban jugando al corre que te pillo alrededor del árbol donde ahora se posaba, y el amigo, dando un requiebro inesperado, había perdido altura y, volando raso sobre el prado había emprendido su ascenso hacia la casa yendo a estrellarse contra el vidrio de la ventana de la biblioteca. Su cuerpo se estremeció unos segundos y después dejó de moverse. Su amigo observó atónito el espectáculo. Luego se acercó el dueño de la choza de al lado, miró al pajarillo, se volvió a la choza, volvió con una cámara fotográfica en las manos y fotografió el cuerpo de su amigo. Cuando éste se alejó camino de la casa, Sarnoso dejó su rama y voló hasta donde yacía el compañero de juegos. Estaba echado sobre el suelo, como si durmiera la siesta, tranquilo, no había en su rostro ningún gesto de dolor. Sarnoso lo miró con compasión.
El campo había empezado a ponerse como de miel y los olivares que bajaban hasta la hondonada para subir después hacia la otra ladera, alineados como soldaditos de plomo sobre un suelo de color ceniza, empezaban a hundirse en la oscuridad como aquejados por la somnolencia de un día de muchísimo calor. Sarnoso miró a su alrededor buscando la presencia de alguien con quien compartir su pena; pero allí no había nadie; hacia poniente, lejos, sobresalía negra la silueta de la sierra de Gredos con una pequeña luna alzándose sobre los álamos; por levante, las altas y picudas copas de las arizónicas se movían parsimoniosas empujadas por el viento. Miraba ensimismado el cuerpo de su amigo, cuando sintió a su lado un ruido de alas; era Manuela, la urraca que había nacido la primavera anterior en la morera al otro lado de la parcela. Ésta, que andaba de paso dando brincos en el prado sin otro objeto que el placer de saltar y poner a prueba su buena forma, había visto la silueta del gorrión a lo lejos y se había acercado.
-Pobre Juancho –dijo con voz condolida acercándose a Sarnoso. Lo dijo como quien quiere dar el pésame a su amigo de la forma más sencilla posible.
También apareció por allí don Raposo y doña Culebra, pero éstos parecían contemplar aquello como la cosa más normal del mundo; se quedaron allí como los mirones de un accidente de coches que sólo atienden a su curiosidad y que, a lo sumo, se encogen de hombros ante la desgracia ajena.
-¡No somos nadie! –dijo sentenciosamente la raposa, y salió pitando hacia las retamas próximas. La culebra hizo otro tanto, no le gustaba ese tipo de espectáculos.
Aquella noche, Sarnoso, cuyo nombre se lo había puesto cariñosamente su madre por la poca disposición de éste a lavarse, durmió mal, por lo que, imitando a don Quijote, el famoso caballero andante de la especie de los sapiens, cuando las del alba fueron, echóse al campo, pero en esta ocasión cumpliendo un requisito que nunca a tan temprana hora nadie en la comunidad de los voladores hubiera supuesto en él; y fue que decidió acercarse al aspersor en el que todos los gorriones de los alrededores hacían su baño regular. Un aspersor de aquella parcela, llamada El Chorrillo, que durante años nadie se había ocupado en arreglar y que dejaba a sus pies un charco muy propio para beber, bañarse y juguetear en las horas de más calor; eso cuando a los estorninos no les daban por aparecer por allí, en cuyo caso no había más remedio que largarse y esperar a que no hubiera moros en la costa.
Después de su baño matinal Sarnoso se sintió despierto y animoso. El sol tardaría todavía en apuntar por el lado de Griñón, así que decidió darse un corto paseo y voló hacia las ramas de un copudo eucalipto que sobresale por encima de los olmos frente a la cabaña del dueño de la parcela, un hombre simpático que les deja todos los días un puñado de pipas sobre un comedero a modo de desayuno. Por cierto, que el otro día quien les sirvió el desayuno de las pipas fue su nieta Ainara, una chica que cumple hoy nueve años y que de vez en cuando hace el mono subiéndose a los árboles de la parcela. Una vez allí, cuando el sol casi empezaba a asomar su cabezota roja por encima de los campos, Sarnoso decidió que visitaría a su tía abuela que vivía un poco más lejos, en Serranillos del Valle. En realidad su tía abuela vivía de prestado entre el ramaje seco del nido de su excelencia la cigüeña Rigoberta, una orgullosa señora de porte estirado y mirada altiva que había condescendido para que cuatro o cinco parejas de gorriones hicieran de su nido su hogar. El nido era un poco ruidoso, tanto como para morirse del susto si a uno le pillaba desprevenido, dado que a los tatarabuelos de Rigoberta no se les había ocurrido hacer el nido más que en la torreta que columbraba los dos huecos de las campanas de la iglesia. Recordaba Sarnoso cómo siendo pequeño, tanto que apenas sabía volar por entonces, le dejaron una vez sus padres al cuidado de su tía abuela y cómo cuando las campanas empezaron a sonar casi se cayó de la torreta del susto.
Estando de camino se encontró con que las nubes habían empezado a ponerse de caramelo. El amanecer promete, se dijo entonces, y decidió posponer su visita y buscar un lugar prominente donde contemplar el alba a su gusto. Así que quiso volar hasta la atalaya del castillo de Batres para ver despuntar el sol y de paso para ver si encontraba por allí a su amiga la urraca. En el trayecto se acordó del accidente del día anterior; notó que le costaba más trabajo volar, pensó que ya no podría jugar con su amigo Juancho. Cuando puso sus pies sobre la almena, el sol se hizo ver redondo y coloradote como una gran bola de fuego. Abajo, junto al río, vio la forma de un caminante dirigiéndose hacia poniente por el sendero de Navalcarnero. ¡Cuántas mañanas habían contemplado él y Juancho aquel espectáculo antes de irse a picotear en la tierra de los sembrados a la búsqueda de semillas y lombrices! A él no le gustaba estar solo, y cerca del castaño donde vive con sus padres sólo estaba Manuela.
-¡Vaya, hablando de Roma…! –exclamó Sarnoso viendo aparecer a la urraca que volaba en ese instante desde el campanario de la iglesia a la atalaya.
-Buenos días –saludó Sarnoso haciéndose a un lado para dejar sitio a la urraca en la cruz de hierro que coronaba la almena.
-Hola, carambola –contestó ésta- vaya madrugón que te has dado.
Sarnoso la miró por un momento de hito en hito considerando de repente la posibilidad de que su vecina Manuela, que abultaba cuatro o cinco veces lo que él, pudiera convertirse en su amiga; así que ni corto ni perezoso le propuso pasar la mañana en el río Guadarrama, a lo cual accedió Manuela con mucho gusto.
Fue un día estupendo; se divirtieron de lo lindo. Sarnoso, que era bastante patoso, cazó un saltamontes y lo compartieron como buenos amigos. Él se comió la cabeza y Manuela el resto del cuerpo. Luego se fueron a buscar lombrices y a salpicarse agua entre las espadañas. Las horas de mayor calor las pasaron chapoteando en una pequeña playa junto al puente de piedra.
Cuando el sol empezó a declinar, Manuela propuso volver a casa y jugar un poco a la rayuela en la pista de tierra frente al castaño que estaba un poco más arriba de su olivo. A sus padres no les gustaba que estuviera lejos de casa cuando empezaba a hacerse de noche. Sarnoso estuvo de acuerdo, por lo que ambos remontaron el vuelo, pasaron sobre los tejados de Serranillos y fueron a posarse sobre el eucalipto de la parcela en donde solían jugar. Al final jugaron a policías y ladrones. Sarnoso se tapó los ojos con las alas y, mientras contaba hasta cincuenta, Manuela, que hacía de ladrona, como cabía esperar, voló a esconderse al otro lado de la parcela entre unas espesas hiedras que forman como un bosquecillo encantando en donde la primavera anterior los niños de una escuela habían jugado durante todo el mes de mayo. Cuando Sarnoso llegó a veinte, dijo en alto:
-¡Voy! –y salió disparado hacía donde creyó había oído volar a su amiga.
Había remontado el vuelo y pasado sobre el tejado de la casa, cuando un recuerdo fugaz le atravesó la cabeza. Fue como un chispazo en la oscuridad. Volvió a ver con todo el horror del día anterior a su amigo Juancho estrellándose contra los cristales. Las alas se le aflojaron y, como si le hubiera acometido un mareo, sintió que ni las alas, ni las patas le sostenían. Manuela le llamaba a lo lejos:
-¿No vienes?
Como el otro no contestara terminó por asomarse por entre las hiedras; fue entonces que vio que Sarnoso ya no jugaba. Le miró, daba saltitos como un borracho prado adelante. Veinte o treinta metros más arriba se paró. Manuela recordó entonces también el accidente; se acercó despacio hacia donde se había parado su amigo. Lo que vio en el suelo, era una mancha clara que tenía la forma de un pájaro, Juancho era sólo un poco de color, una silueta difusa, todo pequeño, como un poco de ceniza sobre el suelo, delgado como un trozo de papel de embalar. Por el plumaje del rostro de Sarnoso rodaba una lágrima en donde se reflejaba el sol del crepúsculo.





