Correr en la oscuridad


10 de enero de 2017

Me desperté antes del amanecer. Era la hora de mi carrera diaria; no dejé que sonara el despertador. Era una mañana de niebla como tantos. Salir del saco de dormir, enfundar unos pantalones viejos, el anorak, calzar unos deportivos... Salir al jardín, cerrar la puerta de la choza y encender la farola más cercana a la cancela: una aureola blanca nacía de la nada de la noche para enseñorearse triste y algodonosa en el centro de la oscuridad.




Dudé entre dejar la luz encendida o no; opté por lo segundo. No fui consciente hasta entonces de la increíble oscuridad de la mañana. Después de apagar la farola fue imposible ver nada, no recordaba una oscuridad así, podía adivinar la cercanía de la cancela sólo por el corto y ligero repecho que arrancaba junto al depósito del gas.
El reto incluía correr bajo la lluvia si fuera necesario y, cómo no, también por este pozo sin referencias en donde el suelo tan solo era una posibilidad de reencontrarlo a cada paso una vez iniciada la carrera.
Una llovizna fina caía suave sobre la noche. Subí la primera rampa hacia la finca del vecino corriendo con cuidada atención para no caer en ese espacio de aspecto líquido donde parecía desplazarme flotando dentro de un mundo de ciegos. El halo blanco de la farola, mirada poco antes de frente, había impreso el negativo de su forma sobre mi retina y ahora se movía invertida por el ángulo de visión formando la sombra de una especie de ciprés achaparrado sobre el fondo de otra sombra más negra todavía. Sentí un charco bajo el pie izquierdo. Hoy ni siquiera ladraban los mastines del vecino. Cuando pasé junto a la valla escuché los pequeños destellos que producía el pastor eléctrico en contacto con algunas hierbas altas.
Junto a la verja ya pude distinguir, aunque con gran esfuerzo, el reflejo achocolatado de los charcos más inmediatos; un reguero ancho discurría a la derecha junto al camino, en el centro el agua formaba un jeroglífico que no pude franquear sin mojarme. Después el firme era arenoso y claro, pasa sobre la oscuridad como remontándola y dividiéndola en dos espacios parejos débilmente siluetados por arbustos medianos. Mientras corría recordé una vez que dormí en un hospital abandonado del valle de la Barranca bajo la Maliciosa; nadie había traído linterna, no llegábamos a vernos las manos; permanecer en aquella oscuridad toda la noche, cenar y preparar el vivac fue una experiencia curiosa, aquello era algo muy parecido a la ceguera. La misma sensación tenía esta mañana.
De aquello hacía mucho tiempo, sin embargo volvía entonces fresco como sucedido ayer mismo. Era una suerte de conciencia mineral la que acompañaba al trote lento de esta madrugada por el camino, ahora zigzagueante, subiendo hacia el olivar.
Terciado el recorrido, los rastrojos, la grama, las cepas, ese cartel que señala los límites del coto, la silueta cercana del olivo, mostrándose como estando ahí desde la creación de la Tierra, envueltos de destemplanza de invierno, desprovistos de referencias, son reconocidos enseguida como compañeros de vecindad a los que le une su condición de estar y permanecer en el mundo.
Me detuve junto a los olivos y traté de sosegar mi respiración. Ningún ruido penetraba esta oscuridad tan parecida a la nada. Cuando leí La Historia Interminable la nada me la había imaginado flotando blanca e inconsútil en un espacio muy denso de aspecto grisáceo; sin embargo, aquello, la nada negra en la que yo ocupaba erguido el centro con una actitud admirativa de devoto del presente, era más creíble como realidad de ese concepto imposible de imaginar.
En el camino de vuelta, con una oscuridad razonable a punto de desleírse en la opaca luz del alba, pensé una vez más en los simpáticos animales —ahora ya en nuevo status de consideración— que estaban dejando todo el jardín lleno de montoncitos de tierra; luego intenté seguir las huellas de algún instante del pasado que no sabía localizar pero que tenía unos contornos parecidos a uno de esos sueños que se mueven entre la ficción y la realidad de una manera muy similar a como lo estaba haciendo esta mañana desde que me desvelara una hora y media atrás. Intenté cazar al vuelo —las piernas apoyando cadentes, con suavidad, pero decididas, el suelo húmedo— su procedencia, pero no lo conseguí.
La soledad y la noche, acompañadas de esos pocos elementos que limitan el camino, eran parte de la plenitud que respiraba de nuevo mi cuerpo. Había una delicada armonía en todo aquel conjunto de disposiciones. ¡Qué idioma tan claro y elocuente hablaban las cosas, y cuánta era su fuerza! Hice un gran esfuerzo por absorber y penetrar ese momento tan precioso que sabía se desvanecería en pocos instantes. Trotando parecía bajar del Sinaí a grandes zancadas. En lo alto de la cuesta la niebla dejaba atravesar un difuso halo de luz amarillenta, negro, grises azulados, lechosa transparencia.
Rigidez, violácea frialdad de manos, de orejas, de nariz; ácido roce del aire en la tráquea, el fuelle del esfuerzo aventando gélida brisa en los pulmones; calor gratificante, tonicidad muscular, cálido trasiego de bienestar de la carne, sofoco, entrecortada respiración, batiente y apresurado latir en el pecho.
La cancela de largos barrotes de hierro, la puerta de cuarterones de pino, la tibia calidez de la casa. La luz estridente del baño: la ducha: agua fría del pozo, pequeños cristales impulsados por la bomba de presión sobre el cuerpo, azotando la espalda, los brazos; violenta fricción, marasmo de reacciones, elásticas ramas de abedul flagelando el dorso: Max von Sydow disponiendo en El Manantial de la Doncella su cuerpo para la venganza; pasión estética del frío y del esfuerzo, ejercicio solitario, búsqueda del placer, nevasca, ventisca, tormenta, exhausto bienestar, loa de invierno.




