Podemos. Recuperar la ilusión


Madrid – Quintanarraya, 28 de diciembre de 2016

Uno de los pilares esenciales de un partido es que tenga credibilidad democrática, algo que no es el caso de Podemos después de que sus principales dirigentes elaboraran un sistema electoral no proporcional fabricado para perpetuarse ellos mismos en los órganos de dirección. La gente de Iglesias ha caído en la misma trampa obvia de todos aquellos que pretenden el poder a toda costa. En el caso de Podemos peor todavía porque siendo portadores de la herencia del 15M vilipendian todo ese fresco espíritu que asumía una democracia real. Es imposible no sentirse engañado y tratados como unos imbéciles con su propuesta Desborda. El que ésta se haya llevado curiosamente la mitad de los votos indica que un cincuenta por ciento de los partidarios de Podemos comulgan con el manejo inmoral de Iglesias y Echenique. Abajo está el gráfico que los delata. 

 

¿Pone en cuestión a toda la cúpula del partido este sistema electoral? Por supuesto que lo pone. Si se atreven a este descarado manejo para conservar su situación de ventaja en este momento, qué no harán en el futuro para imponer en el partido por encima de otras consideraciones sus propias ideas. Ya nos olieron mal a muchos en el Primer Vistalegre el que Iglesias, representando a la opción ganadora se negara a integrar propuestas de otros grupos en su proyecto, que no aceptaran una representación colegiada (que por otra parte defendía con ahínco entonces Echenique y que después de ser fichado por Iglesias sustenta lo contrario); que dijera taxativamente que los que no habían ganado tenían que desaparecer, echarse a un lado.

A los que contemplamos entonces aquel espectáculo algo nos chirriaba en los oídos, pero aceptamos que acaso era verdad que había que asumir una maquinaria de guerra para hacer frente al PP, pensando que después vendrían tiempos mejores y más tranquilos para asumir unos principios democráticos más acordes con el espíritu de la ilusión que habíamos depositado en el nacimiento de Podemos.

Quizás fuera verdad que el calendario posterior y la premura de las elecciones autonómicas y generales no dejaron mucho tiempo para otras cosas y el tiempo deslució el trabajo clave de los círculos traspasando toda la acción a los órganos de dirección. Quizás en este punto esté la clave de la deriva errónea de Podemos ya que dos años de exposición permanente de muchos líderes en los medios ha podido hacer creer a estos que ahora lo que tocaba era perpetuar su presencia en los órganos de representación. Ni casta ni leches, ya estábamos otra vez metidos en el círculo infernal de siempre y, los que antes tildaban a la clase política de casta se hacían sin dudarlo casta a su vez. La nueva casta, ésta sin corbata, subvertía sus valores y, echando mano de manejos espurios, buscaba perpetuarse como órgano de poder. ¡La leche!

¿Qué queda a partir de aquí? De momento delatar a bombo y platillo los chantajes (esa ridícula e infantil pretensión de Iglesias de pensar que sin él se va a hundir el mundo, el hombre no quiere ser un florero, él sólo quiere monopolizar esos cinco millones de votos confiados, sólo eso); delatar las triquiñuelas para acaparar órganos de dirección; delatar un sistema electoral que premia a los que ya están en sus poltronas; delatar un modo de hacer desleal y fullero; convocar de nuevo a la maltratada honestidad para que no falte en ningún momento en nuestros actos.

Queda también buscar la honestidad en otros predios, de momento en aquellos que, creo yo, están más cerca de asumir un sistema democrático en donde cada persona es un voto y en donde los que puedan vencer deben comprometerse a asumir en alguna medida propuestas de otros grupos.

Hay mucho personal por ahí que está deseando que todo se vaya al carajo, agoreros, gente que aparte de calentar el sofá de su casa y hacer una crítica fatalista y fácil, parece estar buscando la perpetuidad del PP, de la corrupción, de una injusticia ultrajante. Recuperar la ilusión parece el único camino posible en esta situación, una situación sangrante en donde los votantes del PP parecen reproducirse como un tumor imparable.