Gredos, Pedriza y Galayos: un daguerrotipo







El Chorrillo, 23 de marzo de 2017


Garra. Es el título de un ensayo de Bradbury que he abandonado para escribir estas líneas. Ser una criatura de fiebres y arrebatos le parece al autor la clave para escribir algo que merezca la pena. La cosa no da para tanto pero… Al hilo de la lectura por mi mente pasaba en este momento la imagen de un piolet de antaño; estaba en el perfil de un compañero del Navi. Un piolet. ¿Y qué? Él escribía unos versos (aquí), una simple herramienta de monte había conseguido poner en funcionamiento sus neuronas hasta llenar sus dedos una cuartilla llena de nostalgia y de agradecimiento . Probablemente estaba mirando distraídamente la tarde y de golpe pasó un ángel que le trajo el regalo de un tiempo lejano en que los sueños tenían el perfil de una montaña, la aureola de un valle recóndito o acaso el brillo de un corredor de nieve que más allá de la rimaya se perdía vertiginoso en las alturas con su promesa de felicidad. Esos años en que la felicidad consistía en soñar de lunes a viernes con el cálido contacto del granito, con las chovas revoloteando siempre alrededor de las cimas de los Galayos, los buitres describiendo amplios círculos sobre el Callejón de las Abejas en Pedriza, el silencio perturbador junto al vivac de la helada laguna Grande de Gredos mientras las siluetas de Los Hermanitos desfallecían allí arriba de soledad y silencio.

