El Boci, el Mogo... Tino. Recuerdos camino del Tolmo

El Chorrillo, 18 de febrero de 2017

Eran los primeros tiempos de mi descubrimiento de la Pedriza, el olor de las retamas elevándose como una vaharada a nuestro paso cualquier fin de semana camino de el Tolmo; de noche, caminar a oscuras o acaso usando aquellas horrorosas linternas de petaca que se estropeaban a cada momento; el cielo estrellado, las siluetas del Pájaro y las Torres surgiendo de la oscuridad; Peña Sirio a la derecha, los monolitos de la pradera de los Lobos sobre el telaje oscuro de la noche; la fuente junto al refugio Peñalara sonando como una cantinela salida de las entrañas de la tierra; el tejadillo de la mole de El Tolmo como centro propicio para convocar a las meigas para algún aquelarre; ¿nombres?, Mogoteras, Fernando Domingo el Culebras, el Niño, Tino, Carlos Soria, Moisés; más tarde el Murciano, el Ardilla, Gustavo Adolfo Cuevas y su hermano, César Casquet, Gerardo...

Hoy es el relato de una de aquellas caminatas que cada fin de semana emprendíamos con la noche echada camino del Tolmo, nuestro punto de partida para cualquiera de las escaladas de los alrededores. Un día cercano al fallecimiento de Tino cuando escalaba Cancho Amarillo con el Boci y el Mogo. Impresiones de una noche sacadas con un fórceps de la memoria, y por tanto sujetas errores en situaciones y nombres propios.


Una noche muy fría de invierno en que sentí la necesidad de experimentar la soledad de una manera imperativa. El camino era el de siempre, después de los últimos chalés —algunos con el árbol de Navidad exhibiendo un brillante destello intermitente sobre el mutismo nocturno del entorno— el encajonamiento del río y la ladera enriscada; luego un ángulo recto y el sendero remontaba el río por un apacible llano de hierba rala y sauces enanos. El itinerario lo había hecho muchas veces, también de noche. Cuando llegaba el invierno la subida a la Pedriza se hacía inevitablemente a oscuras, sin embargo nunca el silencio ni la sobrecogedora desolación de esa noche fue tanta hasta aquel día.
Más allá de la Pradera de los Lobos, el valle volvía a estrecharse. Recordaba hechos recientes. Por allí bajó la noticia del accidente de Tino, un hombre jactancioso que escondía una humanidad primitiva y cálida bajo la apariencia de la fanfarronería de moda; formaba con el Boci y el Mogo, un triunvirato conocido, los reyes del mambo en aquella parte de la sierra. El Boci y Tino abrían un nuevo itinerario sobre la pared sur de Cancho Amarillo y algo falló; se produjo una caída brutal, Tino quedó colgado de la cuerda a veinte metros del suelo. Pese a lo espectacular del vuelo creyeron que se trataba de una caída sin trascendencia, de las que uno se llevaba a casa unos cuantos rasguños de recuerdo, no más. Pero estaban solos. La cuerda quedó trabada de forma incomprensible sobre el cuerpo de Tino; un par de metros le separaba de la pared, fuera de la plomada. La sombra de los riscos formaba una línea de siluetas aserradas que ascendía por la alfombra de gayubas que tapiza la ladera que llevan a la Maza y el Yelmo. Bajo el cielo cárdeno las masas tibias del granito invitaban a la contemplación.
Inmediatamente después de la caída, Tino, que se movía aún colgado al final de los veinte metros sin poder controlar el movimiento pendular, pudo sobreponerse al susto bromeando aún sobre el gran vuelo que había dado; la jactancia era parte del oficio. Al Boci le sangraban las manos. Despacio empezaron a manipular la cuerda.
Bastaron unos pocos minutos para comprender la gravedad de la situación; la cuerda, extrañamente bloqueada en su cuerpo, empezaba a clavarse en su carne oprimiéndole el pecho con una presión insostenible. Intentó desplazar la cuerda, forcejeó con desesperación durante diez, quince minutos; fue inútil, el esfuerzo lo dejó exhausto. Tampoco había cuerda disponible para maniobrar, tirante la totalidad entre Tino y su compañero después de haber dejado deslizar éste los últimos metros en la caída. Estaban amarrados a la misma suerte. El suelo, el camino que descendía allá abajo hacia las Buitreras, quedaba fuera del alcance de ambos. Habría bastado con que pasara algún rezagado de última hora por allí para que todo hubiera sido fácil: alertar a un equipo de rescate no hubiera llevado en ese caso más de una hora.
Pero no hubo rezagados. La oscuridad empezó a mascullar la tragedia entre sus muros, la esperanza de que pasara alguien se fue desvaneciendo con la última luz del día hasta desaparecer engullida por la noche.
A la mañana, cuando las primeras luces doraron los riscos aquellos, el cuerpo de Tino colgaba inanimado, enorme, de la cuerda como un ajusticiado medieval. El viento lo movía ligeramente.
 La noche en que se acabaron los trabajos de rescate era similar a ésta. ¿Qué coño significaba todo aquello?, me venía diciendo. No me refería ya sólo a aquel hecho casi reciente, o a los pensamientos que me ocupaban aquella noche; pensaba también en las calles de Madrid, la gente, sus motivaciones; en mi familia, todos ellos apresurados por sus propios asuntos. Un personaje de Beckett en el último libro que había leído que recorría un itinerario absurdo durante trescientas páginas; la vida como un interrogante... tan incoherente y tan inexplicable tantas veces. En aquel momento todo lo refería al mismo hecho irrevocable del cuerpo de Tino colgando aquella mañana sobre el camino. El tufillo de lo absurdo asomaba entre tanta cavilación.
No era suficiente el esfuerzo de la subida para mitigar la baja temperatura. Peña Sirio, a la derecha, tiene un hueco en la parte superior a través del cual puede verse en algún momento la gran estrella que acompaña a Orión (eso me contó un día Moisés Castaño). Se oía el agua más abajo, algunos pájaros salían asustados entre los matorrales. La tibia sensación de placer que me proporcionaba la soledad no me evitaba cierta impresión de proscrito que llevaba encima.
Soledad, miedo, tristeza, dominio. Había una relación entre todos estos sustantivos aquella noche. Me paré un instante en la bifurcación de la Poza de Kindelán, pensaba en las conexiones que establecen las personas con el miedo, pero sobre todo la del miedo asumido y gratuito, el que uno se busca sin razón aparente de necesidad. El miedo, ese que sabía buscar disculpas mimetizadas de sabias razones cuando a la mañana siguiente tenías una ascensión difícil en perspectiva: la lluvia, la nieve, el cansancio, la dificultad excesiva al emprender una ascensión que hacía temblar ligeramente tus manos . Los fantasmas del hombre solitario son buenos contertulios si se camina muchas horas en silencio.
El camino subía en continuos requiebros entre las altas jaras; en algún tramo era necesario agacharse y caminar encorvado como si estuviera atravesando un estrecho túnel. La razón de ser de lo cotidiano saltaba en pedazos cuestionada por la fuerza comunicadora de la naturaleza; nacía una nueva dimensión en donde la nada reinaba fresca, señora del lugar. La pérdida del sentido se transformaba en experiencia estética a la vez que en identificación solidaria con el ciclo natural de la vida. El lastre de los porqués remitía razonablemente...
El gorgoteo de la fuente bajo el refugio, junto a los tres chopos, una plazoleta recogida y acogedora, se había transformado en un duro carámbano de hielo. El riachuelo cercano no era más que un murmullo lejano sepultado entre los brazos de la noche. Fijé la atención en el discreto sonido que hacían las botas sobre los guijarros. En algún recodo se quebró el hielo que cubría parte del camino.
 Anduve aún un rato por el sendero que serpenteaba hacia el collado de la Dehesilla. La excursión me había levantado un apetito voraz. Desistí de subir hasta el collado. Me detuve junto al Tolmo y decidí organizar mi vivac bajo su tejadillo. Helado me arrebujé apresuradamente en el saco. Mis manos estaban rígidas. El cielo y la noche me parecieron enormes. Palpando encontré la tartera en el fondo del macuto; las yemas de los dedos se quedaban pegados al aluminio. Dentro había una tortilla de patata; tortilla llena de pequeños cristalitos crujientes en su interior, tortilla helada, tortilla fría, tortilla dura.
Mucho tiempo después recordaría con claridad esa noche y esa tortilla, el tránsito inhóspito de patatas y huevos a través del esófago.
El frío era delirante.