Recordando a nuestra perra Lola


8 de enero de 2017




La luna entraba por el vano de la puerta llenando mi choza con la leve luz de su llamado. Es tópico, se sabe, pero esa irrupción en la negrura del momento siempre tuvo sobre los habitantes de la noche un no se qué de invitación a la contemplación; cuando la observamos en soledad, parece que nos sacara de nuestra realidad del instante para transportarnos a un mundo diferente o acaso para colocar frente a nuestros ojos un prisma que refractara la realidad haciendo posible ver a ésta en una versión más poética e íntima. Me había ovillado en el interior del plumón de mi saco de dormir y miraba el medio queso del cielo que aparecía entre las ramas del nogal preguntándome por cuál era la razón de esa atracción, cuando apareció por la puerta la cabezota de Gaza que alargaba su morro por encima de mi cabeza para lamerme la mano. Gaza es nuestra mascota, la última de una larga lista de perros que nos hacen compañía desde hace un cuarto de siglo, un pastor alemán al que nunca se le permitió pasar a la casa y que últimamente, desde que le abrí la puerta a mi choza por la noche, ha tomado a ésta como su lugar de residencia y a su dueño por inseparable amigo de quien no logra separarse durante todo el día. Ahora, desde que la permito entrar en la choza por la noche, permanentemente se la ve echada a unos pocos metros de mi habitat, como esperando a que en algún momento le haga una caricia o intercambie alguna parrafada con ella.
En términos generacionales Gaza podría ser la biznieta de Lola, la primera perra que tuvimos en El Chorrillo. Su cuerpo yace desde muchos años bajo el nogal que crece frente a mi choza, un nogal que pusimos a modo de lápida sobre el cuerpo de Lola, nuestra querida Lola. La historia de su adopción es un tierno relato que a mí todavía me produce cierto dolor de conciencia cuando recuerdo lo que ella tuvo que penar hasta convencernos de que teníamos que adoptarla. Eran tiempos en que mi hijos todavía eran pequeños.
Lola había aparecido en nuestra casa como un alma errante que había sido abandonada miserablemente por los campos circundantes. Un día vimos asomar por los barrotes de hierro de la cancela de nuestra casa la cabeza de un pastor alemán que ladraba insistentemente como quien pide amparo. Tenía un aspecto famélico, era un manojo de heridas; no hubo más remedio que darle de comer. No hemos querido nunca perros; habíamos rechazado siempre la idea cuando nos habían ofrecido alguno; no teníamos especial simpatía por estos animales; más cuando pensando en nuestras largas vacaciones de Navidad y verano no tendríamos posibilidades de cuidarlos. Darle de comer aquella tarde fue el principio de una aventura. Pasamos varios días intentado ahuyentarla por todos los medios, pero era inútil; daba una pequeña carrera hasta el límite del chorro de agua de la manguera con la que intentábamos alejarla o de las piedras que le lanzaba y, cuando se ponía fuera del alcance de nuestros proyectiles, se sentaba y nos miraba circunspecta y paciente.
La verdad es que producía una cierta repulsión: varias heridas entre las patas delanteras y otras en el lomo tenían un aspecto sanguinolento y tumefacto;  en la puerta dejaba un rastro de olor como de estiércol. Después de algunos días, con el señuelo de un plato de carne, la metí en la furgoneta y me la llevé a quince o veinte kilómetros campo a través. Allá se quedó junto a un campo de cebada comiendo con avidez unos restos de pollo. Ni siquiera levantó la cabeza cuando arranqué. Se acabó la perra, me dije, mientras emprendía el camino de regreso por un lugar distinto al que había hecho a la ida.