Original, Manuel Hoyos
Vete a saber lo que pasaba por la cabeza de Manuel Hoyos ante la vista de su viejo piolet. Me dicen que en estos días son legión los visitantes de Gredos. Mucha gente, acaso demasiada. A veces se me ocurre la peregrina idea de no volver más a Gredos. Son tantos los recuerdos entrañables, esos que con tanto cariño se pasean en esta edad madura por mis pensamientos, que miedo me da que la imagen del pasado, y todo lo que mi memoria guarda como un tesoro y que la pátina del tiempo ha enriquecido como si de un viejo cuadro de Rembrandt se tratara, se vea deslucido por una realidad que ya no es la mía. No siempre los reencuentros son un bien añadido. Y conste que no creo que sea el único que respira de tal manera. Desde que se inventaron las redes sociales uno tiene la oportunidad de ver de continuo por donde respiran/respiramos muchos compañeros que cuarenta, cincuenta años atrás preferían un fin de semana con la montaña a la novia. Los aficionados a recordar viejos tiempos con daguerrotipos de su época gloriosa son montón. Cuando miro sus fotos, o leo en sus textos el entusiasmo con que muestran su pasado con la montaña, tengo la impresión de ese Gredos, Galayos, Pedriza, Pirineos han dejado de existir, o mejor, que existe, sí, y con una fuerza mucho mayor que las que pueden mostrarnos, por ejemplo, las fotos de ayer mismo de Gredos que de Tomas Meson o An Rima nos muestran en Facebook. Existen de otra manera.

Mi primer vivac en Gredos en invierno allá por el años sesenta y seis o sesenta y siete con un saco de tres cuartos porque todavía no había ahorrado para un Pedro Gómez, ¿quién podría decir que la calidad de ese recuerdo tan vívido después de medio siglo es algo cuyo rastro se pueda encontrar si un día de estos me acerco a la Portilla del Crampón; o de ese otro recuerdo querido escalando con Javier Mayayo un años después una madrugada de muchos grados bajo cero la helada pared del Cuerno del Almanzor, o aquellos tres días de la integral invernal del Circo?

Es cierto que Gredos o Galayos siguen existiendo, o la Pedriza, pero lo cierto es que querámoslo o no, “nuestros” Galayos, “nuestra” Pedriza o “nuestro” Gredos distan mucho de lo que hoy nos muestran los ojos. Las cosas del alma, de la memoria, conjugan a veces mal con la realidad del presente. El vino añejo no en vano ha fermentado y envejecido durante años en algún oscuro rincón de alguna bodega.

¿Que qué le añade el tiempo a nuestras montañas más queridas? Bueno, que le pregunten a un catador de vinos sobre la influencia de los años en los mejores caldos. Pues así con las cosas del monte. También cuenta los objetos, las prendas, todo lo que nos acompañaba en nuestras escapadas. Si Manuel Hoyos tiene un arrebato arrebato poético a costa de su viejo piolet, qué no guardaremos los demás de sano reconocimiento por un viejo jersey remendado con coderas de cuero y refuerzos en el cuello para la cuerda del rápel, por ejemplo; por ciertas gastadas botas con las que etc., por una tienda que me protegió de las lluvias y las tormentas durante dos décadas y que un día abandoné en un valle de los Alpes; por una cuerda que al final quedó trabada tras un rápel en la Crestas del Diablo; por unos viejos esquís con los que hiciste las primeras travesías; por un saco de dormir que te abrigó sobre tantas cumbres del Pirineo, sobre la cima del Naranjo de Bulnes.

Una de los más fantásticos regalos que los años nos deparan es la posibilidad del ejercicio de la memoria, el sabor añejo de nuestra propia vida gastada en soñar y llevar a cabo nuestros sueños. Si a lo que hicimos le añadimos nuestros inestimables compañeros de viaje o ese simbólico piolet de los tiempos de María Castaña la cosa está bordada.

Decía al principio que estaba leyendo a Bradbury, precisamente en un punto donde se decía: “El primer deber de alguien que quiera escribir algo es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos. Sin ese vigor, lo mismo daría que cosechase melocotones o cavara zanjas”. No es difícil que la fiebre y el arrebato hagan acto de presencia cuando de lo que se trata es despertar la memoria de los tiempos en que Gredos o la Pedriza eran el Dorado de los años jóvenes.