Laureano Esteras y Santiago Pino




Rescate en la Oeste de la Amezúa II




El Chorrillo, 16 de febrero de 2017


(Continuación)

En media hora más logramos acercarnos a las inmediaciones de la cumbre de la Punta Amezúa. Nuestros gritos volvían a perderse entre aquel revoltijo de canales y rocas; calculábamos que debíamos estar a la misma altura de la cordada retenida en la cara oeste. Desplazándonos hacia la Aguja Negra, un corredor que bajaba entre ambas cumbres pero que se desplomaba poco más abajo, logramos establecer una precaria comunicación y supimos con exactitud dónde se encontraban. Nos confirmaron que uno de ellos tenía una pierna rota. No nos tomamos tiempo para pensar demasiado, no había otra salida que llegar a la cumbre y rapelar por la cara oeste hasta el lugar de la caída. No podríamos volver a subir por allí, un par de largos de considerable dificultad nos separarían de la cima.





Hicimos corro alrededor del material que disponíamos, ciento diez metros de cuerda y un par de macutos con algunas cosas imprescindibles. Habría cuerda suficiente para rapelar toda la pared. Llegar a la cumbre fue fácil, Ignacio encontró, después de un breve descenso y una travesía por el norte, la canal que llegaba a la cima. En el último momento caímos en la cuenta de que Jotapé y César, ninguno de nosotros los conocía, estaban en la plataforma con lo puesto; con las prisas habíamos olvidado este detalle: sólo teníamos dos sacos de dormir y un plástico bastante grande: ya veríamos.
La oscuridad y lo accidentado del terreno nos obligó a movernos con enorme lentitud. No llegamos a decidir nada; cuando estuvo instalada la cuerda del rápel me dispuse a bajar; si la situación era la que preveíamos sería imposible alzarse hasta la cumbre de nuevo, así que la cuerda permanecería allí hasta la mañana siguiente. Fulgencio, Ignacio y Juan bajarían al refugio una vez hubiéramos organizado el vivac para pasar la noche. No volveríamos a tener comunicación con ellos hasta la tarde del día posterior.
¡Qué extraña y exótica era la sensación de sumergirse en aquel vacío oscuro como un pozo! La cuerda se deslizaba despacio bajo mi pierna derecha al tiempo que con la mano iba liberándola a pequeños golpes mientras me dejaba caer a pasos cortos por la pared. Los hados de aquella hora, una vasta sensación de beatitud y recogimiento, el cielo estrellado, la noche, el silencio, el vacío, más poético que agresivo, conciliaban una realidad de cuento de bosque encantado. ¡Cuerda!, ¡cuerda!, ¡suelta cuerda!, gritaba a José Ángel. La lucecita amarilla de mi linterna jugaba de aquí para allá buscando los pequeños salientes de roca. ¡Aquí!, ¡aquí! ¡a tu derecha!, oí gritar después de veinte metros de descenso en una dirección que no se correspondía con mi estimación de hacía un instante. Me había desviado excesivamente a la izquierda siguiendo una placa lisa que facilitaba mi desplazamiento y que en todo momento me permitiría cambiar de dirección sin riesgo de enganchar la cuerda en algún saliente. Me detuve en un pequeño resalte y tiré de la cuerda del rápel que colgaba en el aire debajo de mí hasta situarla tras un pequeño espolón que sobresalía a mi derecha. ¡Ya!, ¡ya ha llegado la cuerda!, oí en seguida. Después del espolón había un desplome: debajo, en una plataforma de casi un metro de largo, muy satisfechos en ese instante, estaban César y Jotapé acurrucados el uno junto al otro como dos hermanos desamparados de un cuento de Navidad. La estrechez del lugar, el frío, la oscuridad, no daban pie para recibimientos muy efusivos, tampoco ellos estaban muy cariacontecidos, aunque a César la pierna rota no le debía de estar haciendo precisamente cosquillas. Era poco probable que pudiéramos hacer otra cosa que sentarnos y esperar el amanecer: la noche que nos esperaba sería de las que se recuerdan toda la vida.


José Ángel llamaba insistentemente desde arriba. Liberé la cuerda del rápel, até la mía de seguridad a un pitón próximo y grité fuerte el ¡baja! ritual que indicaba al compañero que la cuerda estaba disponible. Peregrina idea la de imaginar aquel grito pintado sobre un lienzo: ¿Cómo sería aquél baja potente, gutural, breve coda vibrando en el aire de una noche de invierno?, grito claro sobre lienzo negro y estrellas rutilantes y siluetas de piedra e impenetrable oscuridad más abajo donde en primavera canta un arroyo o pace la cabra hispánica, masa de betún el espacio de los grajos, el grito estrellado contra las paredes aquellas de la noche.
Cuando José Ángel estuvo a nuestro lado preparamos rápidamente nuestra vela de armas: limpiamos de nieve la plataforma, ayudamos a César a meterse en un saco de dormir, pasamos otro a Jotapé, nos atamos a la roca, aflojamos los cordones de las botas, preparamos asientos con nuestros macutos y, por último nos envolvimos en una enorme tela plástica. Menos da una piedra, dijo José Ángel. Ninguno llevábamos reloj, calculamos que serían las tres o las cuatro de la mañana. Nadie tuvo ganas de hablar, tampoco intentamos dormir, era muy difícil hacerlo con los pies en el vacío sujetos a un espacio apenas suficiente para sostener a cuatro cuerpos. Me hubiera gustado saber qué pasaba por la cabeza de estos compañeros a los que me había unido accidentalmente en aquella improvisada aventura. El frío penetraba incómodamente como un cuchillo y hacía poco menos que imposible las palabras ordenadas; no había que pensar en dormirse, habría sido demasiado peligroso, la mayoría de la energía habíamos de emplearla en despabilar los pies y en luchar contra la tiritona y las posibilidades de una congelación. No obstante la noche fue fascinante, era conmovedor percibir nuestra ínfima pequeñez atada a un indeterminado espacio de mundo que a su vez giraba en un rincón del universo. Me entretuve con las estrellas parte de la noche; al norte sobre el risco del Torreón vimos demorarse a Cástor y Polux; detrás, rozando la Aguja María Luisa, Leo; más al sur Arturus; alguna hora más tarde asomó Júpiter por las paredes meridionales; cerca del alba la constelación del Dragón envolvía a la Osa Menor rozando la cumbre de la Mira con su cola.

