El Chorrillo, 2 de diciembre de 2016
Los
simpáticos animalejos que pueblan los alrededores de mi choza no siempre nos
parecieron simpáticos; los conejos, por ejemplo, que tan sedosos y simpáticos
nos resultan cuando nos los encontramos en nuestros paseos, en el momento en
que tuvimos huerta en casa pasaron a ser indeseables depredadores; nos ponían
manga por hombro el huerto, arruinaban nuestros vegetales. En aquella época
pusimos en práctica toda clase de inventos para alejarlos, si no para terminar
con ellos; incluso llegué a comprar unos cepos, que sólo abrirlos y pensar en
qué podía resultar si uno caía allí me ponía la piel de gallina; de hecho no
llegué a utilizarlos. Sí les puse un cerco eléctrico en torno a la choza, que
era su lugar preferido para criar y protegerse. Allí vivieron confinados mucho
tiempo cuando comprendieron que poner el hocico en el pastor eléctrico era
peligroso y sumamente desagradable. Dos delgados hilos de alambre rodeaban su
territorio. Un territorio que ahora precisamente el ermitaño usa para disfrutar
de largos ratos de soledad. Las madrigueras de los conejos, que ocuparon
durante años los bajos de la furgoneta, fueron abandonadas definitivamente
cuando aparecieron los gatos, una familia que se instaló allí y cuya madre,
cuando todavía daba de mamar a cuatro gatitos, encontramos muerta una mañana
junto a la choza con sus crías tratando de mamar de los lívidos pezones del
cadáver de la madre. Fue así que a partir de entonces en nuestra casa hubo cuatro
nuevos habitantes, cuatro diminutos y huidizos gatitos que poco a poco fueron
adaptándose al nuevo hogar.
Hoy,
cuando mi nuevo inquilino, el gatito de manchas de nieve y café con leche, del
que hablaba en mi penúltimo post, se subió a mi regazo en una larga tarde de
lectura, su pelaje suave, la morbidez de su cuerpo pequeño hizo que me acordara
de un tiempo en que mi hija, que tenía por entonces entre cuatro o cinco años, se empeñó en adoptar un
gazapo. Una tarde, mientras trabajaba en mi habitación, vi asomar su cara
regordeta donde todavía lucían unos ojos azules grandes como soles; había
trepado hasta el alféizar de la ventana con una banqueta y reclamaba mi
presencia fuera de la casa:
—Anda papá, ven,
que quiero enseñarte una cosa –decía mientras una melena rubia festoneaba sus
ojos vivos en medio de su cara regordeta.
— ¡Ven, papá! –repetía, cuando veía que me demoraba.
Salí de la
casa y la seguí. En medio de la explanada frente a la casa había tres niñas
acuclilladas alrededor de una caja de zapatos. Lucía, que arrastraba su bici
consisgo, la dejó a un lado y tomó mi mano. Luego me arrastró hasta el círculo
de niñas.
—Mira, papá
—dijo.
Las otras
niñas se echaron un poco atrás.
En la caja
había un conejo casi recién nacido. Ya lo sabía, pensé, ahora querría llenar la
casa de conejos; al menos un año llevábamos resistiendo la entrada en casa de
los gatos y los perros; cada dos por tres aparecía con un cachorro o con un
gatito con aspecto de exiliado entre los brazos. Ahora se unirían los conejos a
la petición.
Aquel bicho
tan suave —ceniza clara el lomo, una mancha de leche sobre el pecho, los ojos
de susto, tan pequeño— era curioso y juguetón. Lo saqué de la caja.
— ¿A que es
muy bonito, papá?
El conejo
olisqueó mis dedos e intentó subir por mi brazo. Las niñas miraban con cara complaciente
la escena.
—Es de Sara,
si quieres me lo da y lo tenemos en casa.
Con la
indiferencia de que lo mismo le daba, Sara me miró con la caja entre las manos.
Su abuelo y no le importaba desprenderse del conejo. El trato que parecía que había
hecho poco antes con Lucía también le gustaba: le dejaría montar todas las
tardes en la bicicleta a cambio del conejo. Decía que la de su hermano no le
servía porque era de carreras y no llegaba a los pedales.
