El Chorrillo, 16
de febrero de 2017
(Continuación)
En media hora
más logramos acercarnos a las inmediaciones de la cumbre de la Punta Amezúa. Nuestros
gritos volvían a perderse entre aquel revoltijo de canales y rocas;
calculábamos que debíamos estar a la misma altura de la cordada retenida en la cara
oeste. Desplazándonos hacia la
Aguja Negra, un corredor que bajaba entre ambas cumbres pero
que se desplomaba poco más abajo, logramos establecer una precaria comunicación
y supimos con exactitud dónde se encontraban. Nos confirmaron que uno de ellos
tenía una pierna rota. No nos tomamos tiempo para pensar demasiado, no había
otra salida que llegar a la cumbre y rapelar por la cara oeste hasta el lugar
de la caída. No
podríamos volver a subir por allí, un par de largos de considerable dificultad
nos separarían de la cima.
Hicimos corro alrededor del material que disponíamos, ciento
diez metros de cuerda y un par de macutos con algunas cosas imprescindibles.
Habría cuerda suficiente para rapelar toda la pared. Llegar a la cumbre fue
fácil, Ignacio encontró, después de un breve descenso y una travesía por el
norte, la canal que llegaba a la cima. En el último momento caímos en la cuenta
de que Jotapé y César, ninguno de nosotros los conocía, estaban en la
plataforma con lo puesto; con las prisas habíamos olvidado este detalle: sólo
teníamos dos sacos de dormir y un plástico bastante grande: ya veríamos.
La oscuridad y
lo accidentado del terreno nos obligó a movernos con enorme lentitud. No
llegamos a decidir nada; cuando estuvo instalada la cuerda del rápel me dispuse
a bajar; si la situación era la que preveíamos sería imposible alzarse hasta la
cumbre de nuevo, así que la cuerda permanecería allí hasta la mañana siguiente.
Fulgencio, Ignacio y Juan bajarían al refugio una vez hubiéramos organizado el
vivac para pasar la noche.
No volveríamos a tener comunicación con ellos hasta la tarde
del día posterior.
¡Qué extraña y
exótica era la sensación de sumergirse en aquel vacío oscuro como un pozo! La
cuerda se deslizaba despacio bajo mi pierna derecha al tiempo que con la mano
iba liberándola a pequeños golpes mientras me dejaba caer a pasos cortos por la pared. Los hados de
aquella hora, una vasta sensación de beatitud y recogimiento, el cielo
estrellado, la noche, el silencio, el vacío, más poético que agresivo,
conciliaban una realidad de cuento de bosque encantado. ¡Cuerda!, ¡cuerda!,
¡suelta cuerda!, gritaba a José Ángel. La lucecita
amarilla de mi linterna jugaba de aquí para allá buscando los pequeños
salientes de roca. ¡Aquí!, ¡aquí! ¡a tu derecha!, oí gritar después de veinte
metros de descenso en una dirección que no se correspondía con mi estimación de
hacía un instante. Me había desviado excesivamente a la izquierda siguiendo una
placa lisa que facilitaba mi desplazamiento y que en todo momento me permitiría
cambiar de dirección sin riesgo de enganchar la cuerda en algún saliente. Me
detuve en un pequeño resalte y tiré de la cuerda del rápel que colgaba en el
aire debajo de mí hasta situarla tras un pequeño espolón que sobresalía a mi
derecha. ¡Ya!, ¡ya ha llegado la cuerda!, oí en seguida. Después del espolón
había un desplome: debajo, en una plataforma de casi un metro de largo, muy
satisfechos en ese instante, estaban César y Jotapé acurrucados el uno junto al
otro como dos hermanos desamparados de un cuento de Navidad. La estrechez del
lugar, el frío, la oscuridad, no daban pie para recibimientos muy efusivos,
tampoco ellos estaban muy cariacontecidos, aunque a César la pierna rota no le
debía de estar haciendo precisamente cosquillas. Era poco probable que
pudiéramos hacer otra cosa que sentarnos y esperar el amanecer: la noche que
nos esperaba sería de las que se recuerdan toda la vida.