Y lo jovencitos que éramos

La noche, interminable, extendida como un manto sobre los montes, marcada por el desplazamiento de los astros, transida por las sombras de los riscos; las horas,
desfilando una tras otra, minuto a minuto, interrumpidas por monosílabos aislados, pasaban densas y cargadas de pensamientos insignificantes.
El único fantasma de ese castillo encantado era la congelación: tener a raya al sueño, mover los dedos de pies y manos, ahuyentar la tiritona, agitar reiteradamente todos los músculos, mover los brazos, golpearlos contra el cuerpo, cambiar de posición... De vez en cuando José Ángel me daba un codazo, ¿te duermes? Los otros dormitaban dentro de sus sacos.
La claridad del alba llegó sacudiéndose suavemente la noche y despertando a las formas a otra realidad menos ambigua. Teñido por el primer sol se dibujó una franja malva sobre el entramado distante de las lomas bajas de la sierra.
Llegó el momento de la huida: no hubo que preparar desayunos —una tableta de chocolate creo recordar que fue lo comimos durante todo el día—, César lo llevaba muy bien y por lo demás el ánimo de todos era excelente; nuestros compañeros de abajo se movían ya en los alrededores del refugio. Esperábamos que algún equipo de rescate llegara también por el camino de la Apretura. Nos llevó un buen rato desentumecernos; el frío no era excesivo pero sí suficiente como para dificultar todos nuestros movimientos: las cuerdas estaban rígidas y muy liadas por las maniobras de la noche anterior; trabajar con ellas fue penoso. Recogimos e iniciamos los preparativos del descenso. Todos conocíamos el itinerario de subida y nos pusimos de acuerdo pronto sobre cómo proceder en la bajada. Una larga plataforma cruza de parte a parte la ancha pared de la Aguja Amezúa a un tercio aproximadamente de la cumbre; calculamos que nos separarían de ella unos cuarenta metros en línea recta, nada complicado si César era capaz de aguantar tan bien como lo había hecho hasta entonces; por lo demás tampoco había ningún lugar intermedio en donde poder organizar un segundo rápel: la pared era lisa como la palma de la mano.
No teníamos nada con qué inmovilizar la pierna; improvisamos una especie de vendaje con lo único que teníamos a mano: una camisa y un par de pañuelos. Después dispusimos la cuerda del rápel muy meticulosamente, era imprescindible que corriera con soltura cuando la recuperáramos desde la plataforma inferior. César bajaría detrás de mi; José Ángel desde arriba y yo desde abajo le ayudaríamos con una cuerda a mantenerse en la trayectoria del rápel, evitándole los posibles movimientos bruscos. Nos llegaron en aquel momento desde abajo las voces de Fulgencio e Ignacio, pero era imposible entender lo que decían.
Los ochenta metros de cuerda cayeron limpiamente sobre el vacío tensándose con un golpe violento sobre la driza que la sujetaba a la pared. Preferí no utilizar el descensor, un artilugio al que no tenía mucha simpatía; pasé la cuerda entre las piernas, la recogí por mi derecha y la deslicé por encima del hombro izquierdo cruzándola antes sobre el pecho; con la mano izquierda sujetaba la cuerda por arriba y con la derecha iba soltando poco a poco el cabo que pendía del vacío. Es un ejercicio sencillo que sólo requiere práctica y un poco de atención; la seducción del vacío es un componente adicional en los descensos, incluso en una circunstancia como aquella. Al principio todo fue bien, la cuerda se deslizaba a tirones debido a su rigidez; tras la plataforma venía una pared lisa; bajé despacio. Después, treinta metros más abajo, la continuidad se rompió y surgió un pequeño desplome surcado por un diedro vertical con una ancha grieta en su fondo.
Después del desplome el panorama fue decepcionante: el final de la cuerda del rápel oscilaba en el vacío dos o tres metros por encima de la plataforma.  ¿Qué hacer?
—¡Cuerda tensa!, ¡tensad! —tuve que gritar varias veces para hacerme entender— ¡La cuerda no llegaaa!, ¡faltan tres metroooos! —Calculé que la cuerda suplementaria que utilizaba de seguro sí alcanzaría hasta la plataforma porque era algo más larga que las de rápel; si fuera suficiente podría abandonar la de rápel y sujetarme a un bloque empotrado que interrumpía el diedro.
Con un trozo de cuerda hice un nudo corredizo sobre la del rápel y até el otro extremo a mi cintura; una vez estrangulado el nudo pude liberar dos metros más de la cuerda y bajé semicolgado estrangulando y aflojando el nudo que me sujetaba a la doble cuerda de descenso. Así llegué con la punta de los pies a aquella plataforma que entonces me pareció grande como una pista de baile.
Limpié de nieve la repisa, me aseguré, anudé un suplemento a la cuerda que colgaba, tiré de ella hasta igualar los dos cabos, preparé un amplio asentadero a César. La cuerda que me unía a él perdió tensión.
—¡Valeee!, ¡puedes bajar!, ¡sin descensooor! ¡No descensooor! —por fortuna entendieron bien que no podían utilizar el descensor, quedaría trabado en el nudo que hice para empalmar la cuerda suplementaria.
La mañana había avanzado un buen pellizco, aquellos cuarenta y tantos metros me habían llevado mucho tiempo. La línea del sol se acercaba rápidamente hacia la Apretura. ¡Primera fila del patio de butacas!, bromeé mientras ayudaba a desplazarse a César, todavía sujeto al rápel, hacia la butaca preparada frente al mayor espectáculo del mundo... música, maestro. Intentó sonreír; después se quejó un poco, ¡coño!, decía; pero eran unos coños cachazudos y desenfadados. Momentos más tarde volvíamos a estar los cuatro juntos. Cuando tiramos de uno de los dos cabos de la cuerda del rápel ésta se deslizó con una suavidad sedosa: José  había dejado todo concienzudamente dispuesto antes de aterrizar sobre nuestro nido.
Las incógnitas habían casi desaparecido después de este largo salto; no es que el resto hubiera que tomárselo a chufla, pero bajar rapelando, aunque fuera con una pierna chingada, iba a ser menos dificultoso a fin de cuentas que el descenso de las inclinadas pendientes de nieve que nos esperaban más abajo. En el siguiente tramo de treinta metros la cuerda se quedó trabada en una hendidura. Como teníamos cuerda suficiente para llegar abajo no lo pensamos dos veces: ya volvería alguien a por ellas otro día. Siguieron algunos rápeles más, algunas travesías por terrazas nevadas que fueron muy dolorosas para César, y por último, un estrecho canalón.
Al pie del corredor nos esperaba media docena de naranjas: nuestros amigos habían abierto un estrecho pasillo en la nieve y dispuesto todo para que se pudiera bajar con cierta comodidad a César en la percha. Mientras apurábamos las naranjas oímos voces: el equipo de rescate venido de Madrid estaba subiendo los primeros neveros de la Apretura. Eran las dos de la tarde. Ayudamos a meter a César en la percha  —una sillita de la reina que cuelga siempre estigmática en una de las paredes del refugio— y nos despedimos: ¡Suerte! Nos quedamos allí sentados, mirando cómo se alejaba el grupo de rescate valle abajo.
De pronto me había quedado vacío, miraba la nieve y la recortada cresta de enfrente y no me producían sensación alguna. Pensé en que era lunes y que aquella misma tarde estaría en casa y de nuevo tendría el martes por delante, y elmiércoles, y el resto de la semana. Le pedí a Ignacio y José Ángel que me disculparan, tenía necesidad de estar solo, nos veríamos en Guisando en Casa Macario. Comencé a bajar cuando todos habían desaparecido ocultos tras una depresión del valle.