Nos hemos quitado definitivamente el problema de la perra de encima, dijimos al asomarnos a la cancela a la mañana siguiente y comprobar que aquel chucho no había vuelto.
Pero fue una ingenuidad de nuestra parte. Cuando regresamos al mediodía, allí estaba aparentemente recuperada iniciando de nuevo un gesto familiar de acercamiento. Mi hija, que entonces tendría cinco o seis años, volvió a pedirnos con lágrimas en los ojos que nos la quedáramos. Yo estaba muy obcecado todavía, bajé del coche e intenté ahuyentarla con alguna piedra. Aguantó un día más sin agua y sin comida. No nos explicábamos como podía resistir así; pensamos que quizás se buscaba la vida en nuestra ausencia. Lo cierto era que mientras permanecíamos en casa no se movió de la entrada.
Comenzó a desarrollar un sentido de la propiedad tal que hacía peligroso el tránsito por nuestra puerta: un  día agarró el pie del guarda de la caza con los dientes; otro, alguien que pasaba en moto terminó en el suelo. Día y noche permanecía junto a la verja como un guardián incansable, seguro de ser acogido tarde o temprano en el seno de aquella casa.
Por entonces empezó a hacer bueno y salíamos a comer al porche. Cuando nos veía preparar la mesa dejaba su puesto de guardiana junto a la cancela y se situaba en el camino por detrás de la valla frente a nosotros. Y gemía viéndonos comer; era un lloro lastimero capaz de partir el alma a cualquiera. Volvimos a ponerle comida y agua.
Por la tarde entró en casa.
Soportó sumisa toda la operación de limpieza, una a una fuimos quitándole todas las garrapatas, luego le curamos las heridas, la lavamos. Era la mansedumbre de los desposeídos y los necesitados. La bautizamos con Lola. Fue una más en la familia a partir de entonces. En vacaciones, a miles de kilómetros de casa, mientras la atendían mis padres, la recordábamos y comentábamos la posibilidad de que estuviera con nosotros en el pantano o en el valle de turno que visitábamos. A Lucía se le hacían largas las vacaciones pensando en volver a ver a Lola.
Vivió con nosotros cuatro años. Luego enfermó, hubo que operarla de una infección en el útero. Aquella noche nos turnamos para vigilar la bajada del suero. Movía la cabeza y nos miraba como pidiéndonos disculpas. Ya no levantó cabeza. Una mañana nos extraño no verla en el lugar habitual donde solía dormir, estaba echada junto al plátano de la fachada sur. Cuando nos vio, se levantó con el mismo esfuerzo que lo hiciera una vaca a punto de morir, pesadamente, como a quien le va la vida en ello; primero, con resignación y lentamente, las patas delanteras, después los cuartos traseros en un movimiento tambaleante que me hizo temer que caería al suelo de nuevo. La hicimos entrar en casa, husmeó en todas las habitaciones, muy despacio, manteniendo a duras penas el equilibrio. Regresamos a la tarde, la llamamos de nuevo intentando infundirle ánimo, pero ya no contestó. Un par de horas después la encontramos junto al ciprés, el lugar habitual en que se echaba al sol durante el invierno. Lola había dejado esta vida. Nosotros nos sentimos como a quienes se le ha muerto un amigo muy querido.


