Una historia de topos y alcachofas


6 de enero de 2017

Los alrededores de mi choza están blancos de escarcha; hace frío, el mismo que me acogió días pasados caminando por la provincia de Burgos. Tras mi choza crecen robustas y estiradas unas cuantas plantas de alcachofas. Días atrás mientras caminaba en la madrugada junto a unos campos labrados, había observado cómo muchas de estas plantas habían doblado sus alas frente al frío cayendo tristemente lacias sobre la tierra como almas que han expirado en medio de la noche mientras dormían. Recordé en aquel momento a las que crecen en nuestra parcela. Otros años las habíamos protegido, pero este año las vimos tan fuertes que pensamos que el frío no podría con ellas.

Hace años, cuando nuestra huerta ocupaba una parte respetable de la parcela, también tuvimos alcachofas, eran unas plantas recias de la altura de un hombre que, cuando dejamos de utilizar el huerto quedaron como un elementos decorativo más junto a algunos otros arbustos, algunos evónimos y un durillo no muy grande. A última hora muchas matas se habían desplomado de la noche a la mañana como si alguien les hubiera raptado la vida en un descuido. No había que ser un lince para descubrir la razón de aquel repentino desfallecimiento, las hojas caían marchitas como atacadas por un mal profundo y fulminante. Hacía tiempo que habían empezado a proliferar también en la parcela esos montoncitos de tierra que dejan los topos en sus dominios; alguna familia de aquellos animalejos se había adueñado de parte de nuestro jardín y nos lo sembraban desde hacía algún tiempo de estos pequeños promontorios. Su territorio de acción más inmediato estaba ahora precisamente en ese pequeño prado.
Recuerdo que por aquel tiempo una noche soñé con los topos, soñaba una caprichosa visión de lo que sería el prado bajo la hierba: el mundo de las raíces, largas, cortas, alineadas, ramificadas; algunas gruesas tuberías cortando el prado, acompañando la línea de las arizónicas (el sistema de riego, los desagües, la traída del agua); otras más delgadas, éstas siguiendo la línea de las farolas, la de las electrovávulas, elevándose hacia la altura fuera del reino del topo, de las tinieblas y la oscuridad terrosa y apelmazada, hacia la luz; ese límite disparatado donde el topo sólo es capaz de dejar una huella liviana, como quien deja una tímida cagadita de ocasión en la inmensidad del campo, pequeños montoncitos de tierra que le delatan. Tenía una curiosa percepción del espacio inmediatamente debajo del prado: todo era muy claro, las raíces pendían formando raras armonías bajo un techo ocre y cerrado, observaba con cierta familiaridad aquel hábitat de lombrices de tierra y bichitos subterráneos de toda especie y no me extrañaba de esa concepción de espacio hueco donde los distintos elementos podían observarse con toda nitidez desposeídos en ese mismo instante de la tierra, precisamente el único elemento que daba coherencia a todo el conjunto.
Me despertaba alguna que otra vez y siempre me parecía estar durmiendo en alguna parte del subsuelo de nuestro jardín. No era de extrañar, los bichos siempre anduvieron por nuestra casa como Pedro por su casa y en reciprocidad yo no me siento lejos de su ambiente; era perfectamente posible imaginar el subsuelo de los topos cuando bichejos de todo tamaño y condición se paseaban por nuestra casa sin el menor recato. Un verano anterior, sin ir más lejos, encontramos un erizo encaramado en la biblioteca detrás de las obras de Proust, era un erizo respetable, tenía el aspecto de un padre de familia camino de los grandes almacenes; recorrimos todos los rincones en busca de otros posibles congéneres pero fue en vano. Por otra parte, y ahora con más razón, tampoco es tan difícil encontrar en mi choza junto al saco de dormir habitantes indeseables, sobre todo cuando empieza a hacer calor. Hasta una escolopendra se paseó no hace mucho por los pliegues de mi saco de dormir. También las avispas y arañas son a veces visitantes que gustan esconderse en los huecos de la choza.
Bueno, hay otro detalle, mientras pensaba lo anterior aún recordé un hecho más, se trataba de mi brazo derecho, que quedando posado fuera del saco puede ser objeto de alguna visita desagradable, una sensación que se acrecentó después de leer una historia espeluznante hace unos días en un relato de Luis Goytisolo; la historia hablaba de un personaje que andaba limpiando el desagüe de una casa y que nota cerca del extremo de la tubería algo mórbido que impide el paso de un alambre; total, mete el brazo, y lo saca con una terrible sensación de dolor: en el extremo del brazo colgaba una rata con los dientes atravesando un par de dedos. Y el individuo, sin tiempo para pensarlo, la muerde en la yugular y la deja muerta en el acto. Desde que he leído ese relato, si por la noche me despierto con el brazo fuera del saco, enseguida me recorre un estremecimiento por todo el cuerpo; debo hacer un gran esfuerzo para no dejarme llevar por la sensación de vómito que aquella imagen me produce.
Volviendo a los topos y a la visión que nada más despertarme tenía yo de su mundo, es posible hacerse una idea bastante aproximada de lo que veía si evocamos la actividad de un buceador de superficie recorriendo bajo el agua una determinada parte de la costa; lo que este hombre ve tiene relación con lo que yo veía, transponiendo naturalmente los elementos marinos por aquellos otros terrestres.