El conejo se
zafó de mis manos y fue a corretear sobre la tierra desnuda de la era. En ese
momento oí cerca un chapoteo; miré. El guasón de Guillermo, nuestro vecino,
bañaba una carretilla de puerros en el pilón de la huerta a cien metros de
allí. Las niñas se quedaron con su conejo.
— ¿No se
cansa la tierra de sus puerros? —dije mientras me acercaba al estanque— Siempre
puerros y coliflores, vaya aburrimiento ¿no?
Guillermo
agitaba los puerros sobre la superficie del agua ayudándose con un rastrillo.
Cuando los había dado unos cuantos meneos, los recogía, los escurría y los
apilaba ordenados de nuevo en la carretilla contrapeando por manojos la cabeza
de manera que los volúmenes quedaran compensados. Una vez apareció en
televisión plantado en mitad del camino con la cachaba en una mano y un manojo
de aquellos puerros en la otra. Le asomaba la socarronería, como siempre, pero
esa vez se veía que la cámara le podía, le grabaron un atisbo de timidez
desconocida en él. Toda la vida cultivando un par de cosas da para mucho; al
final del reportaje ya pudo hablar con más empaque, mucho más que el alcalde al
que momentos después, parapetado en una enorme mesa de despacho, casi se le
caía la chuleta de las manos. Para Guillermo la mayor experiencia de su vida
fue acompañar a Carrero Blanco en una jornada de caza allá por los años sesenta.
Las ovejas pasaron
por el camino y dejaron un espeso velo de polvo en la hondonada.
Por la noche
hubo mala noticias en casa. Mi suegro podía estar muriéndose.
Dejamos a
Lucía con una vecina y nos dirigimos al hospital. La carretera estaba desierta.
Durante el trayecto mis pensamientos vagaron en torno a mi suegro: enjuto,
serio, ausente, cansado; un cansancio milenario encima. Nos dijeron por
teléfono que el anciano reclamaba entre sueños la presencia de Patatita, el
apelativo cariñoso que utilizaba para llamar a su hija cuando ésta era bebé.
Aquello de "Patatita" me intrigó durante un rato, era entrañable, el
diminutivo tocaba alguna fibra desconocida de mi interior. ¿Qué pasaría por la
cabeza de aquel anciano antes de morir para que brotara ese
"Patatita" tan íntimo y remoto en la semiinconsciencia del adiós
final?
Llegamos a
tiempo. Desvariaba. El médico nos ofreció un cigarrillo en el vestíbulo. Poco
después mi suegro dejó de moverse, su pecho quedó inmóvil, la muerte llegó
tranquila y dulce en el último momento.
Volví solo al
coche. Victoria se quedó en el hospital.
Lucía se vino
a mi cama poco después del amanecer.
— ¿Dónde está
mamá? —me dijo nada más subirse a la cama.
—Está con los
abuelos. El abuelo está muy enfermo.
No me oyó,
continuó:
— ¿Me vas a
hacer una jaula para los conejos, papá?
Recuerdo que
entonces traté de imaginarme a mí mismo recordando aquella mañana desde mi
propio lecho de muerte: ¿Cómo llamaría a mi hija? ¿Patatita, acaso? ¿Recordaría
en aquel momento esta mañana en que mi hija me pedía una jaula para sus
conejos? ¿Qué detalles vendrían a mi memoria en un momento así? Me gustaban
aquellas palabras: ¡Adiós, Patatita! Lucía asomaba la cabeza por el embozo y
desde allí me miraba expeditiva, como si su padre se hubiera olvidado de la
pregunta que le acababa de hacer.
— ¡Eh, que si
me vas a hacer una jaula, papá! —insistió.
Después de
desayunar fuimos donde el carpintero para comprarle unos trozos de aglomerado y
un puñado de listones. Era poco frecuente esta relación con mi hija, de hecho
me desazonaba un poco tanta cercanía. Cuando estábamos los tres era más fácil
escurrir el bulto, una evasiva bastaba para que Lucía se dirigiera a su madre.