Una historia de topos y alcachofas


6 de enero de 2017

Los alrededores de mi choza están blancos de escarcha; hace frío, el mismo que me acogió días pasados caminando por la provincia de Burgos. Tras mi choza crecen robustas y estiradas unas cuantas plantas de alcachofas. Días atrás mientras caminaba en la madrugada junto a unos campos labrados, había observado cómo muchas de estas plantas habían doblado sus alas frente al frío cayendo tristemente lacias sobre la tierra como almas que han expirado en medio de la noche mientras dormían. Recordé en aquel momento a las que crecen en nuestra parcela. Otros años las habíamos protegido, pero este año las vimos tan fuertes que pensamos que el frío no podría con ellas.

Hace años, cuando nuestra huerta ocupaba una parte respetable de la parcela, también tuvimos alcachofas, eran unas plantas recias de la altura de un hombre que, cuando dejamos de utilizar el huerto quedaron como un elementos decorativo más junto a algunos otros arbustos, algunos evónimos y un durillo no muy grande. A última hora muchas matas se habían desplomado de la noche a la mañana como si alguien les hubiera raptado la vida en un descuido. No había que ser un lince para descubrir la razón de aquel repentino desfallecimiento, las hojas caían marchitas como atacadas por un mal profundo y fulminante. Hacía tiempo que habían empezado a proliferar también en la parcela esos montoncitos de tierra que dejan los topos en sus dominios; alguna familia de aquellos animalejos se había adueñado de parte de nuestro jardín y nos lo sembraban desde hacía algún tiempo de estos pequeños promontorios. Su territorio de acción más inmediato estaba ahora precisamente en ese pequeño prado.
Recuerdo que por aquel tiempo una noche soñé con los topos, soñaba una caprichosa visión de lo que sería el prado bajo la hierba: el mundo de las raíces, largas, cortas, alineadas, ramificadas; algunas gruesas tuberías cortando el prado, acompañando la línea de las arizónicas (el sistema de riego, los desagües, la traída del agua); otras más delgadas, éstas siguiendo la línea de las farolas, la de las electrovávulas, elevándose hacia la altura fuera del reino del topo, de las tinieblas y la oscuridad terrosa y apelmazada, hacia la luz; ese límite disparatado donde el topo sólo es capaz de dejar una huella liviana, como quien deja una tímida cagadita de ocasión en la inmensidad del campo, pequeños montoncitos de tierra que le delatan. Tenía una curiosa percepción del espacio inmediatamente debajo del prado: todo era muy claro, las raíces pendían formando raras armonías bajo un techo ocre y cerrado, observaba con cierta familiaridad aquel hábitat de lombrices de tierra y bichitos subterráneos de toda especie y no me extrañaba de esa concepción de espacio hueco donde los distintos elementos podían observarse con toda nitidez desposeídos en ese mismo instante de la tierra, precisamente el único elemento que daba coherencia a todo el conjunto.
Me despertaba alguna que otra vez y siempre me parecía estar durmiendo en alguna parte del subsuelo de nuestro jardín. No era de extrañar, los bichos siempre anduvieron por nuestra casa como Pedro por su casa y en reciprocidad yo no me siento lejos de su ambiente; era perfectamente posible imaginar el subsuelo de los topos cuando bichejos de todo tamaño y condición se paseaban por nuestra casa sin el menor recato. Un verano anterior, sin ir más lejos, encontramos un erizo encaramado en la biblioteca detrás de las obras de Proust, era un erizo respetable, tenía el aspecto de un padre de familia camino de los grandes almacenes; recorrimos todos los rincones en busca de otros posibles congéneres pero fue en vano. Por otra parte, y ahora con más razón, tampoco es tan difícil encontrar en mi choza junto al saco de dormir habitantes indeseables, sobre todo cuando empieza a hacer calor. Hasta una escolopendra se paseó no hace mucho por los pliegues de mi saco de dormir. También las avispas y arañas son a veces visitantes que gustan esconderse en los huecos de la choza.
Bueno, hay otro detalle, mientras pensaba lo anterior aún recordé un hecho más, se trataba de mi brazo derecho, que quedando posado fuera del saco puede ser objeto de alguna visita desagradable, una sensación que se acrecentó después de leer una historia espeluznante hace unos días en un relato de Luis Goytisolo; la historia hablaba de un personaje que andaba limpiando el desagüe de una casa y que nota cerca del extremo de la tubería algo mórbido que impide el paso de un alambre; total, mete el brazo, y lo saca con una terrible sensación de dolor: en el extremo del brazo colgaba una rata con los dientes atravesando un par de dedos. Y el individuo, sin tiempo para pensarlo, la muerde en la yugular y la deja muerta en el acto. Desde que he leído ese relato, si por la noche me despierto con el brazo fuera del saco, enseguida me recorre un estremecimiento por todo el cuerpo; debo hacer un gran esfuerzo para no dejarme llevar por la sensación de vómito que aquella imagen me produce.
Volviendo a los topos y a la visión que nada más despertarme tenía yo de su mundo, es posible hacerse una idea bastante aproximada de lo que veía si evocamos la actividad de un buceador de superficie recorriendo bajo el agua una determinada parte de la costa; lo que este hombre ve tiene relación con lo que yo veía, transponiendo naturalmente los elementos marinos por aquellos otros terrestres.