Hoy ya no estoy en mi choza, hoy el ermitaño se hace peregrino y toma un autobús en avenida de América rumbo a Quintanarraya a treinta kilómetros de Santo Domingo de Silos, donde hace un par de años abandonó la Ruta de la Lana sorprendido por un dolor de espalda que no le dejaba caminar. El ermitaño, caminante incansable, había retozado ya demasiado en los brazos de doña pereza y por fin, tras los mazapanes, los turrones y las fiestas con la familia ha decidido menear el culo y ponerse en marcha. Rara costumbre esa de esperar al frío para ponerse en marcha. No se crea tan rara. El ermitaño actúa científicamente, jeje. Es el caso que cuando uno echa la vista atrás para averiguar qué ha hecho en el pasado que le haya proporcionado especiales placeres, se encuentra con que cierto invierno de temperaturas bajo cero y campos embarrados arrancó a caminar una madrugada a las seis de la mañana en medio de una oscuridad pastosa que dejaba Sevilla a sus espaldas y, de ello y sus días, semanas y meses subsiguientes, brotaron tantos placeres anexados al frío y al esfuerzo que éste no ha podido resistir la tentación de repetir la experiencia. Buscar el placer de dispersas sensaciones que pueden visitarte pateando el país es a mi modo de ver una de las cosas más lindas que uno puede hacer para matar el tiempo mientras le llega la dichosa hora final. Si a eso le añadimos estas ganas de ir dejando por ahí el testimonio de cómo entiende el caminante que es bueno orientar nuestro trabajo de cambiar el mundo, tanto mejor.



Al rato de escribir esto abro el periódico y me encuentro en la cabecera de El Mundo a Iglesias pidiendo perdón por el espectáculo que están dando. Buen gesto, pero podía haber aprovechado para ser más explícito y poner en letra las razones del alboroto. Más, bajo esa misma noticia aparece el más de lo mismo, la confirmación de la sustitución de Manuel López como portavoz de la Asamblea de Madrid. Habrá que esperar, pero no parece que tras esa carta haya una decisión de cambiar realmente de actitud.



Iglesias, ¿al borde de la "miseria moral"?


Desde mi choza, 24 de diciembre de 2016


La mañana es bonita, un sol acariciante baña la parcela. Hoy demoré dentro del saco de dormir hasta que el sol entró a través de un resquicio de la hiedra en mi choza. En el duermevela del amanecer acaricié algunos cuerpos bonitos de mujer, después hice un poco gimnasia en el bosquecillo de acacias; mientras tanto algunos carboneros y gorriones bajaron a desayunar sus pipas en el comedero frente a la choza. Desayuné y tras cepillarme los dientes bajé a la zona sur de la parcela para poner en marcha el cortacésped. La hierba y las hojas del otoño iban desapareciendo dejando un trazo alfombrado de verde a mis espaldas. El acto de cortar el césped propicia mis reflexiones matinales. Hoy le ha tocado a Podemos. Ayer me había ido a la cama con un regusto amargo, no resistí la tentación de enviar a Espinar un tuit ironizando su pretendida unidad del partido después de dar una patada en el culo a José Manuel López; también envié otro a José García Molina, el secretario de Castilla la Mancha que días atrás hablaba sobre los que sobran en Podemos, el partido de la gente donde la mitad de ellos parecen sobrar. Si no fuera porque pasaban de las dos y media de la madrugada habría descargado mi enfado con otros dirigidos a Monedero, Iglesias y una larga lista de dirigentes que, ciegos como nunca han podido estar dirigentes políticos, están empezando a cargarse lo que la ilusión de miles y miles de españoles habían empezado a construir en estos dos últimos años.
Con estas cosas iba yo en la cabeza mientras el cortacésped hacía monótonamente su trabajo. Me daba lástima que la gran capacidad de Iglesias y sus compañeros para aglutinar en torno a una palabra tanta ilusión de futuro, a estas alturas, convertida en una obsesión por transformar el partido en un apéndice de sus propias y exclusivas ideas, convertida en un afán irrefrenable de imponer su persona al resto del personal, estuviera empezando a socavar las más elementales normas del buen hacer entre personas de buena voluntad. A estas alturas su estrategia cada vez se parece más y más a ese personaje de Susana Díaz rodeada por la cohorte de la Gestora y sus "barones" de pacotilla. El fanatismo con el que han defendido a Espinar negando la inmoralidad con que este se lucró -con el dinero de todos-, y sus consiguientes desbarres (dramático fue aquel tuit contra Cayo Lara acusándole de miserable moral porque éste había tuiteado con mucha coherencia lo siguiente: "Especular es especular. Y hacerlo con una vivienda protegida es especular, lo diga Agamenón o su porquero."); el fanatismo con que han defendido estas semanas una injusta y nada proporcional forma de votar en el próximo congreso (ya me dirán ellos cómo van a defender ahora su denostada esa proporcionalidad que han pedido siempre a gritos en las Elecciones Generales del Estado).
Esa expresión, miseria moral, me tintinea en la cabeza mientras arrastro el cortacésped entre el prado de las acacias donde las azaleas, las cañas índicas, un membrillero y un madroño desperezan al sol de la mañana. ¿No hay algo de miseria moral en unos dirigentes que haciendo uso de miles y miles de melifluos y demagógicos tuits y declaraciones a la prensa pretenden hacernos comulgar con piedras de molino con un sistema electoral hecho a la medida de ellos mismos? Propongamos un sistema electoral que consolide a toda costa nuestra hegemonía, que nadie nos haga sombra. Eso dicen a voces las propuestas de Iglesias y Monedero (sí, un Monedero poeta y lúcido al que admiraba y al que ahora se le ve descaradamente ya el plumero. Más vale haberlo comprendido a tiempo, no vaya a ser que nos la dejemos pegar como hace décadas por el tándem Felipe González-Guerra).
La obsesión por el poder, la obsesión por imponer las propias ideas contra viento y marea, el chantaje anunciado de Iglesias de renunciar a esto o lo otro  pueden estar preludiando ya mismo las mismas enfermedades que han aquejado a todos aquellos que diciendo querer apoyarse en la gente lo que hacen es utilizar a la gente para intentar conseguir objetivos que más parecen propios que ajenos, por mucho que fueran destinados al bien común. El blablabla tuitero, en donde Echenique ha empezado a mostrarse también tan brillante como anacrónico es a estas alturas desmoralizante.
Me jode escribir todo esto, me jode porque estaba empapado de Podemos hasta la médula de los huesos y  porque veía en ellos la única esperanza para este país de mangantes y fascistas edulcorados, y estoy empezando a darme cuenta de cómo gente capaz y bienintencionada, aupada por la fama y el prestigio social pueden convertirse, a través, eso sí del voto conseguido de mala manera (ya los querría yo haber visto, si fueran honestos, proporcionándonos un gráfico comparativo de su sistema Desborda en relación con otras tendencias y con las del propio Estado) en paladines de una nueva política que en poco o nada difieren de la del PSOE o el PP. Rajoy pone toda la carne en el asador para seguir gobernando en este país; Iglesias y los suyos, con Monedero a la cabeza, hacen lo propio intentando ganar espacio político con las mismas mañas de aquel fatídico bipartidismo que tanto criticaron.
Nos estáis jodiendo, estáis jodiendo el espíritu del 15M. Casta sin corbata, pero casta; casta de nuevo cuño, aquella que quiere anular las otras voces en vez de integrarlas en justa proporcionalidad. Probablemente, pienso, vuestro neolenguaje, vuestras matrículas y vuestros méritos académicos pudieran atajar algunas de estas consideraciones con conceptos y palabras que acaso no pudiera comprender totalmente, acaso; pero ya que parece que la gente parece ser vuestro sostén y razón de hacer política, tenedlo en cuenta; yo y muchos como yo somos gente, parte de esa gente a la que pretendéis representar. Os estáis equivocando de parte a parte; o integráis a "los otros" y asumís la representación proporcional que os corresponde o esto se va al garete. Sería lastimoso que nuestros hijos, nuestros nietos pudieran referirse a Podemos como esa esperanza frustrada que brotó a mitad de la segunda década de este siglo.