Esa mañana la cuestión era distinta, nos encontrábamos solos y además empezaba
a acecharme un cierto malestar por esta distancia de la que en esa mañana era
tan consciente. Así que allí estaba con una carretilla llena de maderas. Sobre
la gravilla del rincón colocamos los listones para los barrotes de la jaula;
cortados todos a la misma medida, Lucía los fue alineando mientras yo preparaba
el armazón y hacía los taladros donde encolar después los listones. Todo el
trabajo apenas nos llevó un par de horas. Lucía ya quería meter el primer
conejo.
— ¿Bajo a por
el conejo, papá?
— ¿Y la
puerta? ¿Y las patas?, ¿es que no quieres que la pintemos?
Lucía se
sintió sorprendida por mi disponibilidad. Me miraba con los ojos abiertos de
par en par como no creyendo lo que oía.
— ¡Qué guay,
papá! —y juntaba las manos y las subía y se movía como si estuviera nadando
mientras daba saltos de alegría. ¡Jo, que padre tengo! parecían decir aquellos
saltos.
— Ahora nos
vamos a comer algo, ¿vale? —no se sabía quien estaba más satisfecho si la hija
o el padre. Recogimos las herramientas dispersas por la gravilla y nos fuimos
hacia la cocina.
— Cierra la
cancela, no vaya a entrar algún perro en el jardín —le dije desde la puerta.
Sonó el
teléfono. Voy yo, voy yo, se oía desde el final de pasillo, al otro lado de la
casa. Victoria me hablaba de aquella noche en casa de su madre como noche de
plenitud. Un sosiego extraño entre sus hermanos después de la muerte de su
padre, me decía.
Comimos en silencio durante un rato. Después
me senté con Lucía sobre la moqueta. Pretendía que jugáramos con todo a la vez,
mostraba cada objeto como si aquellos pequeños trastos no hubieran sido vistos
jamás por aquel enorme oso de peluche sentado a su lado que le hacía cosquillas
y jugaba a atraparla en medio del bosque entre la cama, la mesa o el armario de
la esquina. Al poco rato quedó dormida. En las paredes de la habitación se
amontonaba una buena colección de sus obras de arte: animales y representaciones
de los cuentos que le narraba su madre por las noches. Los dibujos recientes
eran todos de conejos. Yo me había desvelado y no me atrevía a hacer movimiento
alguno por miedo a despertar a aquel angelito dormido sobre mi brazo. Hasta
ahora no había caído en la cuenta de aquellos dibujos, la inquietud de sus dos
últimos días se resolvía en la representación repetida de estos prolíficos
lepóridos. En el más reciente aparecían enjaulados tres conejos, uno gris y dos
marrones. La jaula estaba colocada contra la fachada de una casa junto a un
montón de leña apilada, y frente a ella una niña se aupaba y alzaba, con la
mano entre los barrotes, algo que podía ser una zanahoria. Junto a cada conejo
había un nombre con letras costosamente dibujadas; el gris se llamaba Estarqui
y los marrones eran Iris y Nanci. No es posible que Lucía haya puesto sola estos
nombres, pensé. Cuando quería escribir alguna palabra sobre sus dibujos
recurría a su madre, ella le escribía aparte la palabra solicitada y con posterioridad
Lucía la caligrafiaba letra a letra junto a su dibujo; los animales tenían
todos su letrerito: vaca, mariposa, elefante; las jirafas eran los cuadrúpedos
más numerosos después de los conejos.
Lucía había
apostado con decisión por sus conejos, me sorprendí al descubrir el escenario
completo del dibujo. Era evidente que la fachada era la de nuestra casa, pensé,
justo a la derecha en un espacio muerto que hay entre la leñera y la esquina
norte.
—Oye, Lucía ―le pregunté cuando hubo despertado― el
dibujo ese de los tres conejos en la jaula ¿cómo se te ocurrió? —le dije
mientras fijaba la jaula a la mesa con unos tornillos.
Lucía no
pareció entender de qué le estaba hablando, pero enseguida puso cara de pícara
y contestó con un "lo he soñado" y, después, con un cierto aire de
connivencia:
—Mamá me dijo
que dibujara el sueño, a ella también le gustan los conejos.