La puerta del refugio soltó un chirrido áspero al cerrarse, la nieve yacía pisoteada y sucia alrededor; poco más allá volvía a recuperar su blancura; las formas de las ondulaciones eran graciosas, suaves, y el cielo azul, azul intenso. Mi mirada barría el frente del Galayar sopesando las curvas, posándose como una caricia sobre el granito verdigrís. Ningún razonamiento pudo cruzar mi cabeza en aquellos instantes; brotaban sin embargo sentimientos apacibles y lisonjeros, imágenes y recuerdos, decenas de rostros, el contacto cálido de la roca, el olor acre de mi cansancio.
Era todo muy liviano en aquella hora. Fui bajando con desgana por el centro de la ladera pisando la nieve; pero la emoción que me había llenado el cuerpo con tanta intensidad perdía fuerza, huía ahora, era inútil retardar el paso e intentar retener aquella onda que golpeaba ya contra la orilla de la tarde. Mi último sentimiento fue una ferviente gratitud para los amigos con los que había compartido la noche.


Rescate en la Oeste de la Amezúa. De alguna manera un homenaje a José Ángel Lucas




El Chorrillo, 16 de febrero de 2017

Me marcho mañana a Antequera con la intención de continuar el Camino Mozárabe de Santiago que abandoné hace años y antes de irme quiero dejar terminada una idea que me rondaba por la cabeza estos días. Ayer, después de haber recordado a José Luis Arrabal en aquel momento clave de su vida, me había prometido rebuscar entre mis notas un relato donde narraba un rescate en la pared Oeste de la Punta Amezúa en el que participé directamente por aquellos años. Lo encontré en un libro que escribí hace un par de décadas. El último invierno, se titulaba aquella novela. El relato y los personajes son fieles a los hechos de entonces. Rehago aquel relato en esa línea nostálgica que a todos nos aqueja cuando recordamos con cuanto amor y entrega a la montaña vivimos nuestros años más jóvenes.

Unos kilómetros más arriba de Guisando el camino serpentea entre pinos durante un largo trecho, el Nogal del Barranco; luego se arrima a la ladera este y emprende un repecho, sobrepasa un tojo clavado como un hito por encima del bosque y asciende después por una larga diagonal cortando por un terreno de tomillos y retamas. Por aquella trocha descendíamos aquella tarde José Ángel Lucas, Fulgencio Casado y yo. Estábamos llegando a la curva del tojo cuando logramos que José Ángel el silencioso soltara la lengua. Yo había pasado una larga temporada viviendo en los Alpes de la Lombardía y por entonces estaba desconectado de los compañeros con los que habitualmente escalaba. Le comenté que me había pillado lejos el drama del Naranjo, pero que entonces había oído su nombre en la radio cuando daban noticias de los equipos de rescate que intentaban aproximarse a la cordada del Miembro y Gervasio Lastra, que había quedado bloqueada junto a la cima del Naranjo, una empresa de extrema dificultad en aquel invierno y que implicaba escalar la cara sur y descender por el noroeste hasta la plataforma en donde habían quedado inmovilizados los dos compañeros.


http://tumbarral.blogspot.com.es

—Nos encontrábamos en la cumbre cuando sobrevolaron por primera vez los socorristas franceses los alrededores del Naranjo, contaba él. Habían estado esperando dos días por el viento.  Pudieron acercar el helicóptero casi hasta donde estaban ellos. —A José Ángel había que arrancarle las palabras de la boca. Yo apreciaba la naturalidad con la que daba detalles de un hecho que había mantenido en vilo a todos los medios de comunicación durante una semana.
Oyendo a este amigo volvía a recobrar el gusto por encontrarme una vez más entre estos compañeros, amantes anónimos, pensaba yo, de actividades incomprensibles, gente que de modo tan gratuito se despachaba la vida entre una montaña y otra. Sentí admiración por este hombre rubio de claros ojos azules. José Ángel era ambicioso, elegante —la elegancia de una ardilla pausada y meticulosa trepando por la superficie lisa de un tronco—, fuerte, comedido; apreciaba el silencio con el que envolvía su presencia. Es necesario amar a estos seres hermosos que surgen en el centro de todas las sinrazones para iluminarlas con un rastro de verdad, me decía a mí mismo.
José Ángel Lucas moriría en el siguiente verano en los Alpes bajando de la mítica pared de los Grandes Jorasses; la ascensión había poblado todos sus sueños desde hacía más de dos años. Sin embargo todavía tendría oportunidad de hacer un viaje con él y Marcelo en la siguiente Semana Santa a Sierra Nevada. Subiríamos algunos hermosos corredores de la Alcazaba y el Veleta y pasaríamos también una noche memorable sobre la cresta cimera de Sierra Nevada azotada con rachas huracanadas por el viento del norte. Después su vida se quebraría cortada bruscamente por la montaña, su amada.

 José Ángel Lucas y Marcelo en los corredores del Veleta

Mientras José Ángel contaba detalles del rescate del Naranjo habíamos llegado al Nogal del Barranco. Fue entonces que oímos gritos que procedían de la parte superior del camino. Un pequeño grupo se precipitaba por los últimos neveros con una prisa que hacía prever lo peor. Alguien había tenido una caída en el último tercio de la cara Oeste de la Amezúa y se había roto una pierna.
Empezaba a oscurecer. Estábamos tremendamente cansados después de un fatigoso día de escalada, sin embargo recuerdo que en los momentos posteriores, mientras subíamos precipitadamente de nuevo hacia los Galayos, sentí que mi cuerpo funcionaba como en los mejores tiempos; algún mecanismo interno respondía con precisión y prontitud a la demanda de un esfuerzo que sin el acicate del accidente habría sido imposible conseguir. Los tres chicos, muy jóvenes los tres, que nos informaron del accidente, siguieron camino abajo en busca de ayuda. Los tres conocíamos la vía en donde se había producido la caída y no nos pareció descabellado emprender aquella misma noche el rescate si encontrábamos el material suficiente en el refugio. A la altura de la Aguja María Luisa dos compañeros preparaban un par de macutos con el material necesario: cuerdas, algunos clavos, mosquetones, linternas, algo de comida, un par de sacos de dormir... Era difícil comunicarse con la cordada que había tenido el accidente; las voces, o se perdían entre los farallones o se las llevaba el viento que soplaba del valle; dedujimos que no había sido excesivamente grave el accidente: alguno de ellos se había roto una pierna, quizás un brazo también. Eran tres y se encontraban sobre un pequeño voladizo de la pared Oeste a treinta o cuarenta metros de la cumbre de la Punta Amezúa.
Se hizo definitivamente de noche. Bajo la Aguja Negra y la Punta Amezúa todo era negro como boca de lobo. Llamamos insistentemente hacia lo alto, pero fue inútil, las canales ramificaban nuestras voces hasta perderlas en la oscuridad. La ascensión a la cumbre por el Espaldar no era complicada; decidimos emprender la subida dando un gran rodeo a todo el Galayar hasta situarnos en la crestería cimera que daba acceso a la cumbre de la Punta Amezúa. Llegar por el norte era relativamente fácil; si encontrábamos dificultades vendrían más de la oscuridad, del frío o del estado de la nieve.
Había que darse prisa; subimos ágiles, sin chistar, como aligerados de cualquier tipo de cansancio. El frío era intenso pero pasaba, sin embargo, casi desapercibido para aquel grupo que tan insignificante y diminuto debería parecer a un observador alado que planeara por encima de la cordillera. Un manto de estrellas salpicando el cielo, dejando una muy débil claridad sobre las laderas de nieve, animaba la ascensión con la fantasía de un belén al que se le hubieran fundido las bombillas y sólo le quedara el rastro de la Vía Láctea.