Shifting Dreams



El Chorrillo,  11 de diciembre de 2016



En el periódico encontré un vídeo, una mujer, Caroline Ciavaldini (el documental: Shifting Dreams), escalaba el Grand Capucin por una vía de gran dificultad. Media hora; y siempre mirando lo que allí sucedía con un ligero temblor en el cuerpo, grandes placas de granito, techos, un vacío absoluto y el movimiento gimnástico y continuado de una mujer que como una leve araña ascendía y ascendía por aquel mundo vertical. Y sucedía esto al cabo de un día más en que mi cuerpo se niega, fuera de los trabajos caseros, a hacer otra cosa que no sea leer o mirar el horizonte mano sobre mano. Ando acobardado últimamente, sé que necesito tomar el aire, ascender alguna montaña, perderme por los bosques del Guadarrama, pero mi ánimo está bajo y me amedrenta la soledad, el frío, mis rodillas hechas una mierda desde hace meses; también la noche, esa que precede al alba y que tiempo atrás fue fuente de tantas sensaciones excepcionales, momento espléndido del día que empezaba a tomar cuerpo en el solemne silencio de las noches de invierno. El ermitaño está en crisis, el ermitaño está perezoso –la pereza siempre tan fuerte como la vida misma–. El autoengaño de creer que todo es bonito y de que el cielo sobre nuestras cabezas no esconde turbulencias y pequeños desiertos de tristeza es moneda común que se asume como si realmente el lado oscuro de la vida no tuviera cabida en los retazos de realidad que compartimos con los otros. En donde hay luz por fuerza ha de haber sombra, sin embargo.





Hoy toca hablar de las sombras, parece. El caso es que el video, esa mujer, Caroline Ciavaldini, trepando por el compacto granito del Gran Capuccino, vino esta tarde a despabilarme de un soterrado y letárgico pesimismo. Para animarme había recurrido durante estos tiempos varias veces a un puñado de tópicos que siempre tengo a mano, pero el resultado había sido en todo momento misérrimo. Si en algún momento había asomado las narices la brisa de algún proyecto por mi cabeza enseguida mi abulia lo había aplastado con el robusto zapatón de su indiferencia; o peor todavía, lo hicieron los años, o cualquier otra disculpa, artrosis, rodilla, mal tiempo, cualquier cosa. 