De pronto me dieron mucha pena los topos. Llevábamos algún tiempo maquinando atrocidades de exterminio contra ellos. También es verdad que con razón. Pasan largas temporadas sin dar señales de vida: un montoncito de tierra aquí, un montoncito allí y poco más, aparte de algunos agujeros de unos pocos centímetros de diámetro diseminados por todo el jardín; sin embargo en los últimos meses sus rastros proliferaban tanto como para que la alarma fuera fundada. No son ya los hoyitos en la parte baja de la parcela, entonces habían empezado a comerse las alcachofas, un espectáculo desalentador. La palabra es aproximada, pero algo así se siente cuando se ven caer estas hermosas plantas como si fueran gigantes de pies de barro.
En un rincón crecía hacía tiempo una doble fila que separaba el huerto del resto del jardín, era un seto verdeazulado muy vistoso; al final de la primavera, cuando nos marchábamos de vacaciones, las podé a ras de suelo para que cogieran fuerza durante el verano y el otoño siguientes. No me gustó verlas así pero pensé que en septiembre ya estarían altas otra vez. Cuando regresamos mi padre había desraizado todos los restos de alcachofas que encontró: las confundió con malas hierbas; en su lugar había ahora dos franjas de terreno de dos por diez metros perfectamente labradas y limpias de cualquier brizna de hierba. Era para llorar, me tuve que dar una vuelta para desfogarme, pateé con fuerza el suelo durante cinco minutos, no se me ocurrió otra cosa para calmar mi indignación por aquel desastre. Bueno, luego me dio lástima de mi padre, tanto como por la ejecución de las alcachofas; se le veía muy afectado.
Pero no tardaron en retoñar, las alcachofas tienen raíces pertinaces. Brotaron hermosos tallos a mitad de septiembre. En diciembre ya eran unas plantas respetables, formaban de nuevo una doble fila entre las parras y el olivo. En febrero saqué algunos renuevos y repoblé los lugares donde no había crecido; las aboné abundantemente con estiércol e hice una cava profunda a su alrededor. Al llegar la primavera sus hojas apuntaban graciosas al aire como las aguas de un surtidor; pronto saldrían las alcachofas. Y despuntaron y se irguieron en el centro alzándose poco a poco después con un tallo robusto sobre el resto de la planta. Ahora había que esperar a que maduraran y se convirtieran en grandes y hermosas flores violetas; unas flores muy parecidas a las que dan los cardos corrientes del campo pero mucho más grandes y olorosas.
Daba una vuelta por el jardín una mañana cuando observé algo extraño, varias alcachofas, a punto ya de convertirse en flores, se habían inclinado lacias sobre su soporte y yacían con la cabeza hacia abajo en estado de postración. Estaban regadas, no había rastro de pulgones entre las hojas. Consulté el proveedor de semillas, nada. A la mañana siguiente toda la planta se desplomaba sobre el suelo. Tomé la planta, ¡no tenía raíz! En su lugar un gran agujero con su forma, la de la raíz, penetraba en el suelo perfectamente delimitado: ni rastro de raíz quedaba. Caí entonces: ¡los topos!, los topos cabrones se estaban zampando todas nuestras alcachofas.
En aquel momento decidí que debía terminar con ellos antes de que ellos acabaran con nuestro jardín. Así que la visión en el duermevela de la mañana anterior era una aproximación conveniente al terreno del enemigo: era necesario conocer su hábitat con la mayor precisión posible. Sin embargo esta tarea práctica quedó truncada poco después por lo inesperado de la visión que se me ofrecía bajo la hierba del jardín. Como tantas veces sucede un cambio de perspectiva hacía que los planteamientos primeros quedaran poco menos que invalidados. En nuestra parcela se daban suficientes uvas y cerezas para que pudiéramos mirar con simpatía a los mirlos, por ejemplo. Tratábamos de hacer compatibles nuestras necesidades y las de los animales que nos rodeaban. Ellos proporcionaban a nuestra vida un cierto sentido de armonía con su presencia, así que debíamos contar con ellos no sólo tolerándolos sino ayudando a su supervivencia: colocando comederos, facilitando los lugares para los nidos, creando algún estanque, cosas así. Haciendo la reserva de topos y ratas, aquella era nuestra actitud frente a los habitantes del jardín.
Ahora, después del vistazo al subsuelo de esta madrugada, empecé a replantearme la decisión de exterminio que pesaba sobre los topos (a las ratas no llegaba mi benevolencia, el veneno acaba sistemáticamente con ellas cuando descubría algún rastro).
Quizás la muerte de Lola, la perra de la que hablaba en mi último post, nos acercó un poco más a todos estos animalejos que rondan por los alrededores de la casa; la tolva del pienso de la perra empezó a ser el plato preferido de los gorriones y los mirlos; también venían verderones, alondras, petirrojos, lavanderas;  y por supuesto ratas. Sin embargo el jardín no podía ser el Arca de Noé.
El proveedor de semillas nos había indicado alguno de los procedimientos para acabar con los topos: un cebo que se colocaba en las toperas, y que comían bastante bien, y un gas que requería encontrar todos los posibles agujeros que comunicaban con el exterior y taparlos. El gas desprendido se esparcía entonces por todos los conductos de la topera y exterminaba sin más a sus habitantes. Aquello me repugnaba, me olía a exterminio nazi.
Las especulaciones a las que había estado dando vuelta, mientras una noche intentaba volver a dormirme una y otra vez, empezaban a diferir notablemente de aquello que había decidido en el primer momento; mirando la aguja del minutero acercarse a las doce me dije que no podía matar a aquellos animales. Así que minutos antes de que llegara la hora prevista para mi reinserción en el mundo de las disposiciones activas, la suerte de los topos estaba decidida: no había necesidad de alcachofas, después de todo tampoco eran unas plantas tan vistosas.