José Ángel Lucas

Subimos frente al refugio por la estrecha canal que dobla hacia el norte entre el Torreón y el Pequeño Galayo. José Ángel abría camino en la nieve profunda. La noche brillaba hermosa y nítida sobre las lomas de La Mira. Doscientos metros más abajo se movían despacio tres puntitos de luz. ¡La cantidad de veces que habría podido recorrer aquellos corredores! ¡Con cuánta rapidez, pensé, las circunstancias de los últimos días, y más la de esos momentos, estaban haciendo revivir una pasión casi olvidada; tanto sufrimiento y tanta incertidumbre ante cada proyecto, cada escalada —siempre una incógnita sin resolver hasta que un día también la pared quedaba debajo de nosotros con su misterio desvelado—; la indecisión porque mi capacidad o mi  preparación pudieran no estar a la altura del objetivo. Y luego la textura del granito —cálida, opaca, fría, musgosa—, la rotundidad de un agarre, las líneas y rugosidades que cruzan las paredes como una promesa de continuidad hacia la cumbre —ambiguos proyectos de escalarlas, cavilaciones, probabilidades—; y el placer de elevarse en el aire por encima de nosotros mismos, y elevándose sentir la vida en las yemas de los dedos y en las puntas de los pies, el vacío, el escándalo de los grajos, el agua que fluye en el fondo, el refugio como una casita de juguete allá abajo! Y no quiero olvidarme de los amigos, de lo duros que les hacía el contacto con el peligro, de la filosofía ramplona y sagaz que respiraban todos ellos empleando cualquier resquicio de tiempo libre para hacer de su vida una aventura entrañable. Precisamente porque había estado durante mucho tiempo lejos de aquel ambiente tenía ahora una visión más objetiva y agradecida de aquel mundo.
El enigmático José Ángel continuaba precediéndome abriendo huella unos metros más arriba. Le pedí que me dejara sustituirle, era un trabajo demasiado fatigoso para una sola persona. El corredor se fue estrechando, dos paredes se alzaban a ambos lados formando pequeños resaltes negros. En ese mismo lugar, hacía un par de inviernos, encontramos una mañana el cadáver de un joven que había equivocado su camino perdido entre la niebla y la oscuridad de la noche; pasó muy al este del refugio y continuó subiendo extrañamente por aquella canal. Nadie supo lo que había sucedido, tampoco se le echó de menos en el refugio; no faltaba, cuando se llegaba en grupos numerosos, quien prefiriera dormir al principio de la Apretura al abrigo de algunas rocas. Eso debieron suponer los compañeros de aquel muchacho. La primera cordada que salió del refugio aquella mañana se lo encontró rígido de brazos abiertos colgando en la extremidad superior de un gran bloque de piedra que sobresalía en un lateral de la canal que sube a la collada del Gran Galayo. Al intentar meterlo en la percha su cuerpo helado, rígido como un palo seco, se rompía con un ruido sordo de huesos quebrados: no se podía bajar aquel cuerpo de otra forma; los huesos parecieron romperse en nuestro propio interior cuando intentábamos plegarlo para meterlo en aquella especie de camilla basculante. Mientras, su expresión mostraba un aspecto plácido, casi se escapaba de su rostro céreo una sonrisa patética en la comisura de sus labios amorotados.
No había escalado nunca con José Ángel hasta entonces; cruzábamos breves comentarios cuando hablábamos en grupo, pero sólo eso, él se escurría del parloteo en el que concurríamos la mayoría. Me hubiera gustado ser su amigo; su sencillez, su evasiva a participar en la charanga general me atraía, me gustaba ese amor romántico con que parecía vivir su trato con la montaña. Los tres puntos luminosos que nos seguían, Fulgencio, Ignacio y un hombre a quien no conocía, Juan se llamaba, nos alcanzaron en el collado. El camino a seguir era confuso debido precisamente a las linternas que eran útiles para ver dónde pisábamos, pero que no servían para una orientación general en un terreno complicado surcado de espolones y continuas subidas y bajadas.

(Se me ha hecho tarde, mañana continúo)


Un accidente en la Oeste del Naranjo. En memoria de José Luis Arrabal



El Chorrillo, 15 de febrero de 2017


Me dice esta mañana José Luis García en Facebook que me ha dado fuerte. Se refiere a esas entradas últimas mías en torno a Podemos. Sí, le contesto, me ha dado fuerte. Estoy realmente indignado por lo que está sucediendo. Así que voy a tratar con estas líneas de alejarme del tema.

Por los aledaños de mi choza corren vientos que inclinan las copas de los olmos, la pelambrera de un altísimo eucalipto. Me incorporo dentro del saco de dormir y miro hacia el exterior, las primeras luces del alba tiemblan en las ramas desnudas que el viento agita con violencia. Me recreo como otras tantas veces en estos primeros minutos de un día que comienza. Siempre es la mejor hora de la jornada, la más íntima y querida. Unos instantes en que mi cabeza se convierte en un hervidero de sensaciones y memoria agradecida. Cada mañana una madrugada diferente, así, un día me despierto con un cuerpo de mujer entre las manos, otro con el lamento de una ilusión a medio perder, como ayer por el asunto de Podemos, o un rato más tarde, acaso alentado por el reencuentro de un antiguo compañero de montaña que entra en tu Facebook, la tarde anterior lo fue Carlos Muñoz Repiso; su presencia en la pantalla de mi ordenador resucitó nuevamente un trozo de pasado. Nombres que bailan esta mañana en mi memoria y que levantan una nueva marejada de emoción a mi alrededor: Moisés Castaño, Gerardo Blázquez, Luis Bernardo Durán, Mayayo, el Pichón, Pedro Díez, José Ángel Lucas... tantos.


Y junto a ellos, esta precisa mañana, el rostro conmovedor e inane de José Luis Arrabal, el Miembro, en nuestra jerga de montaña de entonces, en la portada de un Blanco y Negro de hace un montón de años, tras ser rescatado un invierno en la pared Oeste del Naranjo de Bulnes. Rostro agotado y maltrecho por los largos días de lucha en las heladas paredes de la montaña más hermosa de Picos de Europa. Por aquellas circunstancias corren mis recuerdos de este ventoso día que comienza.

Hoy mi memoria lo rescata de una de tantas salidas que hacíamos por entonces a Gredos, Galayos, Picos, Pirineos, esta mañana es allá lejos, visto desde el teleférico de Fuente Dé, una mota de polvo subiendo por un estrecho sendero que discurría por los cortados que salvan en unos centenares de metros la plataforma que nos pondría camino de los Horcados Rojos y Vega Urriello. Nosotros le observábamos allá abajo, cargado con un enorme macuto, subir, fiel a un modo de entender la montaña, aquellos contrafuertes con un tanto de envidia por esa decisión tan firme de ganarse la montaña sin usar ningún medio mecánico. Subía solo, no tenía prisa. Nosotros en su lugar nos quitábamos del medio esa fatigosa subida desde Fuente Dé pensando que así conseguiríamos nuestro objetivo más rápidamente. No era fácil entonces reunir unos días y hacer un millar de kilómetros para subir una pared o alcanzar algunas cumbres. Nos perseguía un cierto espíritu de acumulación, cumbres, paredes, travesías, y para ello pareciera que tuviéramos prisa; si teníamos un teleférico lo tomábamos sin más. Arrabal era distinto, quizás aprendió de muy joven lo que para otros fue necesario que transcurrieran muchos años antes de comprenderlo, que en la montaña lo que cuenta es el camino, que las prisas por llegar a una cumbre, al final de una ascensión, rompen el ritmo del encuentro con las hadas de los caminos, con el ensimismamiento poético del que camina con la convicción de que la montaña es uno, parte de uno, que yo soy la montaña y el agua y los valles y el vacío que quedan bajo mis pies cuando asciendo por ella. Una realidad mucho más amplia que aquella que se nos quedaba entre los dedos de la mano cuando en unos pocos minutos aquel pájaro de hierro nos ahorraba el esfuerzo de trepar por los barrancos intermedios.

