8 de enero de 2017
La luna entraba por el vano de la
puerta llenando mi choza con la leve luz de su llamado. Es tópico, se sabe,
pero esa irrupción en la negrura del momento siempre tuvo sobre los habitantes
de la noche un no se qué de invitación a la contemplación; cuando la observamos
en soledad, parece que nos sacara de nuestra realidad del instante para
transportarnos a un mundo diferente o acaso para colocar frente a nuestros ojos
un prisma que refractara la realidad haciendo posible ver a ésta en una versión
más poética e íntima. Me había ovillado en el interior del plumón de mi saco de
dormir y miraba el medio queso del cielo que aparecía entre las ramas del nogal
preguntándome por cuál era la razón de esa atracción, cuando apareció por la
puerta la cabezota de Gaza que alargaba su morro por encima de mi cabeza para
lamerme la mano. Gaza es nuestra mascota, la última de una larga lista de
perros que nos hacen compañía desde hace un cuarto de siglo, un pastor alemán al
que nunca se le permitió pasar a la casa y que últimamente, desde que le abrí
la puerta a mi choza por la noche, ha tomado a ésta como su lugar de residencia
y a su dueño por inseparable amigo de quien no logra separarse durante todo el
día. Ahora, desde que la permito entrar en la choza por la noche,
permanentemente se la ve echada a unos pocos metros de mi habitat, como
esperando a que en algún momento le haga una caricia o intercambie alguna
parrafada con ella.
En términos generacionales Gaza
podría ser la biznieta de Lola, la primera perra que tuvimos en El Chorrillo.
Su cuerpo yace desde muchos años bajo el nogal que crece frente a mi choza, un nogal que pusimos a modo
de lápida sobre el cuerpo de Lola, nuestra querida Lola. La historia de su
adopción es un tierno relato que a mí todavía me produce cierto dolor de
conciencia cuando recuerdo lo que ella tuvo que penar hasta convencernos de que
teníamos que adoptarla. Eran tiempos en que mi hijos todavía eran pequeños.
Lola
había aparecido en nuestra casa como un alma errante que había sido abandonada
miserablemente por los campos circundantes. Un día vimos asomar por los
barrotes de hierro de la cancela de nuestra casa la cabeza de un pastor alemán
que ladraba insistentemente como quien pide amparo. Tenía un aspecto famélico,
era un manojo de heridas; no hubo más remedio que darle de comer. No hemos
querido nunca perros; habíamos rechazado siempre la idea cuando nos habían
ofrecido alguno; no teníamos especial simpatía por estos animales; más cuando
pensando en nuestras largas vacaciones de Navidad y verano no tendríamos
posibilidades de cuidarlos. Darle de comer aquella tarde fue el principio de
una aventura. Pasamos varios días intentado ahuyentarla por todos los medios, pero
era inútil; daba una pequeña carrera hasta el límite del chorro de agua de la
manguera con la que intentábamos alejarla o de las piedras que le lanzaba y,
cuando se ponía fuera del alcance de nuestros proyectiles, se sentaba y nos miraba
circunspecta y paciente.
La
verdad es que producía una cierta repulsión: varias heridas entre las patas
delanteras y otras en el lomo tenían un aspecto sanguinolento y tumefacto; en la puerta dejaba un rastro de olor como de
estiércol. Después de algunos días, con el señuelo de un plato de carne, la
metí en la furgoneta y me la llevé a quince o veinte kilómetros campo a través.
Allá se quedó junto a un campo de cebada comiendo con avidez unos restos de
pollo. Ni siquiera levantó la cabeza cuando arranqué. Se acabó la perra, me
dije, mientras emprendía el camino de regreso por un lugar distinto al que
había hecho a la ida.
Nos
hemos quitado definitivamente el problema de la perra de encima, dijimos al
asomarnos a la cancela a la mañana siguiente y comprobar que aquel chucho no
había vuelto.
Pero
fue una ingenuidad de nuestra parte. Cuando regresamos al mediodía, allí estaba
aparentemente recuperada iniciando de nuevo un gesto familiar de acercamiento.
Mi hija, que entonces tendría cinco o seis años, volvió a pedirnos con lágrimas
en los ojos que nos la quedáramos. Yo estaba muy obcecado todavía, bajé del
coche e intenté ahuyentarla con alguna piedra. Aguantó un día más sin agua y
sin comida. No nos explicábamos como podía resistir así; pensamos que quizás se
buscaba la vida en nuestra ausencia. Lo cierto era que mientras permanecíamos
en casa no se movió de la entrada.
Comenzó
a desarrollar un sentido de la propiedad tal que hacía peligroso el tránsito
por nuestra puerta: un día agarró el pie
del guarda de la caza con los dientes; otro, alguien que pasaba en moto terminó
en el suelo. Día y noche permanecía junto a la verja como un guardián
incansable, seguro de ser acogido tarde o temprano en el seno de aquella casa.
Por
entonces empezó a hacer bueno y salíamos a comer al porche. Cuando nos veía
preparar la mesa dejaba su puesto de guardiana junto a la cancela y se situaba
en el camino por detrás de la valla frente a nosotros. Y gemía viéndonos comer;
era un lloro lastimero capaz de partir el alma a cualquiera. Volvimos a ponerle
comida y agua.
Por
la tarde entró en casa.
Soportó
sumisa toda la operación de limpieza, una a una fuimos quitándole todas las
garrapatas, luego le curamos las heridas, la lavamos. Era la mansedumbre de los
desposeídos y los necesitados. La bautizamos con Lola. Fue una más en la familia
a partir de entonces. En vacaciones, a miles de kilómetros de casa, mientras la
atendían mis padres, la recordábamos y comentábamos la posibilidad de que
estuviera con nosotros en el pantano o en el valle de turno que visitábamos. A
Lucía se le hacían largas las vacaciones pensando en volver a ver a Lola.
Vivió con nosotros cuatro años. Luego enfermó, hubo que
operarla de una infección en el útero. Aquella noche nos turnamos para vigilar
la bajada del suero. Movía la cabeza y nos miraba como pidiéndonos disculpas.
Ya no levantó cabeza. Una mañana nos extraño no verla en el lugar habitual
donde solía dormir, estaba echada junto al plátano de la fachada sur. Cuando
nos vio, se levantó con el mismo esfuerzo que lo hiciera una vaca a punto de
morir, pesadamente, como a quien le va la vida en ello; primero, con
resignación y lentamente, las patas delanteras, después los cuartos traseros en
un movimiento tambaleante que me hizo temer que caería al suelo de nuevo. La
hicimos entrar en casa, husmeó en todas las habitaciones, muy despacio,
manteniendo a duras penas el equilibrio. Regresamos a la tarde, la llamamos de
nuevo intentando infundirle ánimo, pero ya no contestó. Un par de horas después
la encontramos junto al ciprés, el lugar habitual en que se echaba al sol durante
el invierno. Lola había dejado esta vida. Nosotros nos sentimos como a quienes
se le ha muerto un amigo muy querido.
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