En la choza, dormida a mis pies, mi perra ronca como un gordinflón harto de cerveza; es buena compañía pero esta noche hubiera agradecido junto al fuego de la chimenea la presencia de algún colega con quien compartir retazos del pasado.


Carlos Soria se cuela en mis ensoñaciones



Original de revista Don



El Chorrillo, 20 de marzo de 2017

Pensar en Carlos Soria esta mañana era como sentir
que mi propia vida se alargaba, que los sueños, en vez
de sucumbir ante el acostumbrado paso de los años, 
podían ser alimentados todavía.

Cuando me desperté esta mañana, un chorro de luz, como esos que en un momento de gracia descienden desde la bóveda de una catedral románica, cruzaba mi choza abriéndose paso entre la hiedra que la cubre. Era un buen augurio. Los chorros de luz caminando sobre el polvo estanco de una habitación no son cosa corriente y vulgar; Fray Angélico necesitó uno para su Anunciación de la Virgen; yo quedé arrobado por uno de ellos en una ocasión en que viajaba en auto-stop camino de París, cuando de mañana temprano entré en la silenciosa catedral de Angouleme mientras las notas de un órgano brotaban de los intersticios de los sillares llenando la penumbra con el ligero temblor de sus notas, mientras dos flechas de luz cruzaban la bóveda hasta dejar la humedad de sus besos en el pavimento de piedra. Los rayos de luz anidan en lo profundo del alma o de la naturaleza y no son dados a dejarse ver con facilidad, por eso, cuando abrí los ojos y me encontré de repente con esa floritura cruzando el espacio de mi choza me dije, date, ándate espabilado porque lo mismo se te aparece la Virgen esta mañana. Esperé acontecimientos metido en el saco un buen rato, pero la cosa no llegaba. Me entretuve tontamente recordando otros rayos de luz, muchos de ellos después del amanecer mientras atravesaba algún bosque en alguna parte de los Alpes o los Pirineos, el último en la isla de Lambón, en Indonesia, mientras cruzábamos un intrincado paraje de la selva. Siempre que esto sucede la ocasión se presta al recogimiento, no sé por qué; quizás porque esas cosas son más frecuentes en las iglesias o catedrales de Occidente donde los arquitectos previeron estratégicamente durante siglos este fenómeno de aspecto sobrenatural. La predisposición a sentirnos iluminados por el céfiro de lo extraordinario es tan deseable que no hay alma que pierda ocasión para hacerse creer a sí misma cualquier tontería de rigor en forma de aparición de una Virgen o similar. Y es que a la vida le sobra prosa, la cruda realidad de lo cotidiano nos resulta tan ramplona que tener acceso a la posibilidad de que se te aparezca un ser extraordinario nos puede hacer temblar de gozo y expectativa. Y como estos seres no se presentan así como así sin ningún tipo de heraldo o preludio que lo preceda, lógico es que uno esté en ascuas a la espera de que tras el rayo de luz haga su aparición la virgen, el ángel, el mensajero pertinente.

Es lastimoso, pero es así, uno, que es ateo hasta la médula de los huesos, desearía no obstante que en algún momento se le apareciera la Virgen para que le ayudara a comprender un puñado de cosas; por ejemplo. No, no tengo ningún interés en una Virgen que me haga más nosequé, ni que intervenga para que me toque la lotería, cosas de esas no las necesito, estoy bien cómo y dónde estoy; sin embargo comprender es algo que se me escapa tan a menudo que acaso no estaría mal un regalito del cielo que me ayudara a entender este mundo en el que vivo. El caso es que me cansé de esperar acontecimientos; el rayito de luz terminó por esfumarse y yo me quedé a la luna de Valencia, un poco frustrado porque preveía que hoy una vez más iba a entrar nuevamente en el ciclo de lo habitual; tendría que levantarme, recoger el saco, desayunar y ponerme a cortar las arizónicas o segar el césped de la parcela, tareas no del todo desagradable pero infinitamente menos interesantes que una aparición de la Virgen, pongamos por caso.

Luego, tenía a doña pereza encima. De hecho se estaba muy bien de tendido prono viendo cómo los pájaros revoloteaban junto al comedero de la acacia. Esto de estar jubilado hace que a uno se le presenten cuestiones nuevas que no aparecían antes cuando tenía que salir pitando para ir a trabajar. Por ejemplo, ¿por qué coño levantarme cuando tan ricamente se está contemplando la mañana desde el saco de dormir? Los ejercicios de ensoñación, tan queridos siempre, son una maravilla a esta hora del día en que la piel y las neuronas tienen sus poros abiertos de par en par dispuestos a dar paso a todos los temas y sensaciones del universo que tengan la gracia de presentarse. De hecho, las ofertas pueden ser infinitas. Y si no a ver, ¿cuándo uno a lo largo del día tiene la oportunidad de disfrutar la compañía del ser más querido que se tiene a mano, uno mismo, por supuesto?, ¿cuándo, ahora lejos de las redes sociales, de los asuntos de la política, del whatapp, de las obligaciones cotidianas, de la necesidad de comer o cepillarse los dientes tiene uno la suerte de encontrarse y dejar vagar los pensamientos por los distintos estadios del tiempo o del espacio?, ¿el gusto, acaso, de resucitar viejas sensaciones adormiladas en los pliegues cálidos de unas sábanas?, ¿la posibilidad de bucear en la eternidad del pasado para resucitarlo al compás de las notas de ese comienzo de la Sexta Sinfonía de Beethoven, en donde los pájaros han hecho silencio para escuchar a los violines que de la mano de las violas y una flauta echan a caminar por una mañana de primavera con el ánimo de darse un paseo por los campos cuajados de flores que empiezan de sacudirse el rocío de la mañana?