Le he recordado muchas veces cuando me he encontrado ante la disyuntiva de salvar un gran desnivel por medios mecánicos en vez de hacerlo a pie. Las fotografías que ofrecieron la prensa de sus últimos momentos, después de que fuera recatado por un ligero helicóptero francés, eran de una emotividad estremecedora; con sus largos cabellos negros, después de muchos días de inanición colgado en la pared, su rostro había adquirido la belleza y la adustez de un mártir. Para los que no conocen el caso, fue en los años setenta, la cordada Gervasio Lastra y José Luis Arrabal, conocido entre sus compañeros de montaña de Madrid como el Miembro, quedaron atrapados por el temporal muy cerca de la cumbre. Fue un hecho notorio a nivel nacional. Al final, tras el rescate, José Luis murió a consecuencia de una neumonía.

Se hizo solito una leyenda a base de poner en práctica todo lo que nosotros en teoría defendíamos pero no practicábamos: si los teleféricos no tenían razón de ser no los utilizaba, y tanto si tuviéramos tiempo como si no; ni siquiera consentía que le lleváramos la mochila en el teleférico, aquel artefacto que estaba de más en la montaña, como decía él; tampoco toleraba los nuevos artilugios que nos llegaban de Chamonix cada verano; con la cuerda era más que suficiente, solía decir; lo demás era buscarle cinco pies al gato.

Una larga melena negra le caía más abajo de los hombros. Lacónico, quizás una pizca de ironía en la línea de los labios, los ojos hundidos inquisitivos entre la pelambrera de santón y la barba ensortijada de eremita. De ideas precisas, burlón, breve. Pocos debían de saber en qué consistía su vida. Ni era tiempo de melenas aparatosas aún ni momento de actitudes tan decididas. Aquel invierno su muerte, al final de la tragedia, fue dignificada con un puñado de patéticas y conmovedoras fotografías en las páginas de todas las revistas del país. Acaso representaba una aspiración que otros no fuimos capaces de asumir. Su última imagen, tomada por un fotógrafo de Blanco y Negro pocos minutos antes de su muerte, era la fotografía de un bello y noble rostro; el sufrimiento le dejó una cálida huella de humanidad en la expresión.



Aquel invierno convirtió en blanco sudario la euforia del reto. La belleza del invierno se posó, metálica, en los jous, exánime belleza, yerta conmoción de los sentidos, como un estilete penetrando exangüe la calma blanca, el alba impune. La radio daba noticias de tanto en tanto, los periodistas seguían con potentes prismáticos desde Bulnes y Camarmeña la evolución de unos pequeños puntos oscuros que se movían apenas en el filo norte del último tercio del Picu. Lo que recogían los prismáticos y los teleobjetivos era un pálido remedo de aquella tumba blanca. Contemplé su rostro en los periódicos, no era un rostro agonizante, tenía la aureola de los místicos y la expresión seráfica y austera de quien atravesó todo sentido y todo deseo y se había instalado en una belleza concluida y permanente; como un dios a punto de dormirse, desgreñado, beatífico. El helicóptero lo rescató sobre un resalte imposible cuando aún le quedaban unas pocas horas de vida; hablaba sereno, tranquilo, había una espléndida paz en su expresión.

* * *

El mudo silencio de las cumbres nevadas, el silencio. La inalterable laxitud de las laderas, imperturbables, soledad, silencio. Ni tan siquiera un grito, un desespero: el silencio, acaso algo de nieve que se desprende en una cornisa, que barre una cuerda que se mueve cansada, fuera de toda esperanza. Hace días apareció un helicóptero, produjo un pequeño alud en la acanaladura del diedro superior, la nieve bajó produciendo un breve gruñido primero; después creció arrastrando más y más nieve a su paso; cuando cruzó junto a nuestro vivac fue un espectáculo atronador y doloroso; después se precipitó con estruendo en los canalones de la cara norte, sólo quedó el eco de un escalofrío, volvió el silencio. El día posterior volaron dos alouettes junto a la pared, hicieron fotos, intentaron decirnos algo, fue inútil, la tarde cayó mientras nos comíamos los últimos dátiles de nuestras provisiones. Esa noche soñé que sobrevolaba las cumbres en un aparato de aquellos de vuelo sin motor; me abrumaba el silencio, la calma, la absoluta quietud; las canales yacían lívidas, aturdidas de sosiego, como empantanadas en una tregua innombrable. Yo era el único ser vivo del Planeta, el caos y la confusión habían acabado con todos sus habitantes y yo volaba por el reino de la única verdad, ahíto, con el pecho helado, constatando que durante mi ausencia en el Reino del Silencio la Tierra había roto su pacto con el hombre y lo había condenado a un destierro lejano, quizás a la muerte. Antes de despertar mordido por el frío una vez más, tuve aún la certeza de que yacería aquí de por vida. Era un sueño estimulante; mis pies había dejado de sentirlos hacía tiempo, apenas nos alimentábamos con otra cosa que no fueran restos de algunos frutos secos y unos dátiles; ayer ya no nos movimos en todo el día del vivac, era mejor morirse allí con la sonrisa boba de los congelados que malgastar nuestra poca energía disponible en intentos imposibles; apenas podemos utilizar las manos para alcanzar las pocas almendras que nos quedan, ¿qué más podemos esperar?





Los inscritos de Podemos, responsables


El Chorrillo, 15 de febrero de 2017


¿El problema de Podemos no será sus propios inscritos, sus militantes, una parte mayoritaria de ellos? A dos o tres días de los sucesos del domingo he llegado a la conclusión de que el problema real de Podemos no es Iglesias, ni Echenique ni parte o todo el equipo de Iglesias. A la conclusión que he llegado es que el problema probablemente esté alto porcentaje de inscritos que votan algo que apenas nada tiene que ver con los fundamentos democráticos en los que creíamos los que empezamos a militar en las filas de Podemos.





Las maravillas y la admiración que producían las asambleas del 15M (un 15M que huía horrorizado de mostrar cabezas visibles, líderes de cualquier tipo) cuando te dabas una vuelta por ellas, ese espíritu tan respetuosamente democrático que allí se respiraba, ese clima que se palpaba en las calles cuando recorrías España y te encontrabas lo chiringuitos y tenderetes en las plazas de los pueblos y ciudades de todo el país, ese espíritu de estábamos dormidos y hemos despertado, de gritos por una democracia real, Dios santo ¿Dónde ha queda?

Los dirigentes de Podemos dijeron tomar esa antorcha, aprovecharon la ilusión que entre todos habíamos creado en la calle y fundaron un partido... crearon un partido y fueron poco a poco pervirtiendo todo aquel espíritu hasta no dejar mi huella de él. Se aprovecharon, nos dijeron que "de momento" había que construir una maquinaria de guerra para ganar a Rajoy y que para ello se necesitaba un líder con extensos poderes que asumiera el control del partido. Nos dijeron. Ya, puro cinismo, pura mentira; ahí los tenemos hoy, fabricando sistemas electorales para perpetuarse a sí mismos como cualquier dictador bananero, ahí lo tenemos, seguidores adoradores del ídolo, acríticos, adscritos a las artimañas del poder de siempre que busca perpetuarse a sí mismo. Inteligentes diseñadores de una estrategia destinada a aplastar a los demócratas, a todos los que piensan de una manera diferente o que no les aplauden lo suficientemente fuerte.

La imagen de este líder "indiscutible" cada vez se parece más a la de aquel señor del bigotito con la mano en alto coreado por la multitud en las calles de Berlín en los años treinta del pasado siglo. El carisma que pervierte la democracia es algo que pueden pagar caro los pueblos. Sí, señor, algo huele a podrido, y no precisamente en Dinamarca.