José Ángel llamaba
insistentemente desde arriba. Liberé la cuerda del rápel, até la mía de
seguridad a un pitón próximo y grité fuerte el ¡baja! ritual que indicaba al compañero
que la cuerda estaba disponible. Peregrina idea la de imaginar aquel grito
pintado sobre un lienzo: ¿Cómo sería aquél
baja potente, gutural, breve coda vibrando en el aire de una noche de
invierno?, grito claro sobre lienzo negro y estrellas rutilantes y siluetas de
piedra e impenetrable oscuridad más abajo donde en primavera canta un arroyo o
pace la cabra hispánica, masa de betún el espacio de los grajos, el grito
estrellado contra las paredes aquellas de la noche.
Cuando José Ángel
estuvo a nuestro lado preparamos rápidamente nuestra vela de armas: limpiamos
de nieve la plataforma, ayudamos a César a meterse en un saco de dormir,
pasamos otro a Jotapé, nos atamos a la roca, aflojamos los cordones de las
botas, preparamos asientos con nuestros macutos y, por último nos envolvimos en
una enorme tela plástica. Menos da una piedra, dijo José
Ángel. Ninguno
llevábamos reloj, calculamos que serían las tres o las cuatro de la mañana. Nadie tuvo
ganas de hablar, tampoco intentamos dormir, era muy difícil hacerlo con los
pies en el vacío sujetos a un espacio apenas suficiente para sostener a cuatro
cuerpos. Me hubiera gustado saber qué pasaba por la cabeza de estos compañeros
a los que me había unido accidentalmente en aquella improvisada aventura. El
frío penetraba incómodamente como un cuchillo y hacía poco menos que imposible
las palabras ordenadas; no había que pensar en dormirse, habría sido demasiado
peligroso, la mayoría de la energía habíamos de emplearla en despabilar los
pies y en luchar contra la tiritona y las posibilidades de una congelación. No
obstante la noche fue fascinante, era conmovedor percibir nuestra ínfima
pequeñez atada a un indeterminado espacio de mundo que a su vez giraba en un
rincón del universo. Me entretuve con las estrellas parte de la noche; al norte
sobre el risco del Torreón vimos demorarse a Cástor y Polux; detrás, rozando la Aguja María Luisa, Leo; más al sur Arturus;
alguna hora más tarde asomó Júpiter por las paredes meridionales; cerca del
alba la constelación del Dragón envolvía a la Osa Menor rozando la
cumbre de la Mira con su cola.
Y lo jovencitos que éramos
La noche,
interminable, extendida como un manto sobre los montes, marcada por el
desplazamiento de los astros, transida por las sombras de los riscos; las
horas, desfilando una tras otra, minuto a minuto, interrumpidas por
monosílabos aislados, pasaban densas y cargadas de pensamientos insignificantes.
El único
fantasma de ese castillo encantado era la congelación: tener a raya al sueño,
mover los dedos de pies y manos, ahuyentar la tiritona, agitar reiteradamente
todos los músculos, mover los brazos, golpearlos contra el cuerpo, cambiar de
posición... De vez en cuando José Ángel me daba un
codazo, ¿te duermes? Los otros dormitaban dentro de sus sacos.
La claridad del
alba llegó sacudiéndose suavemente la noche y despertando a las formas a otra
realidad menos ambigua. Teñido por el primer sol se dibujó una franja malva
sobre el entramado distante de las lomas bajas de la sierra.