Algún
razonamiento atávico debió de rondar por la cabeza de Lucía cuando hizo el
dibujo; algo parecido, pensé, al simbolismo mágico que probablemente impulsó a
los artistas de Lescaux hace unos miles de años a dibujar ciervos y jabalíes
sobre la roca desnuda. Sonreí ante aquel juego trivial de ideas, tanto porque
me pareciera como un guiño de la realidad como porque me sintiera en cierta
manera halagado por mi posible implicación en aquel hecho curioso; me
regocijaba la situación.
Al mezclar
los restos de tres botes de pintura salió un color poco atractivo, un violeta
sucio tirando a marrón oscuro, pero a mi hija le pareció bien. Después de dejar
la jaula junto a la leñera ella dijo que un niño le iba a dar un comedero y un
bebedero. Se fue a buscarlo.
—Puedes jugar
un rato con los niños, pero cuando el sol esté bajo te vienes, ¿eh? Acuérdate,
con el sol bajando cerca de los tejados —y le di un beso; la vi bajar corriendo
por el talud entre la acacia y el ailantus más allá de la explanada de la casa.
Hacia el
final de la tarde el cielo se volvió translúcido y un calor pegajoso anunció
una tormenta inminente. Lucía llegó justo cuando las primeras gotas empezaban a
caer con jugosa parsimonia sobre el campo. Sentados a la puerta de casa vimos
caer el agua y los relámpagos, una pequeña fiesta que dejó unos colores muy
bellos por todos los lados. Mientras los árboles escurrían como ropa de colada
recién tendida, el sol volvió a salir muy cerca del horizonte. La jaula pintada
poco antes chorreaba tanto agua como los árboles.
Me parecía
poco verosímil la presencia de Lucía allí a mi lado, en ese relativo mutismo a
que invitaba la tarde, más propicia para la contemplación que para las
palabras. Del mismo modo que yo vivía aquella cercanía con la sensación de quien estrena ropa nueva,
ella parecía haberse adaptado por su parte a ese relativo silencio con el que veía
moverse a su padre; algo así como si con su comportamiento quisiera ganarme
para el resto de la vida.
Al día
siguiente me encontraría lejos de casa, sólo unos días cada mes, como ya era
costumbre desde hacía tiempo, unas cuantas visitas a varias empresas lejos de
Madrid y enseguida ya estaría de vuelta. Al día siguiente me iría por la
carretera de Burgos pensando en mi Patatita y en sus conejos.
— ¿Cuando
llegue mamá esta noche le vas a enseñar la jaula que hemos hecho? —dijo Lucía.
Pero no
esperó respuesta, de pronto pareció acordarse de algo importante, su expresión
recorrió un tramo de duda y los ojos se le iluminaron. Supe que Lucía acababa
de acordarse de su abuelo. Era difícil imaginar lo que podía sentir o pensar en
ese momento. Hizo el mohín de quien recuerda algo desagradable y después, poco
a poco, le fueron resbalando unos lagrimones gordos sobre la cara.
— ¿Te
acuerdas del abuelo, verdad? —le dije
Y Lucía
contestaba con la mirada baja subiendo y bajando la cabeza, conteniendo un hipo
convulsivo que le venía tan de dentro como la pena. Le limpié las lágrimas y
los mocos e intenté consolarla.
En la cama
todavía preguntó por su madre y por la abuela.
—Mamá vendrá
dentro de un rato —le dije mientras la arropaba.
Su último
pensamiento fue para los conejos:
—Cuando se
seque la pintura puedo traer los conejos, ¿verdad?
—Claro, le
dije, pero recuerda una cosa: la cancela siempre tiene que estar cerrada mientras
estén aquí los conejos; ¿me oyes? Bueno, ahora un beso y a dormir, ¿Eh? —Le
pasé la mano por el cuello y le di un beso en la frente. Antes de salir le
alcancé el oso de peluche y le subí hasta el cuello el embozo de la sábana.
Dejé entornada la puerta.