Serranillos del Valle. Con la convivencia no se juega


Desde mi choza, 5 de enero de 2017

A uno, que intenta ejercer de ermitaño a tiempo parcial desde el habitáculo de su choza, no le pasa día en que un pedazo de realidad llegue hasta él obligándole a reflexionar sobre la misma. Hoy le tocó al pueblo del que soy vecino.

En algunos muros de mi localidad aparecieron esta madrugada algunas pintadas que recuerdan la despreciable zafiedad de algunos subnormales; imbécil y analfabeta gentuza; pintadas que intentaban denigrar al alcalde y a algunos de los concejales, todos ellos pertenecientes a formaciones políticas ajenas al PP. Gentuza, pero... atención, no hay enemigo pequeño, cualquier imbécil puede coger un spray o un rifle y hacer con él una locura. Los malos instintos han sido espoleados tanto últimamente en el pueblo por la gente del PP, personas de carne y hueso, con espurias razones, un PP cuya exalcaldesa ha sido condenada recientemente por corrupción con dos años de cárcel y seis meses de inhabilitación, a base de manifestaciones y arengas a sus vecinos para convencerles de la maldad del nuevo equipo de gobierno en el Ayuntamiento; han sido espoleados los malos instintos, decía, intentando poner a la mitad del pueblo en contra de la otra mitad, que, Dios santo, ya me veía yo vecino de aquel pueblo estremecedor que sirve a Ramón J. Sender en Requiem para un campesino, para ilustrar hasta dónde puede llegar esta labor de insidia, aquí por parte del PP, allí por parte de los fascistas de nuestra Guerra Civil, y destrozar un clima de convivencia y fraternidad vecinal. En el relato de Sender, quiero recordar, no estoy seguro de los datos de una novela leída hace cuarenta años, la mitad del pueblo asesina a la otra mitad simplemente porque unos tenían una ideología mientras que la otra mitad sustentaba la opuesta. Ni estamos en guerra ni las situaciones son las mismas, pero al tanto con aquellos que se dedican a crear la discordia.

Hoy, después de saber que en el pueblo habían aparecido algunas burdas pintadas, muestras del vandalismo más denigrable, y tras conocer la actuación del PP desde el cambio de gobierno municipal hace ya año y media en su labor de intento de demolición y difamación del actual equipo de gobierno, lo primero que pensé es que aquello era muy probable que perteneciera a mercenarios contratados por esta formación, una gota más en el intento de desgaste del actual alcalde; sin embargo, dudé, actos de barbarie de esta magnitud me parecieron incluso excesivos para ese PP que tan manchado está por la corrupción en todo el país. Quise saber si me contestarían si les enviaba un tuit preguntándoles si tenían algo que ver ellos en el asunto. Mi reconocimiento porque me contestaron inmediatamente. Su texto decía: "Pues evidentemente NO. Este partido dirime sus diferencias en los plenos. Los actos vandálicos no son propios de este grupo". Pese a que no sea cierto eso de que ese partido dirima sus diferencias sólo en los plenos, lo cierto es que les honra una respuesta clara que parece no dejar lugar a dudas, al menos en el plano formal de la declaración de intenciones, lo cual de momento me parece suficiente.


Es muy peligrosa la actitud del PP del pueblo, empeñado desde la oposición contra viento y marea, en un trabajo de desgaste de su oponente valiéndose de caricaturescas razones, cuando lo único que hacen los nuevos gestores es intentar poner remedio a una nefasta gestión anterior de despilfarro propiciada precisamente por la exalcaldesa y su grupo de la gaviota. Es peligroso, es malvado, jodidamente inmoral intentar poner a una parte del pueblo contra otra. La historia de Caín y Abel se repite y los actores, falsamente atrincherados en razones políticas, lo único que hacen es trabajar un día sí y otro también por destruir golpe a golpe la convivencia de los vecinos intentando enfrentarles con cualquier razón baladí, pensando con ello rentabilizar un descontento que lo único que hace es arruinar al pueblo. Lo siento, pero no hay problema económico o social en un pueblo que sea tan importante como la convivencia de los vecinos; absolutamente ninguno. Los señores y señoras del PP deberían pensarse muy seriamente estas cosas. Con la convivencia no se juega.