Y todo esto, y ahí está la madre del borrego, votado y elevado a verdad única con la que trabajar por más de la mitad de los inscritos de Podemos. Real y definitivamente los responsables de esta deriva de Podemos hacia una liderocracia asistida por psicólogos y científicos del marketing del manejo de masas son gente que sabe de psicología. Uno se pone a considerar cómo pueden haber votado una parte considerable de los inscritos y se le cae el alma a los pies pensando cómo el señor Echenique y otros urdidores de trampas podían estar sonriéndose para sus adentros pensando cómo el votante medio iba a realizar su voto. Sagacidad no les ha faltado, unos breves cursos de psicología para conocer a fondo el comportamiento del volante medio ante el ordenador o el teléfono, eso y algunas triquiñuelas más de rango mayor, y asunto hecho. Primero convencemos al personal para que vote una norma electoral moralmente impresentable, principio de todos los desmanes y punto de arranque para comprender la inmoralidad de un procedimiento (y que casi la mitad de los inscritos votó, válgame, Dios); después tiramos un poco de la máquina del fango (por cierto, ¿sabe alguien de dónde ha salido el dinero de la campaña de Iglesias y su equipo?) y ya está, el asunto marcha.

No hay que extrañarse, a nivel nacional sucede otro tanto de lo mismo. Lamentablemente tenemos la España que nos merecemos, el resultado de las elecciones generales muestran hasta dónde jubilados y gente desfavorecida por el reparto social y económico es capaz de votar contra sí mismas dando su voto al PP; en Podemos imagino que sucede algo parecido. No imagino a ningún militante de Podemos ante la tesitura de una ley electoral a nivel nacional votando algo diferente a cada persona un voto; y sin embargo contemplad lo que se vota en el interior. ¿Recordáis cómo Felipe González, defensor de la no entrada en España en la OTAN fue capaz de dar la vuelta a la tortilla reconvenciendo a la mayoría de los españoles para que votarán posteriormente nuestra entrada en ella? A eso se le llama hacer comulgar a la gente con ruedas de molino, lo mismo que han hecho Echenique e Iglesias con su Desborda, que a estas alturas se convierte en una marca que les va a delatar mientras les dure la vida.

Es probable que incluso con el sistema electoral que proponían Recuperar la Ilusión o los Anticapitalistas hubieran salido con mayoría, pero ahí está el hecho que los define como poco amigos de la democracia que, además, bendijeron y santificaron un cuarenta y tantos por ciento de los votantes. Si algo huele muy a podrido en Podemos es porque una mayoría de votantes han ratificado este fin de semana un proceder que cada vez se parece más al que regularmente se usa en el PP o en el PSOE. De seguir así, para el próximo congreso Iglesias tendrá las mismas  atribuciones que el señor Rajoy. Todo irá a peor si alguien no lo remedia. Como me decía un amigo hoy, Podemos ya no nos sirve, necesitamos recolocarnos para volver al espíritu democrático del que somos herederos. De nuevo no nos representan, la nueva casta se ha hecho con el poder. Se necesita un líder con que volver de nuevo a las raíces. Esperemos que poco a poco los demócratas de verdad se vayan cayendo del guindo, que decía un comentarista esta tarde, para poder volver una vez al espíritu que nos dio vida en las calles de toda España.

Decadencia moral en Podemos



El Chorrillo, 14 de febrero de 2017

Que se nos cuelen/se me cuelen por los resquicios del entendimiento tantos tantos errores de apreciación respecto a algunos líderes de Podemos es algo que a las puertas de los setenta debería avergonzarme, que después de tantos años, tantas experiencias y tantos libros leídos uno no sepa distinguir a primera vista a un bribón, un farsante, de una buena persona es algo que a veces me descorazona. Uno, que va de inocente por la vida, una ingenuidad a veces aparatosa, termina cayéndose del guindo tan tarde que cuando echa la vista atrás se avergüenza de haber defendido a capa y espada a personas que más tarde resultan cuanto menos ser bochornosamente vulgares, cuando no moralmente depravados.

¿Por qué uno puede llegar a equivocarse tanto? Probablemente porque estamos tan tan deseosos de encontrar un camino a la esperanza que cualquier charlatán disfrazado de poeta, gurú o dirigente político que pueda alimentar nuestros deseos de cambio y justicia puede engatusarnos con tópicos hechos a la medida de las circunstancias. Tengo en este momento en la cabeza a Monedero, pero hay otros muchos; aprovechados, conspiradores, ansiosos por detentar el poder, mentirosos, trileros. Un puñado de gente de Podemos ha pasado por ese proceso de metamorfosis a lo largo de estos dos últimos años por mi cabeza. Gente a la que apreciaba, escuchaba con gusto y sentía que defendían mis mismas ideas y a los que poco a poco sus actos van desenmascarando hasta el punto de convertirse, en una nueva percepción liberadora, en auténticos usurpadores del espíritu más noble y solidario de aquellos días del 15M. Que Monedero me parezca hoy una auténtica basura después de haber leído alguno de sus libros y muchos de sus artículos tiene que ver con el hecho de que junto a la inteligencia de algunos individuos crece en su interior una tal bajeza moral que es imposible que sus palabras, sus escritos, sus ideas puedan sostenerse tras la capa de estiércol que las cubre. Coloco bajo estas líneas un ejemplo de lo que digo; quizás ello me ahorre más explicaciones.



Respecto a Pablo Iglesias, aparte su engreimiento y la soberbia que derrocha a todas horas (unidad y humildad: ja, ja y ja), y frente a la cual yo quise ser sordo durante tanto tiempo cegado por el buen papel que desempeñó en la creación de Podemos (nunca dejaremos de agradecérselo), sólo empecé a verlo claro en cierta ocasión en que tachó a Cayo Lara de miserable moral porque éste había defendido que lo de Espinar era una sencilla especulación; lo dijera Agamenón o su porquero, añadía. En aquella ocasión pillé un tuit del profesor Torres López en el que contestaba a Iglesias diciéndole que ya quisiera éste ser la mitad de honesto que Cayo Lara. Tras las bambalinas empezaba a comprender muchas cosas. La consideración del líder, a la que yo me había sumado de buena ganas aunque no sin buenas raciones de crítica, estaba viniéndose abajo. Tras esto no tardó en llegar el mes de diciembre del pasado año, en que Iglesias, volcando todas sus fuerzas en montar los mecanismos para conseguir un poder absoluto, de él y sus allegados, dentro del partido, diseñó/diseñaron un modelo electoral que punto por punto pudiera consolidar a su equipo en una estructura piramidal propia de un régimen dictatorial. Se volcaron en ello. Salieron vencedores. Los inscritos de Podemos partidarios de esta visión autocrática del partido fueron mayoría.

Iglesias, de haber pasado a la historia como cabeza de la creación de un partido que recogía la antorcha que había prendido con el 15M, pasaba a constituirse en una especie de líder carismático que asumía con esa mayoría absoluta que caracteriza a los regímenes totalitarios las riendas y los hilos de todo el aparato, sostenidos de cerca por aquellos a los que Luis Alegre había dado el honroso apelativo de conspiradores.