Llegó el
momento de la huida: no hubo que preparar desayunos —una tableta de chocolate
creo recordar que fue lo comimos durante todo el día—, César lo llevaba muy
bien y por lo demás el ánimo de todos era excelente; nuestros compañeros de
abajo se movían ya en los alrededores del refugio. Esperábamos que algún equipo
de rescate llegara también por el camino de la Apretura. Nos llevó
un buen rato desentumecernos; el frío no era excesivo pero sí suficiente como
para dificultar todos nuestros movimientos: las cuerdas estaban rígidas y muy
liadas por las maniobras de la noche anterior; trabajar con ellas fue penoso.
Recogimos e iniciamos los preparativos del descenso. Todos conocíamos el
itinerario de subida y nos pusimos de acuerdo pronto sobre cómo proceder en la bajada. Una larga
plataforma cruza de parte a parte la ancha pared de la Aguja Amezúa a un tercio
aproximadamente de la cumbre; calculamos que nos separarían de ella unos
cuarenta metros en línea recta, nada complicado si César era capaz de aguantar
tan bien como lo había hecho hasta entonces; por lo demás tampoco había ningún
lugar intermedio en donde poder organizar un segundo rápel: la pared era lisa
como la palma de la mano.
No teníamos
nada con qué inmovilizar la pierna; improvisamos una especie de vendaje con lo
único que teníamos a mano: una camisa y un par de pañuelos. Después dispusimos
la cuerda del rápel muy meticulosamente, era imprescindible que corriera con
soltura cuando la recuperáramos desde la plataforma inferior. César bajaría
detrás de mi; José Ángel desde arriba y
yo desde abajo le ayudaríamos con una cuerda a mantenerse en la trayectoria del
rápel, evitándole los posibles movimientos bruscos. Nos llegaron en aquel
momento desde abajo las voces de Fulgencio e Ignacio, pero era imposible entender
lo que decían.
Los ochenta
metros de cuerda cayeron limpiamente sobre el vacío tensándose con un golpe
violento sobre la driza que la sujetaba a la pared. Preferí no
utilizar el descensor, un artilugio al que no tenía mucha simpatía; pasé la
cuerda entre las piernas, la recogí por mi derecha y la deslicé por encima del
hombro izquierdo cruzándola antes sobre el pecho; con la mano izquierda
sujetaba la cuerda por arriba y con la derecha iba soltando poco a poco el cabo
que pendía del vacío. Es un ejercicio sencillo que sólo requiere práctica y un
poco de atención; la seducción del vacío es un componente adicional en los
descensos, incluso en una circunstancia como aquella. Al principio todo fue
bien, la cuerda se deslizaba a tirones debido a su rigidez; tras la plataforma
venía una pared lisa; bajé despacio. Después, treinta metros más abajo, la
continuidad se rompió y surgió un pequeño desplome surcado por un diedro
vertical con una ancha grieta en su fondo.
Después del
desplome el panorama fue decepcionante: el final de la cuerda del rápel
oscilaba en el vacío dos o tres metros por encima de la plataforma. ¿Qué hacer?
—¡Cuerda
tensa!, ¡tensad! —tuve que gritar varias veces para hacerme entender— ¡La
cuerda no llegaaa!, ¡faltan tres metroooos! —Calculé que la cuerda suplementaria
que utilizaba de seguro sí alcanzaría hasta la plataforma porque era algo más
larga que las de rápel; si fuera suficiente podría abandonar la de rápel y
sujetarme a un bloque empotrado que interrumpía el diedro.
Con un trozo de
cuerda hice un nudo corredizo sobre la del rápel y até el otro extremo a mi
cintura; una vez estrangulado el nudo pude liberar dos metros más de la cuerda
y bajé semicolgado estrangulando y aflojando el nudo que me sujetaba a la doble
cuerda de descenso. Así llegué con la punta de los pies a aquella plataforma
que entonces me pareció grande como una pista de baile.
Limpié de nieve
la repisa, me aseguré, anudé un suplemento a la cuerda que colgaba, tiré de
ella hasta igualar los dos cabos, preparé un amplio asentadero a César. La
cuerda que me unía a él perdió tensión.