Sólo ver a esa mujer, sus manos y pies buscando las rugosidades de la roca, ascendiendo centímetro a centímetro, rodeada por el bello y alpino escenario del amplio anfiteatro nevado del Mont Blanc, cientos de metros de absoluta verticalidad, fue capaz de sacarme de mi atonía. Viendo el vídeo empecé a notar que algo bueno estaba sucediendo en mi cuerpo; mi ánimo se tonificaba; empecé a creer que acaso mañana sería capaz de levantarme antes del alba para ir a parlotear con las estrellas mientras caminaba en la oscuridad a la espera de un íntimo diálogo silencioso con el campo, los árboles, algún conejo, algún pájaro madrugador; que acaso un día de estos me decidiera a terminar la Ruta de la Lana, que años atrás abandoné a cuarenta kilómetros de Santo Domingo de Silos acosado por un dolor de espalda que no me dejaba andar.

Acaso; no sé lo que pasará por el caletre de los amigos del Navi, septuagenarios amantes de las montañas con los que a veces comparto alguna excursión al Guadarrama. A mí por lo menos la cosa de los años me oprime de tanto en tanto con sus interrogantes y con su falsa premisa de que uno ya ha caminado bastante, ha viajado suficiente, ha… ha…, ¡coño! Mal asunto ese de que la curiosidad y la ilusión por hacer algo pierdan fuelle, algo bastante peor que la artrosis o la pérdida de memoria. Para decidirse a hacer algo, emprender un proyecto no basta con decir mañana hago esto o aquello; para decidirse a hacer algo que uno cree que puede ser interesante hay que estar dentro de un sueño etílico, en cuyo caso después de la resaca de la borrachera nos habremos olvidado de nuestro propósito, o, mejor, estar bañado por el sueño de una ilusión. Je, sí, oiga, ¿y eso dónde se compra? Me da kilo y medio de ilusión, por favor… ¿se lo pido a Amazon para que me lo mande por Seur?

Hoy me acompaña nuestra perra Gaza que, hecha un ovillo a mis pies, alza de vez en cuando su cabezota para darme unos lametazos en la mano. Nunca la dejamos entrar en casa, pero ahora el ermitaño ha abierto la puerta de su choza a este viejo pastor alemán que ha decidido pasar el día y la noche a las puertas de mi nuevo domicilio. Ahora pasa la noche acurrucada junto a mi saco de dormir. 

He dejado por un momento el portátil y he salido fuera a echar una meadita; una delgada capa de niebla cubre el bosque de las acacias dejando ver, sin embargo, una luna creciente entre las ramas. También se ven las estrellas. En unos minutos el banco de niebla resbala hacía la hondonada de unos almendros que son vigilados desde lo alto por una docena de añosos olivos. Lejos, como el zumbido de las abejas sobre las flores primaverales, el rumor de la autopista llega hasta mi choza.

La medicina me la sé, pero me cuesta horrores aplicármela; sé que las endorfinas, inestimables compañeras de las caminatas, del sol y del esfuerzo, burbujearán por mi cuerpo en el momento en que me ponga en camino o que tenga entre manos un proyecto creíble; sé que hacerse diligente –contra pereza diligencia, decía el catecismo– ayuda; sé aquello de que el aire hace al águila o que la vida es militar; pero…

Quizás mi cuerpo estuviera necesitado de eso que hoy me cayó como un regalo entre las manos, ese vídeo de Caroline Ciavaldini, un chispa que actuara de catalizador para dar un vuelco a ese pozo de tristeza que me deja ligeramente atorado y un tanto perplejo frente a la realidad que me rodea. Quizás el ermitaño, cuando mañana suene el despertador al filo del alba, recuerde esa hermosa disposición de los que tienen un reto por delante y se embarcan dispuestos a servirse de él como madre nutricia, alma mater de un tiempo por venir. Quizás.

 Caroline Ciavaldini
Documental: Shifting Dreams

Una historia de conejos

 