A veces me abochorna el tiempo que empleo en leer la prensa o dar un vistazo aquí y allá en las redes sociales, el tiempo que empleo en tantas tareas que ni fu ni fa, cuando lo que debería hacer es pasarme ricamente el día entero en mi saco de dormir ensoñando, recordando, escuchando alguna sugerencia cazada al vuelo. ¿Qué cosa hay más atractiva puede haber que lo que se cuece en el propio cerebro en una mañana de primavera de indolencia?

Bueno, pues en esto estaba cuando me acordé de Carlos Soria; una anacronía si se quiere. Es que era un recuerdo muy reciente; el día anterior había pasado por Desnivel para comprar un libro de escalada para mi nieta y allí enseguida me encontré con su libro último, Carlos Soria Alpinista. Días atrás le encontré en las redes sociales equipado de amarillo como dispuesto a salir corriendo hacia alguna cumbre del Himalaya. Unas semanas antes estaba en la cumbre del Naranjo de Bulnes, donde yo una vez compartí vivac con un viejo amigo común, Moisés Castaño; en fin. Después, ya en casa, por la tarde, Victoria, como si hubiera estado buscando la ocasión, me invitó a oír un podcast que le había dedicado Radio Nacional a Carlos días atrás. Total, que como tenía a Carlos Soria hasta en la sopa, la orquestina interna que soplaba y tocaba sus cuerdas en mi cerebro esta mañana, se mezcló con la música de fondo de los budas del programa y con la voz grave y cálida de Carlos mientras una de sus hijas aseguraba que su padre parecía un monje con sus rutinas de entrenamiento diarias. Entonces recordé al Carlos Soria que yo conocí en los Galayos, uno de esos días en que todo el mundo se proponía hacer gamberradas y después de una jornada de escalada bajábamos atropelladamente dando saltos y corriendo Tranco abajo con los macutos en la espalda más divertidos que todas las cosas, aunque también con la posibilidad de rompernos la crisma.

Cuando la vida ha empezado a estrechar sus límites, con lo que ello supone de esas pequeñas disfunciones que nos regalan los años, y junto a las dichas de la jubilación y la posible ensoñación matinal, nace un recuerdo como el de hoy de un hombre que ha roto todos los techos forzando todos los sueños hasta irlos convirtiendo poco a poco en realidad, lo que se produce en el ensoñador es un choque conceptual y vital que, ahíto como estaba minutos antes ensimismado con su rayito de luz atravesando su choza, le zarandea –el alma, quiero decir– obligándole a modificar el rumbo de sus pensamientos que, de contemplativos y de autosatisfacción pasan a percibir la vida más allá de los límites de la jubilación como una lucha permanente por seguir alimentando los sueños, sin cuidarse en exceso por los estragos de la edad.

Pensar en Carlos Soria esta mañana era como sentir que mi propia vida se alargaba, que los sueños, en vez de sucumbir ante el acostumbrado paso de los años, podían ser alimentados todavía; en fin, que acaso la rutina monjil de que hablaba su hija para estar en forma sea una conditio sine qua non para no sucumbir a ese encogimiento de hombros en donde las limitaciones crecen como hongos si no tienes encima algo de ese aire que tan saludablemente respira Carlos.

Después de todo esto no me queda más remedio que matizar mi indolencia matinal, mi rayo de luz y la contemplación de los pájaros con un poco de esa filosofía del hombre de las alturas camino del Dhaulagiri. Suerte, Carlos, y gracias por el ánimo que tu ejemplo infunde en nuestra manera de ver la vida.


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Tormenta en la cumbre de La Meige. Así debería ser morirse algún día.

 
Crestería de la Meije


El Chorrillo, 18 de marzo de 2017

Escribí algo de lo que sigue el pasado mes de diciembre en un contexto alejado del mundo de la montaña, una tarde después de finalizar alguna de las etapas del Camino de Santiago de San Salvador. Hoy, metido a recordar en estas Cartas desde mi choza andanzas de otro tiempo relacionadas con la montaña, lo retomo con alguna variante. A veces la memoria que la montaña ha dejado en los recovecos del cuerpo de uno es tan intensa que escribir sobre ella se parece mucho a lo que sentirías si volvieras a vivir algunas de esas lejanas experiencias.