El tercer ejemplo de este largo recorrido de desmitificación recae en la persona de Pablo Echenique, defensor a capa y espada de un reparto del poder en el partido, defensor de una secretaria colegiada. Todavía le estoy viendo en Vistalegre desde su silla de ruedas retando a Pablo Iglesias a organizar un partido democrático con un reparto de poder, algo donde las bases asumieron muchas más responsabilidades, todavía le estoy viendo… pero no, por el camino este hombre cambio de opinión y entonces la democracia ya se la trajo floja, chúpame la minga, sí, y entonces se dedicó “científicamente” a algo que sirviera provechosamente a su jefe y últimos allegados para estar en lo alto de la Torre de Babel. Echenique tiene menos votos que Errejón en las últimas elecciones y sin embargo está por encima de él, “tiene más puntos”. ¿Cómo? Misterio de la fe. El señor Echenique, científico de profesión, echó mano de la ingeniería electoral y sacó de su chistera ese conejo. Algo más difícil que transformar el agua en vino, pero, sí, señor, lo consiguió. A través de este juego de magia que votaron los adeptos de Iglesias, se consiguió, por ejemplo, que Urbán y su equipo, que hubieran conseguido siete representantes en el CC en un justo e irrenunciable proceso proporcional, tuvieran solamente dos. Ya me contarán todos los inscritos de Podemos que votaron Desborda cómo coño algún día van a defender en el futuro una justa ley electoral a nivel de estado después de votar esta obra maestra del simpático Echenique. Mamandurrias donde las haya, señores inscritos votantes de Desborda.

Y el señor Manolo Monereo, ¿eh?, recién llegadito del PC arremetiendo contra Errejón desde las columnas de El Cuarto Poder, de fuera vendrán y de casa me echarán, y bendecido por Iglesia? Tan descarada la cosa que no tiene desperdicio.

Sí, ya me estoy viendo a los hooligans de turno aporreando bajo estas letras con insultos y delicadeza por el estilo. En Reddit hay muchísima gente que razona y argumenta impecablemente, pero, amigo, no les digas a los otros algo que no les guste porque ya han sacado la navaja para destriparte y ponerte a parir (de argumentos nada, que eso no está al alcance de todos).

El tema de mi argumentación es sencillo. Nuestros deseos más caros intentan cobijarse contra las inclemencias del tiempo, contra la injusticia allá donde puede o tiene oportunidad; surgen entonces los líderes, buenos y malos, los gurúes, las gentes de buena voluntad, los mentirosos, los carentes de moral. Y todo está tan revuelto, que uno confunde sus sueños y se agarra a una clave ardiendo. Y ese clavo ardiendo puede ser un rufián, alguien netamente inmoral, como ese señor profesor del perro de Goya, también él con un aire de arrogancia y chulería de hacer vomitar, o gente de bien. Y ahí es donde uno se puede equivocar. Ahí es donde a mi me duele, me duele seguir siendo el imbécil de siempre que volcó su lucha y su ilusión tras la muerte de Franco en los que todos sabéis y que ahora tantos años después ha vuelto a caer en la misma trampa con Iglesias y sus cortesanos de turno.

No voy a anular mi inscripción a Podemos, me han convencido para que siga aquí dando la vara, aportando mi grano de arena para intentar que esta perversión que se ha producido en Podemos se revierta o que en el peor de los casos ese tercio que componemos el partido y que defendemos una organización realmente democrática reunamos fuerzas suficientes para crear un nuevo partido, que acaso no tenga unos objetivos muy dispares a los del partido actual, pero que por lo menos salve a la gente que ha puesto ilusión en el cambio de esa decadencia moral en la que ha entrado Podemos.



La Alta Ruta de Gredos


El Chorrillo, 13 de febrero de 2017

Días atrás algunos compañeros de montaña del Facebook rociaban sus perfiles con el aroma de los recuerdos, precisamente de una casi legendaria ruta que con tanto entusiasmo recorríamos cada invierno en Semana Santa hace ya unas décadas; tiempos de cuando éramos jóvenes y trajinar por Gredos, hacer la integral del Circo, vivaquear junto a la Laguna Grande helada, subir el estrecho corredor que llevaba a la cumbre del Almanzor, o trepar por la pared del Perro que Fuma eran la materia de que estaban hechos nuestros sueños cada fin de semana que se aproximaba. Hablaban con emoción de la Alta Ruta de Gredos, una empresa señera que reunía a montañeros de toda España sobre la cordal que lleva desde los altos de la Sierra del Valle, el puerto del Pico, la Galana, el Circo de Gredos, hasta el valle de Bohoyo, el pequeño pueblo serrano que nos recibía al final de los tres días de travesía con la hospitalidad de la buena comida y el calor de haber cumplido un hermoso proyecto.

 Alta Ruta 1969. Camino de La Mira

Mi memoria de aquella Alta Ruta está hecho de retales, aquí o allá un recuerdo, una larga marcha por las lomas tras el puerto de El Pico, una noche heladora sobre la dorsal anterior a la Galana en que el techo de la tienda había condensado nuestra respiración convirtiéndolo en una plancha de hielo, una delicada travesía bajo Los Campanarios después de haber dejado atrás Los Galayos, un descenso con los esquís desde el Morezón por una pendiente de nieve que para un pato del esquí como yo imponía un respeto considerable. Un día en que el la hoya del Circo de Gredos se convirtió en un hervidero y en que era necesario esquiar sin ropa y hacer tenderetes con bastones y esquíes buscando un poco de sombra en el propio Circo cuando llegó la hora de la comida. Y a la mañana siguiente, cuando la luna y un sol hundido todavía en levante pintaban dos laderas, una pálida y amarillenta, otra de luz de amanecer, en medio de las cuales ascendíamos lentamente empujando nuestros esquís sobre una nieve polvo tendida en la oscuridad con su tenue color rosado. Las sombras devolviendo sus formas al paisaje incipiente que surgía de la noche y el silencio, hurgando en los huesos junto al frío punzante de la madrugada. Las piernas probando esas mañanas el sabor de las horas memorables, llana y admirable simplicidad de ese mundo blanco, inhóspito y tan bello. Las pieles de foca acariciando apenas la nieve con un ritmo preciso, siseante, matemático; los bastones dibujando círculos alternativos junto al camino. Lejos, delante, detrás, otros grupos que ascendían por el borde del alba. La fila alargándose hasta perderse en los promontorios superiores de la Laguna Grande. Han pasado muchos años desde aquello, pero con cuánto calor los retiene todavía la memoria.

 Alta Ruta 1969. Gerardo Blázquez

Tras sobrepasar la Galana, ya con el sol rosando el manto blanco del delicado paso del Belesar, donde a veces era conveniente colocar cuerdas fijas para facilitar el paso, el callejón de los Lobos a la derecha, la fuente de Los Serranos más abajo, el mundo se volvía más humano, teníamos enfrente el larguísimo descenso de la garganta de Bohoyo, un valle blanco que pareciera perdido en algún remoto rincón del mundo. Al final Bohoyo se convertía en una fiesta donde comer un trucha tras otra alternada con largos sorbos de vino blanco era el placer de las grandes ocasiones. Mi última Alta Ruta no acabó en borrachera de milagro. El vino y las truchas me produjeron un bienestar tan reconfortante que me quedé sopa nada más subir al autocar. Las murallas de Ávila se veían en la ventanilla cuando desperté de mi modorra. Mi cuerpo era una cosa cálida y feliz mientras las montañas nevadas iban quedando lejos.

Busco en viejos álbumes de fotos algún rastro de aquellos días. Sólo se salvaron cuatro o cinco imágenes. En una aparece Gerardo Blázquez, en otra el Pichón, Enrique del Pozo; también Manolo, Javier Mayayo, Pedro Díez, alguien de quien no recuerdo el nombre. Alta Ruta de 1969, dicen los pies de foto. Los rostros se confunden en la memoria. 

Alta Ruta 1969. Pedro Díez, Javier Mayayo, Alberto de la Madrid, y ?

 Alta Ruta 1969. Manolo
 El Pichón (Enrique del Pozo). Alta Ruta 1969