Yo no sé si hay muchos vecinos que sean conscientes de esta situación de deterioro que se produce en la comunidad cuando un grupo que perdió en las urnas se vale de la destrucción de la convivencia, del enfrentamiento entre vecinos, para arropar sus propios intereses, sean éstos de partido o personales.


Esta noche vienen los Reyes Magos. Yo y mi familia, hace ahora casi cuarenta años, tuvimos la suerte de recibir a éstos apenas recién llegados a Serranillos. Había sido destinado en aquel curso como maestro a Serranillos del Valle y, aunque inmediatamente fui transferido al colegio comarcal de Griñón, vivimos en la casa escuela durante una década. Por mi clase pasaron muchos niños de Serranillos que hoy son padres de familia. Siempre he considerado que el trabajo de la escuela debía ser entre otras muchas cosas un trabajo para la convivencia. Esta noche me apena constatar cómo la inconsciencia de algunos puede estar minando uno de los valores esenciales de una comunidad. Hoy me atrevería a pedir a esos Reyes Magos que nos trajeran un poco de cordura al vecindario del pueblo, un poco de cordura que como una nevada navideña viniera a cubrir nuestras casas y nuestras disposiciones de vecinos con el blanco manto de una cordialidad extensible a todos los que habitamos el pueblo. 



Nota: Para animar el texto me permito adjuntar alguna imagen del bello entorno de nuestro pueblo. 












Los fanáticos de Iglesias frente a la mesura de la concurrencia


 2 de enero de 2017

Algunos comentarios a un post anterior titulado Las bases de Podemos, corresponsables del rifirrafe, me sugieren esta mañana el tema que encabeza esta líneas. No sé si los fanáticos son legión o tan sólo un puñado de personas con la idea fija de que Iglesias ha de presidir por encima de cualquier otra consideración, tenga o no razón, la cima de todos nuestros anhelos y expectativas. En cualquier caso estas líneas se refieren a ellos. Es necesario decirles a estas personas que los que no comulgamos con alguno de los procedimientos de Iglesias y, sí mantenemos íntegra nuestra ilusión por un Podemos democrático, no somos la mosca en la sopa del momento. Ni mucho menos.

Dice uno de mis comentaristas: "Yo he votado DesBorda y estoy con Pablo a muerte. Podemos seguirá siendo posible con Iglesias, no así con otros". Como se ve profetas no faltan en esta santa casa. Otro, en un estilo en donde la grosería se convierte en la única arma con que rebatir argumentos, afirma: "Alberto, majo...¿sabes como se acaba esto?...disputando el puesto de SG en Vistalegre a Pablo Iglesias. Y si ganas tú o tu candidato, agarráis el timón y lleváis Podemos como os plazca, con vuestro equipo, vuestra gente y vuestros modos de hacer las cosas. No hay ningún problema en admitirlo. Aunque ganéis por un voto de diferencia." Que estos comentarios y expresiones como "estoy con fulanito a muerte" exudan fanatismos, como añade otro comentarista, es una evidencia que debería alertarnos sobre un tipo de militantes que directa o directamente podemos estar fomentando a través de las redes.

Si el liderazgo de un partido ha de sustentarse sobre la base de una obediencia ciega al líder, que eso parece al menos ese estar a muerte con Iglesias, si cualquier discrepancia con el mismo y sus allegados ha de interpretarse como una guerra de facciones, si la grosería y los malos modales han de ser el medio a usar para sustituir a los argumentos, me parece que estamos entrando en el peligroso status de los desencuentros, no estamos construyendo un partido sólido ni democrático. Los peligros que conllevan esa adhesión incondicional al líder están ilustrados en todos los manuales de historia. La palabra única, la falta de otras voces es algo que hemos vivido en España ya desde 1939 hasta nuestros días; Felipe González hizo de su liderazgo una lastimosa herramienta y no digamos todos esos líderes del PP a los que nadie en su partido tose. La imagen de Führer con sus miles de adeptos embobados con el brazo en alto frente a su figura es algo que le pone a uno la piel de gallina. Los que hemos vivido ya muchos años tendemos a estar curados del sarampión que provoca tanta adhesión, no en vano fuimos engañados miserablemente por los líderes del eufórico PSOE de la Transición. Quizás por ello ahora somos más mesurados e intentamos ser más críticos, lo que no quita para que sigamos conservando la ilusión por el cambio, por una mayor justicia para nuestro país.

Luego está el aspecto anecdótico. El fanático, como en el fútbol, no ve otra cosa que la defensa de sus colores, de su equipo, se mueve mal en las argumentaciones, prefiere la emotividad del exabrupto y el todo o nada: "Y si ganas tú o tu candidato, agarráis el timón y lleváis Podemos como os plazca". La salida de tono es tan infantil que avergüenza pensar que tú puedas estar militando en el mismo partido que el compañero que de tal manera se desfoga. Parece cosa de ficción que quien habla así pueda conocer cuáles son las finalidades esenciales que promovieron la creación de Podemos.