De pronto me dieron mucha pena los topos. Llevábamos algún tiempo maquinando atrocidades de exterminio contra ellos. También es verdad que con razón. Pasan largas temporadas sin dar señales de vida: un montoncito de tierra aquí, un montoncito allí y poco más, aparte de algunos agujeros de unos pocos centímetros de diámetro diseminados por todo el jardín; sin embargo en los últimos meses sus rastros proliferaban tanto como para que la alarma fuera fundada. No son ya los hoyitos en la parte baja de la parcela, entonces habían empezado a comerse las alcachofas, un espectáculo desalentador. La palabra es aproximada, pero algo así se siente cuando se ven caer estas hermosas plantas como si fueran gigantes de pies de barro.
En un rincón crecía hacía tiempo una doble fila que separaba el huerto del resto del jardín, era un seto verdeazulado muy vistoso; al final de la primavera, cuando nos marchábamos de vacaciones, las podé a ras de suelo para que cogieran fuerza durante el verano y el otoño siguientes. No me gustó verlas así pero pensé que en septiembre ya estarían altas otra vez. Cuando regresamos mi padre había desraizado todos los restos de alcachofas que encontró: las confundió con malas hierbas; en su lugar había ahora dos franjas de terreno de dos por diez metros perfectamente labradas y limpias de cualquier brizna de hierba. Era para llorar, me tuve que dar una vuelta para desfogarme, pateé con fuerza el suelo durante cinco minutos, no se me ocurrió otra cosa para calmar mi indignación por aquel desastre. Bueno, luego me dio lástima de mi padre, tanto como por la ejecución de las alcachofas; se le veía muy afectado.
Pero no tardaron en retoñar, las alcachofas tienen raíces pertinaces. Brotaron hermosos tallos a mitad de septiembre. En diciembre ya eran unas plantas respetables, formaban de nuevo una doble fila entre las parras y el olivo. En febrero saqué algunos renuevos y repoblé los lugares donde no había crecido; las aboné abundantemente con estiércol e hice una cava profunda a su alrededor. Al llegar la primavera sus hojas apuntaban graciosas al aire como las aguas de un surtidor; pronto saldrían las alcachofas. Y despuntaron y se irguieron en el centro alzándose poco a poco después con un tallo robusto sobre el resto de la planta. Ahora había que esperar a que maduraran y se convirtieran en grandes y hermosas flores violetas; unas flores muy parecidas a las que dan los cardos corrientes del campo pero mucho más grandes y olorosas.
Daba una vuelta por el jardín una mañana cuando observé algo extraño, varias alcachofas, a punto ya de convertirse en flores, se habían inclinado lacias sobre su soporte y yacían con la cabeza hacia abajo en estado de postración. Estaban regadas, no había rastro de pulgones entre las hojas. Consulté el proveedor de semillas, nada. A la mañana siguiente toda la planta se desplomaba sobre el suelo. Tomé la planta, ¡no tenía raíz! En su lugar un gran agujero con su forma, la de la raíz, penetraba en el suelo perfectamente delimitado: ni rastro de raíz quedaba. Caí entonces: ¡los topos!, los topos cabrones se estaban zampando todas nuestras alcachofas.
En aquel momento decidí que debía terminar con ellos antes de que ellos acabaran con nuestro jardín. Así que la visión en el duermevela de la mañana anterior era una aproximación conveniente al terreno del enemigo: era necesario conocer su hábitat con la mayor precisión posible. Sin embargo esta tarea práctica quedó truncada poco después por lo inesperado de la visión que se me ofrecía bajo la hierba del jardín. Como tantas veces sucede un cambio de perspectiva hacía que los planteamientos primeros quedaran poco menos que invalidados. En nuestra parcela se daban suficientes uvas y cerezas para que pudiéramos mirar con simpatía a los mirlos, por ejemplo. Tratábamos de hacer compatibles nuestras necesidades y las de los animales que nos rodeaban. Ellos proporcionaban a nuestra vida un cierto sentido de armonía con su presencia, así que debíamos contar con ellos no sólo tolerándolos sino ayudando a su supervivencia: colocando comederos, facilitando los lugares para los nidos, creando algún estanque, cosas así. Haciendo la reserva de topos y ratas, aquella era nuestra actitud frente a los habitantes del jardín.
Ahora, después del vistazo al subsuelo de esta madrugada, empecé a replantearme la decisión de exterminio que pesaba sobre los topos (a las ratas no llegaba mi benevolencia, el veneno acaba sistemáticamente con ellas cuando descubría algún rastro).
Quizás la muerte de Lola, la perra de la que hablaba en mi último post, nos acercó un poco más a todos estos animalejos que rondan por los alrededores de la casa; la tolva del pienso de la perra empezó a ser el plato preferido de los gorriones y los mirlos; también venían verderones, alondras, petirrojos, lavanderas;  y por supuesto ratas. Sin embargo el jardín no podía ser el Arca de Noé.
El proveedor de semillas nos había indicado alguno de los procedimientos para acabar con los topos: un cebo que se colocaba en las toperas, y que comían bastante bien, y un gas que requería encontrar todos los posibles agujeros que comunicaban con el exterior y taparlos. El gas desprendido se esparcía entonces por todos los conductos de la topera y exterminaba sin más a sus habitantes. Aquello me repugnaba, me olía a exterminio nazi.
Las especulaciones a las que había estado dando vuelta, mientras una noche intentaba volver a dormirme una y otra vez, empezaban a diferir notablemente de aquello que había decidido en el primer momento; mirando la aguja del minutero acercarse a las doce me dije que no podía matar a aquellos animales. Así que minutos antes de que llegara la hora prevista para mi reinserción en el mundo de las disposiciones activas, la suerte de los topos estaba decidida: no había necesidad de alcachofas, después de todo tampoco eran unas plantas tan vistosas.










No hay comentarios:

Publicar un comentario