—¡Valeee!,
¡puedes bajar!, ¡sin descensooor! ¡No descensooor! —por fortuna entendieron
bien que no podían utilizar el descensor, quedaría trabado en el nudo que hice
para empalmar la cuerda suplementaria.
La mañana había
avanzado un buen pellizco, aquellos cuarenta y tantos metros me habían llevado
mucho tiempo. La línea del sol se acercaba rápidamente hacia la Apretura.
¡Primera fila del patio de butacas!, bromeé mientras ayudaba a desplazarse a César,
todavía sujeto al rápel, hacia la butaca preparada frente al mayor espectáculo
del mundo... música, maestro. Intentó sonreír; después se quejó un poco,
¡coño!, decía; pero eran unos coños cachazudos y desenfadados. Momentos más
tarde volvíamos a estar los cuatro juntos. Cuando tiramos de uno de los dos
cabos de la cuerda del rápel ésta se deslizó con una suavidad sedosa: José había
dejado todo concienzudamente dispuesto antes de aterrizar sobre nuestro nido.
Las incógnitas
habían casi desaparecido después de este largo salto; no es que el resto
hubiera que tomárselo a chufla, pero bajar rapelando, aunque fuera con una
pierna chingada, iba a ser menos dificultoso a fin de cuentas que el descenso
de las inclinadas pendientes de nieve que nos esperaban más abajo. En el
siguiente tramo de treinta metros la cuerda se quedó trabada en una hendidura.
Como teníamos cuerda suficiente para llegar abajo no lo pensamos dos veces: ya
volvería alguien a por ellas otro día. Siguieron algunos rápeles más,
algunas travesías por terrazas nevadas que fueron muy dolorosas para César, y por último,
un estrecho canalón.
Al pie del
corredor nos esperaba media docena de naranjas: nuestros amigos habían abierto
un estrecho pasillo en la nieve y dispuesto todo para que se pudiera bajar con
cierta comodidad a César en la percha. Mientras apurábamos las naranjas oímos
voces: el equipo de rescate venido de Madrid estaba subiendo los primeros
neveros de la Apretura.
Eran las dos de la tarde. Ayudamos a meter a César en la percha —una sillita de la reina que cuelga siempre estigmática
en una de las paredes del refugio— y nos despedimos: ¡Suerte! Nos quedamos allí
sentados, mirando cómo se alejaba el grupo de rescate valle abajo.
De pronto me
había quedado vacío, miraba la nieve y la recortada cresta de enfrente y no me
producían sensación alguna. Pensé en que era lunes y que aquella misma tarde
estaría en casa y de nuevo tendría el martes por delante, y elmiércoles, y el
resto de la semana. Le
pedí a Ignacio y José Ángel que me
disculparan, tenía necesidad de estar solo, nos veríamos en Guisando en Casa
Macario. Comencé a bajar cuando todos habían desaparecido ocultos tras una depresión
del valle.
La puerta del
refugio soltó un chirrido áspero al cerrarse, la nieve yacía pisoteada y sucia
alrededor; poco más allá volvía a recuperar su blancura; las formas de las ondulaciones
eran graciosas, suaves, y el cielo azul, azul intenso. Mi mirada barría el
frente del Galayar sopesando las curvas, posándose como una caricia sobre el
granito verdigrís. Ningún razonamiento pudo cruzar mi cabeza en aquellos instantes;
brotaban sin embargo sentimientos apacibles y lisonjeros, imágenes y recuerdos,
decenas de rostros, el contacto cálido de la roca, el olor acre de mi cansancio.
Era todo muy
liviano en aquella hora. Fui bajando con desgana por el centro de la ladera
pisando la nieve; pero la emoción que me había llenado el cuerpo con tanta
intensidad perdía fuerza, huía ahora, era inútil retardar el paso e intentar
retener aquella onda que golpeaba ya contra la orilla de la tarde. Mi último
sentimiento fue una ferviente gratitud para los amigos con los que había
compartido la noche.