El Chorrillo, 2 de diciembre de 2016

Los simpáticos animalejos que pueblan los alrededores de mi choza no siempre nos parecieron simpáticos; los conejos, por ejemplo, que tan sedosos y simpáticos nos resultan cuando nos los encontramos en nuestros paseos, en el momento en que tuvimos huerta en casa pasaron a ser indeseables depredadores; nos ponían manga por hombro el huerto, arruinaban nuestros vegetales. En aquella época pusimos en práctica toda clase de inventos para alejarlos, si no para terminar con ellos; incluso llegué a comprar unos cepos, que sólo abrirlos y pensar en qué podía resultar si uno caía allí me ponía la piel de gallina; de hecho no llegué a utilizarlos. Sí les puse un cerco eléctrico en torno a la choza, que era su lugar preferido para criar y protegerse. Allí vivieron confinados mucho tiempo cuando comprendieron que poner el hocico en el pastor eléctrico era peligroso y sumamente desagradable. Dos delgados hilos de alambre rodeaban su territorio. Un territorio que ahora precisamente el ermitaño usa para disfrutar de largos ratos de soledad. Las madrigueras de los conejos, que ocuparon durante años los bajos de la furgoneta, fueron abandonadas definitivamente cuando aparecieron los gatos, una familia que se instaló allí y cuya madre, cuando todavía daba de mamar a cuatro gatitos, encontramos muerta una mañana junto a la choza con sus crías tratando de mamar de los lívidos pezones del cadáver de la madre. Fue así que a partir de entonces en nuestra casa hubo cuatro nuevos habitantes, cuatro diminutos y huidizos gatitos que poco a poco fueron adaptándose al nuevo hogar.