Que el hilo conductor que hoy me lleva a las altas cumbres del Delfinado sean las sensaciones de una noche de insomnio ovillado en el calor de los recuerdos, añada el plus de esa inutilidad tan fértil, que de tanto en tanto invocamos cuando nos referimos a los porqués de nuestras actividades en la montaña, da a las experiencias vividas el cariz de esas cosas que son necesarias rememorar para estar seguro de que la vida ha merecido la pena ser vivida. Me he referido ya en alguna ocasión a cierta anécdota que narra René Demaison en su libro Le forze della montagna. René Demaison y su compañero Jack Batkin se habían comprometido a escalar por primera vez en invierno el espolón Croz de las Grandes Jorasses. Tras una semana de escalada, un enorme tormenta y sufrimientos incalculables, la pasión de escalar una gran pared en las peores condiciones se ve cumplida con la llegada a la cumbre. Después de aquello Jack Batkin dejó de escalar por una larga temporada. En el verano siguiente se encontraba sentado en una terraza de una cervecería de Chamonix bebiendo una cerveza, cuando un amigo se le acercó; éste le pregunta: ¿No escalas más, Jack? No, respondió él, he hecho un viaje tan grande en las Grandes Jorasses este invierno con René, que ahora no hago nada, revivo aquella ascensión. Esa es la idea la que tantas veces se me cuela por dentro cuando la tarde se demora frente a mi choza y agarro el portátil para recuperar trozos de escurridiza memoria.

El día que relaté esta pequeña historia sobre la Meige había dormido una larga siesta tras la comida y cuando me metí en la cama comprobé pronto que esa noche iba a ser difícil coger el sueño. Obediente me hice a la idea. Me había asegurado contra el frío metiéndome bajo cuatro mantas y al poco rato empecé a gustar un calorcito tal que hizo que me sintiera dentro del mejor de los mundos. Era una sensación extraordinariamente placentera que llegaba a mi cuerpo como un fenómeno nuevo, como venido de una tierra donde todos los deseos se veían cumplidos en forma de calor y ternura. Un calorcito animal salía de mi regazo y se expandía poco a poco por todo mi cuerpo llenando a éste de un cálido bienestar. Así debería ser morirse algún día, pensé en algún momento. Como volver al seno materno donde todo lo que existe es el gozo de sentir tu cuerpo y tus sentidos abrazándote como si fueras un niño de pecho.

¿Dónde, dónde había tenido yo parecidas sensaciones en algún lejano momento del pasado?, pensé entonces. Fue como si un débil rumor venido del otro lado del tiempo se estuviera paseando por la oscuridad monástica de la habitación del albergue de peregrinos que ocupaba. Rebuscando en la memoria no tardé en dar con los instantes precisos que me recordaban instantes de ternura extraordinaria. Era como si mis sensaciones más placenteras convocaran a golpe de clarinete a sus afines de otro tiempo.

El hecho transcurría bajo las mantas en el refugio de L'Aigle, cercano a los cuatro mil metros, no lejos de las cumbres de La Meige, en los Alpes del Delfinado. Un cuerpo de hombre y uno de mujer yacían abrazados exhaustos como dos hermanos tras una imprevista aventura de montaña.

Habíamos ascendido de madrugada hacia la cima mayor por su cara sur con un cielo totalmente despejado. Una escalada de mediana dificultad pero sin especiales complicaciones que habíamos emprendido sobre una pared de pequeñas terrazas de granito sólido, más a la derecha de la vía normal, con el objeto de evitar vernos cogidos entre otras cordadas que ascendían a la misma cumbre. El espectáculo de los seracs y los glaciares a nuestro alrededor se fue haciendo más y más imponente según ascendíamos. Hoy, con las fotos de blanco y negro en la mano, me cuesta identificar aquellas paredes. Pequeñas trepadas, un centenar de metros de alguna dificultad, algún paso complicado... nada que nos supusiera un reto insalvable. En ellas veo a Fulgencio y a María desenvolverse con soltura en paredes verticales y, tras ellos, vertiginosamente a nuestros pies, los glaciares, las grietas, los grandes seracs, alguna chova volando a nuestro alrededor. Hoy sería imposible rememorar después de casi medio siglo muchos más detalles. Era sencillamente un placer escalar aquella pared buscando aquí o allá el paso más adecuado. Habíamos perdido de vista al buen número de cordadas que subían por la vía normal y escalábamos a nuestro aire por una pared bastante vertical pero con muchas posibilidades de abrirse paso por lugares diferentes. Cuando nos acercamos al alto espolón somero, hicimos una larga travesía y tomamos un gran corredor que se dirigía a la cumbre.