Que los partidos necesitan líderes es una verdad de cajón, pero de ahí a tener que comulgar con las piedras de molino que éstos (sean cuales sean, porque cuando alguien argumenta en contra de Iglesias allí tenemos al listo de turno asignándote el papel de errejonista, lo que no es cierto) quieran depositar en tu boca como sacrosanta hostia celestial, va un tramo. ¿Por qué no nos empeñamos en ponernos todos en igualdad de condiciones, cada persona un voto, por ejemplo, y a partir de ahí dialogamos, discutimos, ponemos propuestas sobre la mesa y votamos? Seguir aferrados a ese maniqueísmo que tantos alimentan con su emotividad, sólo lleva al enfrentamiento y a una pérdida de energía que deberíamos emplear mejor en el frente de nuestra lucha por mejorar el país; las cosas no son blancas o negras, la diversidad de los tonos medios enriquece el discurso. Más, pienso que todo esto que se nos ha echado encima, este rifirrafe, puede haber sido positivo, bien podría ser una buena manera de comprender algo de la complejidad de la realidad que nos puede ayudar a aceptar nuestra diversidad, siempre mucho más rica que una monolítica visión de la realidad, para con ello empezar a construir un partido de todos y para todos donde nadie sobra y todos tenemos nuestro espacio.


Encontré esto por ahí: "La excelencia de un líder, se mide por la capacidad para transformar los problemas en oportunidades". Transformar los problemas de estos días en Podemos en oportunidades para crecer, aglutinar gente y seguir dialogando, puede ser un buen cometido tanto para el líder como para todos los que creemos firmemente en Podemos.

La imagen original pertenece a Mclanfranconi.com

Las bases de Podemos, corresponsables del rifirrafe


Desde mi choza, 1de enero de 2017

Lo hemos dicho muchas veces, los ciudadanos votantes somos corresponsables del destino que damos a nuestro voto. En España nos quejamos de continuo de un sistema electoral injusto que ha premiado durante décadas al PP y al PSOE, un sistema electoral que elaboró el bipartidismo para sacar ventaja desleal a las minorías. ¿Os suena a algo esto?

En mi opinión toda esta crisis que nos hemos montado en Podemos últimamente tiene su raíz en el mismo asunto, el diseño por parte de Iglesias y su grupo de un sistema electoral injusto que premia la opción mayoritaria. Y me sorprende que se anden con cuestiones lacrimógenas como la dichosa carta de la señora Teresa para eludir el verdadero problema, que se les haya ido de la mano su obsesión por mantener ventajas poco honestas sobre otras corrientes de pensamiento dentro del partido. Mientras los partidarios de Iglesias no admitan claramente este error me parece que vamos seguir cargando con el mismo lastre con el que cargan las parejas insinceras que están destinadas tarde o temprano si no al divorcio sí a una difícil vida conyugal.

Y ahora atiendo al título de estas líneas, que me parece lo más peligroso y desconcertante. Me desazona que un cuarenta por ciento de los votantes de Podemos hayan sido capaces de votar un sistema electoral como el Desborda. ¿Cómo puedo uno denostar el sistema electoral español por injusto y falto de proporcionalidad y a su vez votar en su propio partido un sistema electoral que es todavía menos proporcional que el que se diseño a nivel de Estado? Mi desazón proviene de que lo que digan las élites -en otros ámbitos la casta- parece, también en Podemos, ir a misa por encima de cualquier consideración moral. Si yo hubiera sabido desde un principio que en Podemos se iba a proponer un sistema de elección así jamás me hubiera visto en sus filas. Esta primera falta de honestidad ya me habría dado señales suficientes como para saber en qué iba a derivar tanta ilusión en manos de personas que no son capaces de aceptar las reglas de juego de una democracia real. Para estos manejos ya tenemos al PPSOE.

Creo sinceramente que Iglesias, más que arrepentirse públicamente en abstracto por el espectáculo "que estamos dando", debería asumir la razón real del problema, ese deshonesto reparto de la tarta del poder que ellos buscaban, y decírnoslo claramente. A partir de ahí podremos seguir acumulando ilusión por parte de todos. Sin  ello no habrá absolución que valga y seguiremos anidando en nuestras almas un malestar que hará un terrible daño al partido.  

Por supuesto mi reconocimiento a Pablo Iglesias queda intacto, ha sido y es un puntal totalmente imprescindible en el partido; esto no quita para que queramos dejar claro desde el principio unas reglas de juego honestas que no contradigan nuestras propias aspiraciones.