Desde
Santander, un restaurante junto a la playa donde los tres estrenábamos nuestro
día de mar el verano anterior, supe que la jaula tenía habitantes desde las
primeras horas de la mañana: tres orejudas y suaves bestezuelas que andaban a
saltitos y pasos cortos y que no sabían como quitarse el susto del cuerpo más
que corriendo de un lado a otro de la jaula, decía Victoria al otro lado del
teléfono. Antes de colgar le recordé insistentemente que dejaran la cancela
cerrada cuando salieran de casa.
Esta vez el
paisaje discurría amansado y blanco, una mañana limpia de julio con un fresco
todavía acariciando las primeras horas del día, la carretera despejada, el
runrún monótono del motor, urgido por las prisas de terminar un trabajo, urgido
por el funeral de mi suegro, por el deseo de estar junto a mi Patatita.
¿Cómo guarda
el corazón estas cosas y después de guardadas las hace manar al cabo de las
décadas como música cristalina en los minutos últimos de la agonía final; cuando
ya no hay nada que hacer; cuando no se puede volver a jugar al parchís o
llamarla así, Patatita; cuando se aleja durante los paseos por el campo para
recoger algunas flores? Cómo reconoce en aquella palabra toda la ternura y el
afecto por la hija; aunque quizás tampoco fuera algo nuevo. Las distancias
aparentes entre los seres humanos merman y crecen con el tiempo, pero no así
cierto amor inconfesado que sobrevuela la vida en alguna hondonada del alma
para explotar junto a la muerte como un llanto desesperado. La fuerza de la
palabra remueve el fondo limoso de los sentimientos; su sonoridad, la llamada entrañable
de un moribundo clamando por lo único que quizás merece la pena vivir restituye
a una vaga realidad el pasado olvidado.
Nunca había
tenido tantas ganas ni tanta prisa por regresar a casa. Después del mediodía el
coche remontó la cuesta de la acacia y el ailantus y se detuvo frente a la
casa. El ventilador siguió funcionando todavía unos segundos. Había un extraño
silencio junto a la valla, la cancela abierta de par en par, la puerta de la
calle cerrada... Del interior de la casa, ahora lo distinguía, llegaba, apagado
por la distancia, el llanto de Lucía. Fue el tono, un no sé qué de dramático
que percibí en el timbre de la voz, no supe: un miedo intempestivo e irracional
subió de golpe por mi sangre al reconocer la procedencia de este sonido.
— ¡Victoria!
¡Victoria! —grité, no sabiendo localizar todavía de qué parte de la casa venía
el llanto.
Lucía lloraba
sin consuelo con la cabeza entre los brazos de su madre.
En la puerta
de la habitación mi hija se me echó al cuello:
— ¡Han matado
a los conejos, papá! ¡Han matado a los conejos! —repetía Lucía sin intervalo entre
una exclamación y otra.
En el jardín
el espectáculo era horrible, la blandura y suavidad de aquellos animales transformada
en informe y sanguinolenta carne de matadero: un cuerpo desmembrado, una
cabeza, trozos de piel entre los aligustres, fragmentos de intestinos colgados
de los barrotes de la jaula, todos los restos esparcidos por el jardín como
muestra de un festín canibalesco interrumpido inesperadamente.
Victoria
estaba segura de que había dejado la cancela cerrada; más tardes descubriríamos un pasadizo bajo la valla de
alambre.
Mi cólera me
enajenó por un instante, miré a mi alrededor, más allá las calles estaban
vacías, en el pilón de granito de la plaza cercana el agua caía cantarina.
Quizás buscaba con los ojos al culpable del crimen. No dije una palabra. Empecé
a recoger los restos de la jaula. Lucía tenía los ojos rojos. Le dije:
—Ayúdame,
anda.
Y sacamos
todo frente a la casa. Rompimos despacio los palos de la jaula y fuimos
haciendo un montón con todo aquello. Cuando acabamos, limpiamos el jardín con
un rastrillo y el montón se hizo más grande.
Por último
prendimos todo con dos hojas de periódico. Después nos sentamos ambos junto al
fuego.
—Fueron los
galgos, ¿verdad? ¿papá? —dijo Lucía.
—Sí, hija,
sí, fueron los galgos —contesté yo.