Fue en la cercanía de la cima que unas pequeñas nubes que revoloteaban insignificantes en su cercanía empezaron a coger consistencia, a punto de que cuando pisábamos la cresta somera repentinamente aquello se transformó era una tormenta en toda regla. El aparato eléctrico se desencadenó con tal violencia y tan repentinamente que apenas tuvimos tiempo de plantearnos qué podíamos hacer. Nos vimos de repente en la hondura de una rimaya zarandeados por una tormenta implacable con ráfagas de viento y nieve que nos obligaron a buscar refugio en esa oquedad entre la nieve y un espolón rocoso. Lo inmediato fue arrojar mosquetones y piolets lejos de nosotros sobre una plataforma rocosa y después prepararnos para resistir la nieve y las ráfagas de viento que nos vapuleaban. En algún momento, acurrucados como polluelos en la rimaya a alguno de nosotros se nos ocurrió empezar cantar a voz en grito con el ánimo de quien se acerca al frente de batalla al ritmo de una marcha militar. Un terceto cantando a toda pastilla en mitad de la tormenta era algo bastante onírico, pero resultaba terapéutico, sí. Con nuestros cantos conseguimos darnos un ánimo que no era fácil de resucitar en aquellas circunstancias. A María los pelos que le salían del casco se le elevaban hacia arriba como los bigotes de Dalí. Aquellos juegos eléctricos era un espectáculo totalmente nuevo para nosotros, debió parecernos algo muy parecido al infierno.

El tiempo que duró la tormenta fue suficiente para que se acercara la noche. Estábamos en la cota de los cuatro mil metros con una larga y accidentada crestería por delante antes de que pudiéramos ver la posibilidad de descender. Nuestro proyecto era hacer la travesía de las cumbres y descender por la ladera norte hasta el refugio de L'Aigle. No nos planteamos en ningún momento descender por la vía de subida. Con esfuerzo, con paciencia, con frío, muchas veces tanteando el terreno como ciegos, logramos atravesar la crestería hasta que por delante de nosotros no tuvimos más que la superficie blanca del glaciar que huía a nuestros pies por cientos de metros de desnivel, probablemente hasta un estribo rocoso en donde debía de estar nuestro refugio de destino, L'aigle. Enseguida comprendimos que no había ninguna posibilidad de alcanzar el refugio aquella noche. Grandes grietas se interponían perpendicularmente una y otra vez a nuestro paso en el descenso.

Llegó un momento en que no fue posible continuar. Terminamos buscando cobijo en una grieta. Sobre un puente de nieve que nos pareció suficiente consistente improvisamos unos asientos con nuestros macutos y, atados y asegurados a nuestros piolets que habíamos fijado en la parte superior de la grieta, nos aprestamos a resistir el frío de la noche con lo puesto. El único objetivo de aquella noche fue no dormirnos; las posibilidades de una congelación sobrevolaba en el ambiente. Estábamos exhaustos. Nos golpeamos unos a otros durante toda la noche. María quedó entre nosotros dos. Fue un amanecer pálido y frío. Cuando salimos de la grieta al empinado glaciar, pudimos divisar claramente el refugio quinientos o seiscientos metros de desnivel más abajo. El guardián del refugio nos estaba esperando, había visto las luces de nuestras linternas la noche anterior.

Recuerdo el confort de un caldo humeante y, poco después, esas sensaciones de que hablaba más arriba. Ella y yo habíamos pasado un largo mes escalando en Dolomitas y en el Adamello. Después se nos había unido Fulgencio en Briançon. Aquella mañana nos acostamos juntos bajo las mantas abrazados como dos pajaritos en un rincón del nido. Ese era el momento que recordaba más arriba, el placer de acurrucarnos abrazados el uno al otro; como dos hermanos, como si entonces, después de todos los peligros, todos los cansancios, la tormenta, los trabajos de resistir, hubiéramos llegado al centro mismo de la ternura, del calor animal, como si en ese momento hubiéramos estado tocando con las yemas de los dedos la esencia de nuestra humanidad en donde un primer hombre y una primera mujer se abrazan felices de estar vivos, agradecidos de poder compartir su calor, su piel, su cansancio.

Así debería ser morirse algún día, felices, ebrios de cansancio y felicidad.


Fulgencio, María y un servidor en la cumbre del Piz Cavales. Al fondo La Meije







Fulgencio desde el Refugio L'Aigle

Refugio L'Aigle

Travesía de la Meije

Adamello. Una solitaria travesía invernal en los Alpes II.


El Chorrillo, 16 de marzo de 2017

(Continuación)