Hoy, cuando mi nuevo inquilino, el gatito de manchas de nieve y café con leche, del que hablaba en mi penúltimo post, se subió a mi regazo en una larga tarde de lectura, su pelaje suave, la morbidez de su cuerpo pequeño hizo que me acordara de un tiempo en que mi hija, que tenía por entonces entre  cuatro o cinco años, se empeñó en adoptar un gazapo. Una tarde, mientras trabajaba en mi habitación, vi asomar su cara regordeta donde todavía lucían unos ojos azules grandes como soles; había trepado hasta el alféizar de la ventana con una banqueta y reclamaba mi presencia fuera de la casa:
—Anda papá, ven, que quiero enseñarte una cosa –decía mientras una melena rubia festoneaba sus ojos vivos en medio de su cara regordeta.
— ¡Ven, papá!  –repetía, cuando veía que me demoraba.
Salí de la casa y la seguí. En medio de la explanada frente a la casa había tres niñas acuclilladas alrededor de una caja de zapatos. Lucía, que arrastraba su bici consisgo, la dejó a un lado y tomó mi mano. Luego me arrastró hasta el círculo de niñas.
—Mira, papá —dijo.
Las otras niñas se echaron un poco atrás.
En la caja había un conejo casi recién nacido. Ya lo sabía, pensé, ahora querría llenar la casa de conejos; al menos un año llevábamos resistiendo la entrada en casa de los gatos y los perros; cada dos por tres aparecía con un cachorro o con un gatito con aspecto de exiliado entre los brazos. Ahora se unirían los conejos a la petición.
Aquel bicho tan suave —ceniza clara el lomo, una mancha de leche sobre el pecho, los ojos de susto, tan pequeño— era curioso y juguetón. Lo saqué de la caja.
— ¿A que es muy bonito, papá?
El conejo olisqueó mis dedos e intentó subir por mi brazo. Las niñas miraban con cara complaciente la escena.
—Es de Sara, si quieres me lo da y lo tenemos en casa.
Con la indiferencia de que lo mismo le daba, Sara me miró con la caja entre las manos. Su abuelo y no le importaba desprenderse del conejo. El trato que parecía que había hecho poco antes con Lucía también le gustaba: le dejaría montar todas las tardes en la bicicleta a cambio del conejo. Decía que la de su hermano no le servía porque era de carreras y no llegaba a los pedales.
El conejo se zafó de mis manos y fue a corretear sobre la tierra desnuda de la era. En ese momento oí cerca un chapoteo; miré. El guasón de Guillermo, nuestro vecino, bañaba una carretilla de puerros en el pilón de la huerta a cien metros de allí. Las niñas se quedaron con su conejo.
— ¿No se cansa la tierra de sus puerros? —dije mientras me acercaba al estanque— Siempre puerros y coliflores, vaya aburrimiento ¿no?
Guillermo agitaba los puerros sobre la superficie del agua ayudándose con un rastrillo. Cuando los había dado unos cuantos meneos, los recogía, los escurría y los apilaba ordenados de nuevo en la carretilla contrapeando por manojos la cabeza de manera que los volúmenes quedaran compensados. Una vez apareció en televisión plantado en mitad del camino con la cachaba en una mano y un manojo de aquellos puerros en la otra. Le asomaba la socarronería, como siempre, pero esa vez se veía que la cámara le podía, le grabaron un atisbo de timidez desconocida en él. Toda la vida cultivando un par de cosas da para mucho; al final del reportaje ya pudo hablar con más empaque, mucho más que el alcalde al que momentos después, parapetado en una enorme mesa de despacho, casi se le caía la chuleta de las manos. Para Guillermo la mayor experiencia de su vida fue acompañar a Carrero Blanco en una jornada de caza allá por los años sesenta.
Las ovejas pasaron por el camino y dejaron un espeso velo de polvo en la hondonada.
Por la noche hubo mala noticias en casa. Mi suegro podía estar muriéndose.
Dejamos a Lucía con una vecina y nos dirigimos al hospital. La carretera estaba desierta. Durante el trayecto mis pensamientos vagaron en torno a mi suegro: enjuto, serio, ausente, cansado; un cansancio milenario encima. Nos dijeron por teléfono que el anciano reclamaba entre sueños la presencia de Patatita, el apelativo cariñoso que utilizaba para llamar a su hija cuando ésta era bebé. Aquello de "Patatita" me intrigó durante un rato, era entrañable, el diminutivo tocaba alguna fibra desconocida de mi interior. ¿Qué pasaría por la cabeza de aquel anciano antes de morir para que brotara ese "Patatita" tan íntimo y remoto en la semiinconsciencia del adiós final?
Llegamos a tiempo. Desvariaba. El médico nos ofreció un cigarrillo en el vestíbulo. Poco después mi suegro dejó de moverse, su pecho quedó inmóvil, la muerte llegó tranquila y dulce en el último momento.
Volví solo al coche. Victoria se quedó en el hospital.
Lucía se vino a mi cama poco después del amanecer.
— ¿Dónde está mamá? —me dijo nada más subirse a la cama.
—Está con los abuelos. El abuelo está muy enfermo.     
No me oyó, continuó:
— ¿Me vas a hacer una jaula para los conejos, papá?
Recuerdo que entonces traté de imaginarme a mí mismo recordando aquella mañana desde mi propio lecho de muerte: ¿Cómo llamaría a mi hija? ¿Patatita, acaso? ¿Recordaría en aquel momento esta mañana en que mi hija me pedía una jaula para sus conejos? ¿Qué detalles vendrían a mi memoria en un momento así? Me gustaban aquellas palabras: ¡Adiós, Patatita! Lucía asomaba la cabeza por el embozo y desde allí me miraba expeditiva, como si su padre se hubiera olvidado de la pregunta que le acababa de hacer.
