Correr en la oscuridad


10 de enero de 2017

Me desperté antes del amanecer. Era la hora de mi carrera diaria; no dejé que sonara el despertador. Era una mañana de niebla como tantos. Salir del saco de dormir, enfundar unos pantalones viejos, el anorak, calzar unos deportivos... Salir al jardín, cerrar la puerta de la choza y encender la farola más cercana a la cancela: una aureola blanca nacía de la nada de la noche para enseñorearse triste y algodonosa en el centro de la oscuridad.




Dudé entre dejar la luz encendida o no; opté por lo segundo. No fui consciente hasta entonces de la increíble oscuridad de la mañana. Después de apagar la farola fue imposible ver nada, no recordaba una oscuridad así, podía adivinar la cercanía de la cancela sólo por el corto y ligero repecho que arrancaba junto al depósito del gas.
El reto incluía correr bajo la lluvia si fuera necesario y, cómo no, también por este pozo sin referencias en donde el suelo tan solo era una posibilidad de reencontrarlo a cada paso una vez iniciada la carrera.
Una llovizna fina caía suave sobre la noche. Subí la primera rampa hacia la finca del vecino corriendo con cuidada atención para no caer en ese espacio de aspecto líquido donde parecía desplazarme flotando dentro de un mundo de ciegos. El halo blanco de la farola, mirada poco antes de frente, había impreso el negativo de su forma sobre mi retina y ahora se movía invertida por el ángulo de visión formando la sombra de una especie de ciprés achaparrado sobre el fondo de otra sombra más negra todavía. Sentí un charco bajo el pie izquierdo. Hoy ni siquiera ladraban los mastines del vecino. Cuando pasé junto a la valla escuché los pequeños destellos que producía el pastor eléctrico en contacto con algunas hierbas altas.
Junto a la verja ya pude distinguir, aunque con gran esfuerzo, el reflejo achocolatado de los charcos más inmediatos; un reguero ancho discurría a la derecha junto al camino, en el centro el agua formaba un jeroglífico que no pude franquear sin mojarme. Después el firme era arenoso y claro, pasa sobre la oscuridad como remontándola y dividiéndola en dos espacios parejos débilmente siluetados por arbustos medianos. Mientras corría recordé una vez que dormí en un hospital abandonado del valle de la Barranca bajo la Maliciosa; nadie había traído linterna, no llegábamos a vernos las manos; permanecer en aquella oscuridad toda la noche, cenar y preparar el vivac fue una experiencia curiosa, aquello era algo muy parecido a la ceguera. La misma sensación tenía esta mañana.
De aquello hacía mucho tiempo, sin embargo volvía entonces fresco como sucedido ayer mismo. Era una suerte de conciencia mineral la que acompañaba al trote lento de esta madrugada por el camino, ahora zigzagueante, subiendo hacia el olivar.
Terciado el recorrido, los rastrojos, la grama, las cepas, ese cartel que señala los límites del coto, la silueta cercana del olivo, mostrándose como estando ahí desde la creación de la Tierra, envueltos de destemplanza de invierno, desprovistos de referencias, son reconocidos enseguida como compañeros de vecindad a los que le une su condición de estar y permanecer en el mundo.
Me detuve junto a los olivos y traté de sosegar mi respiración. Ningún ruido penetraba esta oscuridad tan parecida a la nada. Cuando leí La Historia Interminable la nada me la había imaginado flotando blanca e inconsútil en un espacio muy denso de aspecto grisáceo; sin embargo, aquello, la nada negra en la que yo ocupaba erguido el centro con una actitud admirativa de devoto del presente, era más creíble como realidad de ese concepto imposible de imaginar.
En el camino de vuelta, con una oscuridad razonable a punto de desleírse en la opaca luz del alba, pensé una vez más en los simpáticos animales —ahora ya en nuevo status de consideración— que estaban dejando todo el jardín lleno de montoncitos de tierra; luego intenté seguir las huellas de algún instante del pasado que no sabía localizar pero que tenía unos contornos parecidos a uno de esos sueños que se mueven entre la ficción y la realidad de una manera muy similar a como lo estaba haciendo esta mañana desde que me desvelara una hora y media atrás. Intenté cazar al vuelo —las piernas apoyando cadentes, con suavidad, pero decididas, el suelo húmedo— su procedencia, pero no lo conseguí.
La soledad y la noche, acompañadas de esos pocos elementos que limitan el camino, eran parte de la plenitud que respiraba de nuevo mi cuerpo. Había una delicada armonía en todo aquel conjunto de disposiciones. ¡Qué idioma tan claro y elocuente hablaban las cosas, y cuánta era su fuerza! Hice un gran esfuerzo por absorber y penetrar ese momento tan precioso que sabía se desvanecería en pocos instantes. Trotando parecía bajar del Sinaí a grandes zancadas. En lo alto de la cuesta la niebla dejaba atravesar un difuso halo de luz amarillenta, negro, grises azulados, lechosa transparencia.
Rigidez, violácea frialdad de manos, de orejas, de nariz; ácido roce del aire en la tráquea, el fuelle del esfuerzo aventando gélida brisa en los pulmones; calor gratificante, tonicidad muscular, cálido trasiego de bienestar de la carne, sofoco, entrecortada respiración, batiente y apresurado latir en el pecho.
La cancela de largos barrotes de hierro, la puerta de cuarterones de pino, la tibia calidez de la casa. La luz estridente del baño: la ducha: agua fría del pozo, pequeños cristales impulsados por la bomba de presión sobre el cuerpo, azotando la espalda, los brazos; violenta fricción, marasmo de reacciones, elásticas ramas de abedul flagelando el dorso: Max von Sydow disponiendo en El Manantial de la Doncella su cuerpo para la venganza; pasión estética del frío y del esfuerzo, ejercicio solitario, búsqueda del placer, nevasca, ventisca, tormenta, exhausto bienestar, loa de invierno.




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