No todo eran penas sin embargo, un sol tibio y anaranjado pintó de caramelo ese mundo elemental y salvaje de manera inesperada. La nieve se vistió de fiesta, la roca se tiñó de cosa sensata y amable. Me ascendió un dulce sabor a bienestar por todo el cuerpo.
Aquello podría no tener sentido pero era hermoso, muy hermoso aquel sol sobre el granito frío. Vacío, silencio, miedo, estremecedora soledad, fuerza, ser, y en medio, el sol brotando de la tierra.
Necesitaba convencerme de que la nieve no cedería. Me fui acercando a la cornisa donde deberían culminar mis penas inmediatas; miré hacia abajo; mis huellas se perdían en el fondo del corredor; eran unas huellas grandes y profundas que ahora contemplaba con voluptuosidad. Superé el último tramo dominado por la excitación; llegué hasta un canalizo-chimenea vertical que superé penosamente. El último resalte rocoso quedó atrás, alcancé el punto más prominente del corredor sobre la cornisa.
Tuve la sensación de que en aquel instante era el centro de un universo muy particular. Una suave pendiente llegaba hasta allí por el lado opuesto; la miré con agradecimiento. Era feliz.
El recuerdo de ese tramo de madrugada vertebrado de miedo y lucha y, poco después, de plenitud, perduraba en mi conciencia tan nítido como si hubiera sucedido ayer. El cansancio de vivir se aligera con esta clase de recuerdos. La luz y el silencio, el duro granito y la blanca nieve, la soledad absoluta, apaciguarían poco a poco mi excitación. Mientras desgajaba una naranja fijé mi atención en las cosas que me rodeaban: la delicada y soleada pendiente del último tramo de la Vedretta di Salarno, la roca oscura y dentada del contrafuerte que fija el límite alto de los glaciares, la mole del Adamello que se erguía soberbia y aislada sobre el mar de hielo del Pian di Neve.
Ahora el tiempo apremiaba, había confusión en el cielo. Me calcé los esquís y las pieles; era placentero. Entre la nieve sobresalían los vestigios de una guerra lejana, la de 1914: alambres de espino y hierros herrumbrosos por todas partes, los restos de un cañón... Durante la Primera Guerra Mundial todos los glaciares altos del Adamello fueron perforados con galerías; por ellas se desplazaban las tropas italianas y austriacas para evitar la artillería recíproca.
Más arriba retiré las pieles de foca de los esquís. Ahora me esperaba un magnífico descenso hasta el refugio Mandrone; sólo tendría que cuidarme de las grietas en la parte más accidentada de la Vedretta del Mandrone. Desde el Pian di Neve me dirigí hacia el refugio de la Lobbia que aparecía barrido por masas de niebla que se arrastraban perezosas a lo largo de los contrafuertes orientales del glaciar. Debía darme prisa y tomar la delantera a la niebla.
Una suave pendiente se deslizaba bajo mis pies con regularidad; era un magnífico descenso, mi paso levantaba pequeñas cortinas de nieve en las curvas. Aquello no se olvida, pensé entonces; la soledad, el abandono mórbido de bajar con los esquís como un dios flotando en el Olimpo... Olvidé muchos detalles de aquel día pero no desaparecerá nunca la impresión de plenitud que me trajo aquel paisaje aturdidor y pleno, la grisura envolvente de las cumbres cayendo en silencio hacia los glaciares; ni agua, ni viento, nada, un impenetrable silencio cortado sólo por el roce leve de los esquís en la nieve. Crucé el glaciar; atento a las grietas dejé a mi derecha el lago Nuovo y después, más abajo, el lago Mandrone.
Tras diez horas de esfuerzos sólo una breve pendiente me separaba del refugio Mandrone. En otoño había pernoctado allí con Nena cuando nos dirigíamos a la Presanella. El refugio yacía como muerto en su blanco abandono. Cuando me puse en marcha de nuevo, abandonado el calor del refugio, todo estaba cubierto por la niebla y nevaba ligeramente; sin embargo unas hermosas huellas se dirigían hacia el paso Presena, seiscientos metros de desnivel más arriba.
Durante una hora larga caminé como un ciego empujando mis esquís por un mundo blanco sin referencia alguna; era difícil hacerse una idea de la pendiente, de la orientación. Caminé en medio de una nube clara sin otro punto de contacto que dos huellas paralelas que se perdían a intervalos en aquel estado algodonoso. Los pensamientos iban y venían en medio de una tranquila ascensión. Esa mañana ya tuve sensación de hogar en lo alto de aquel escabroso corredor; después el resto me pareció coser y cantar; sentí que el confort de mi habitación estaba ya ahí al alcance de la mano: los discos de vinilo que guardan en sus surcos voces y sonidos queridos, el baño caliente, el agasajo de Nena después de tenerla extremadamente preocupada durante dos días. Ascendiendo hacia el paso Presena me confiaba a sí mismo con monólogos curiosos: "Cuando estás en casa, si quieres levantarte te levantas, si quieres una pera vas a la cocina y la coges, si quieres un libro alzas una mano y ya lo tienes, puedes salir a tomar el sol si te place, dormir si lo deseas. Cuando estás en el corredor todo es distinto, entonces la vida es como un curioso agujero en donde lo único que puedes hacer es subir y subir; ni peras, ni libros, ni discos, ni paseos, sólo tú y tu angustia, tu gozo, el reto contigo mismo". Inmerso siempre en la niebla traté de razonar sobre estas cuestiones, pero el empeño no pasaba de ser un ejercicio de ensimismamiento. Era una época en que Dios había sido proscrito definitivamente de mi mundo; a  partir de ahí creí encontrar aquí y allí razones que el instinto me iba sirviendo a cuentagotas envueltas en trozos de Naturaleza. El instinto, el deseo, convertidos en feraces animadores de los sentidos no necesitaban explicaciones, "la conquista de lo inútil" no se disecciona; hay cosas que haces porque sí, porque amaba hacerlas, nada más.
Desde el Paso Presena una magnífica pista de esquí se tendía a mis pies. Había empezado a anochecer.