— ¡Eh, que si me vas a hacer una jaula, papá! —insistió.
Después de desayunar fuimos donde el carpintero para comprarle unos trozos de aglomerado y un puñado de listones. Era poco frecuente esta relación con mi hija, de hecho me desazonaba un poco tanta cercanía. Cuando estábamos los tres era más fácil escurrir el bulto, una evasiva bastaba para que Lucía se dirigiera a su madre. Esa mañana la cuestión era distinta, nos encontrábamos solos y además empezaba a acecharme un cierto malestar por esta distancia de la que en esa mañana era tan consciente. Así que allí estaba con una carretilla llena de maderas. Sobre la gravilla del rincón colocamos los listones para los barrotes de la jaula; cortados todos a la misma medida, Lucía los fue alineando mientras yo preparaba el armazón y hacía los taladros donde encolar después los listones. Todo el trabajo apenas nos llevó un par de horas. Lucía ya quería meter el primer conejo.
— ¿Bajo a por el conejo, papá?
— ¿Y la puerta? ¿Y las patas?, ¿es que no quieres que la pintemos?
Lucía se sintió sorprendida por mi disponibilidad. Me miraba con los ojos abiertos de par en par como no creyendo lo que oía.
— ¡Qué guay, papá! —y juntaba las manos y las subía y se movía como si estuviera nadando mientras daba saltos de alegría. ¡Jo, que padre tengo! parecían decir aquellos saltos.
— Ahora nos vamos a comer algo, ¿vale? —no se sabía quien estaba más satisfecho si la hija o el padre. Recogimos las herramientas dispersas por la gravilla y nos fuimos hacia la cocina.
— Cierra la cancela, no vaya a entrar algún perro en el jardín —le dije desde la puerta.
Sonó el teléfono. Voy yo, voy yo, se oía desde el final de pasillo, al otro lado de la casa. Victoria me hablaba de aquella noche en casa de su madre como noche de plenitud. Un sosiego extraño entre sus hermanos después de la muerte de su padre, me decía.
 Comimos en silencio durante un rato. Después me senté con Lucía sobre la moqueta. Pretendía que jugáramos con todo a la vez, mostraba cada objeto como si aquellos pequeños trastos no hubieran sido vistos jamás por aquel enorme oso de peluche sentado a su lado que le hacía cosquillas y jugaba a atraparla en medio del bosque entre la cama, la mesa o el armario de la esquina. Al poco rato quedó dormida. En las paredes de la habitación se amontonaba una buena colección de sus obras de arte: animales y representaciones de los cuentos que le narraba su madre por las noches. Los dibujos recientes eran todos de conejos. Yo me había desvelado y no me atrevía a hacer movimiento alguno por miedo a despertar a aquel angelito dormido sobre mi brazo. Hasta ahora no había caído en la cuenta de aquellos dibujos, la inquietud de sus dos últimos días se resolvía en la representación repetida de estos prolíficos lepóridos. En el más reciente aparecían enjaulados tres conejos, uno gris y dos marrones. La jaula estaba colocada contra la fachada de una casa junto a un montón de leña apilada, y frente a ella una niña se aupaba y alzaba, con la mano entre los barrotes, algo que podía ser una zanahoria. Junto a cada conejo había un nombre con letras costosamente dibujadas; el gris se llamaba Estarqui y los marrones eran Iris y Nanci. No es posible que Lucía haya puesto sola estos nombres, pensé. Cuando quería escribir alguna palabra sobre sus dibujos recurría a su madre, ella le escribía aparte la palabra solicitada y con posterioridad Lucía la caligrafiaba letra a letra junto a su dibujo; los animales tenían todos su letrerito: vaca, mariposa, elefante; las jirafas eran los cuadrúpedos más numerosos después de los conejos.
Lucía había apostado con decisión por sus conejos, me sorprendí al descubrir el escenario completo del dibujo. Era evidente que la fachada era la de nuestra casa, pensé, justo a la derecha en un espacio muerto que hay entre la leñera y la esquina norte.
—Oye, Lucía  ―le pregunté cuando hubo despertado― el dibujo ese de los tres conejos en la jaula ¿cómo se te ocurrió? —le dije mientras fijaba la jaula a la mesa con unos tornillos.
Lucía no pareció entender de qué le estaba hablando, pero enseguida puso cara de pícara y contestó con un "lo he soñado" y, después, con un cierto aire de connivencia:
—Mamá me dijo que dibujara el sueño, a ella también le gustan los conejos.
Algún razonamiento atávico debió de rondar por la cabeza de Lucía cuando hizo el dibujo; algo parecido, pensé, al simbolismo mágico que probablemente impulsó a los artistas de Lescaux hace unos miles de años a dibujar ciervos y jabalíes sobre la roca desnuda. Sonreí ante aquel juego trivial de ideas, tanto porque me pareciera como un guiño de la realidad como porque me sintiera en cierta manera halagado por mi posible implicación en aquel hecho curioso; me regocijaba la situación.
Al mezclar los restos de tres botes de pintura salió un color poco atractivo, un violeta sucio tirando a marrón oscuro, pero a mi hija le pareció bien. Después de dejar la jaula junto a la leñera ella dijo que un niño le iba a dar un comedero y un bebedero. Se fue a buscarlo.
—Puedes jugar un rato con los niños, pero cuando el sol esté bajo te vienes, ¿eh? Acuérdate, con el sol bajando cerca de los tejados —y le di un beso; la vi bajar corriendo por el talud entre la acacia y el ailantus más allá de la explanada de la casa.

Hacia el final de la tarde el cielo se volvió translúcido y un calor pegajoso anunció una tormenta inminente. Lucía llegó justo cuando las primeras gotas empezaban a caer con jugosa parsimonia sobre el campo. Sentados a la puerta de casa vimos caer el agua y los relámpagos, una pequeña fiesta que dejó unos colores muy bellos por todos los lados. Mientras los árboles escurrían como ropa de colada recién tendida, el sol volvió a salir muy cerca del horizonte. La jaula pintada poco antes chorreaba tanto agua como los árboles.
Me parecía poco verosímil la presencia de Lucía allí a mi lado, en ese relativo mutismo a que invitaba la tarde, más propicia para la contemplación que para las palabras. Del mismo modo que yo vivía aquella cercanía  con la sensación de quien estrena ropa nueva, ella parecía haberse adaptado por su parte a ese relativo silencio con el que veía moverse a su padre; algo así como si con su comportamiento quisiera ganarme para el resto de la vida.
Al día siguiente me encontraría lejos de casa, sólo unos días cada mes, como ya era costumbre desde hacía tiempo, unas cuantas visitas a varias empresas lejos de Madrid y enseguida ya estaría de vuelta. Al día siguiente me iría por la carretera de Burgos pensando en mi Patatita y en sus conejos.
— ¿Cuando llegue mamá esta noche le vas a enseñar la jaula que hemos hecho? —dijo Lucía.
Pero no esperó respuesta, de pronto pareció acordarse de algo importante, su expresión recorrió un tramo de duda y los ojos se le iluminaron. Supe que Lucía acababa de acordarse de su abuelo. Era difícil imaginar lo que podía sentir o pensar en ese momento. Hizo el mohín de quien recuerda algo desagradable y después, poco a poco, le fueron resbalando unos lagrimones gordos sobre la cara.
— ¿Te acuerdas del abuelo, verdad? —le dije
Y Lucía contestaba con la mirada baja subiendo y bajando la cabeza, conteniendo un hipo convulsivo que le venía tan de dentro como la pena. Le limpié las lágrimas y los mocos e intenté consolarla.
En la cama todavía preguntó por su madre y por la abuela.
—Mamá vendrá dentro de un rato —le dije mientras la arropaba.
Su último pensamiento fue para los conejos:
—Cuando se seque la pintura puedo traer los conejos, ¿verdad?
—Claro, le dije, pero recuerda una cosa: la cancela siempre tiene que estar cerrada mientras estén aquí los conejos; ¿me oyes? Bueno, ahora un beso y a dormir, ¿Eh? —Le pasé la mano por el cuello y le di un beso en la frente. Antes de salir le alcancé el oso de peluche y le subí hasta el cuello el embozo de la sábana. Dejé entornada la puerta.
Desde Santander, un restaurante junto a la playa donde los tres estrenábamos nuestro día de mar el verano anterior, supe que la jaula tenía habitantes desde las primeras horas de la mañana: tres orejudas y suaves bestezuelas que andaban a saltitos y pasos cortos y que no sabían como quitarse el susto del cuerpo más que corriendo de un lado a otro de la jaula, decía Victoria al otro lado del teléfono. Antes de colgar le recordé insistentemente que dejaran la cancela cerrada cuando salieran de casa.
Esta vez el paisaje discurría amansado y blanco, una mañana limpia de julio con un fresco todavía acariciando las primeras horas del día, la carretera despejada, el runrún monótono del motor, urgido por las prisas de terminar un trabajo, urgido por el funeral de mi suegro, por el deseo de estar junto a mi Patatita.
¿Cómo guarda el corazón estas cosas y después de guardadas las hace manar al cabo de las décadas como música cristalina en los minutos últimos de la agonía final; cuando ya no hay nada que hacer; cuando no se puede volver a jugar al parchís o llamarla así, Patatita; cuando se aleja durante los paseos por el campo para recoger algunas flores? Cómo reconoce en aquella palabra toda la ternura y el afecto por la hija; aunque quizás tampoco fuera algo nuevo. Las distancias aparentes entre los seres humanos merman y crecen con el tiempo, pero no así cierto amor inconfesado que sobrevuela la vida en alguna hondonada del alma para explotar junto a la muerte como un llanto desesperado. La fuerza de la palabra remueve el fondo limoso de los sentimientos; su sonoridad, la llamada entrañable de un moribundo clamando por lo único que quizás merece la pena vivir restituye a una vaga realidad el pasado olvidado.
Nunca había tenido tantas ganas ni tanta prisa por regresar a casa. Después del mediodía el coche remontó la cuesta de la acacia y el ailantus y se detuvo frente a la casa. El ventilador siguió funcionando todavía unos segundos. Había un extraño silencio junto a la valla, la cancela abierta de par en par, la puerta de la calle cerrada... Del interior de la casa, ahora lo distinguía, llegaba, apagado por la distancia, el llanto de Lucía. Fue el tono, un no sé qué de dramático que percibí en el timbre de la voz, no supe: un miedo intempestivo e irracional subió de golpe por mi sangre al reconocer la procedencia de este sonido.
— ¡Victoria! ¡Victoria! —grité, no sabiendo localizar todavía de qué parte de la casa venía el llanto.
Lucía lloraba sin consuelo con la cabeza entre los brazos de su madre.
En la puerta de la habitación mi hija se me echó al cuello:
— ¡Han matado a los conejos, papá! ¡Han matado a los conejos! —repetía Lucía sin intervalo entre una exclamación y otra.
En el jardín el espectáculo era horrible, la blandura y suavidad de aquellos animales transformada en informe y sanguinolenta carne de matadero: un cuerpo desmembrado, una cabeza, trozos de piel entre los aligustres, fragmentos de intestinos colgados de los barrotes de la jaula, todos los restos esparcidos por el jardín como muestra de un festín canibalesco interrumpido inesperadamente.
Victoria estaba segura de que había dejado la cancela cerrada; más tardes  descubriríamos un pasadizo bajo la valla de alambre.
Mi cólera me enajenó por un instante, miré a mi alrededor, más allá las calles estaban vacías, en el pilón de granito de la plaza cercana el agua caía cantarina. Quizás buscaba con los ojos al culpable del crimen. No dije una palabra. Empecé a recoger los restos de la jaula. Lucía tenía los ojos rojos. Le dije:
—Ayúdame, anda.
Y sacamos todo frente a la casa. Rompimos despacio los palos de la jaula y fuimos haciendo un montón con todo aquello. Cuando acabamos, limpiamos el jardín con un rastrillo y el montón se hizo más grande.
Por último prendimos todo con dos hojas de periódico. Después nos sentamos ambos junto al fuego.
—Fueron los galgos, ¿verdad? ¿papá? —dijo Lucía.
—Sí, hija, sí, fueron los galgos —contesté yo.