Rescate en la Oeste de la Amezúa. De alguna manera un homenaje a José Ángel Lucas




El Chorrillo, 16 de febrero de 2017

Me marcho mañana a Antequera con la intención de continuar el Camino Mozárabe de Santiago que abandoné hace años y antes de irme quiero dejar terminada una idea que me rondaba por la cabeza estos días. Ayer, después de haber recordado a José Luis Arrabal en aquel momento clave de su vida, me había prometido rebuscar entre mis notas un relato donde narraba un rescate en la pared Oeste de la Punta Amezúa en el que participé directamente por aquellos años. Lo encontré en un libro que escribí hace un par de décadas. El último invierno, se titulaba aquella novela. El relato y los personajes son fieles a los hechos de entonces. Rehago aquel relato en esa línea nostálgica que a todos nos aqueja cuando recordamos con cuanto amor y entrega a la montaña vivimos nuestros años más jóvenes.

Unos kilómetros más arriba de Guisando el camino serpentea entre pinos durante un largo trecho, el Nogal del Barranco; luego se arrima a la ladera este y emprende un repecho, sobrepasa un tojo clavado como un hito por encima del bosque y asciende después por una larga diagonal cortando por un terreno de tomillos y retamas. Por aquella trocha descendíamos aquella tarde José Ángel Lucas, Fulgencio Casado y yo. Estábamos llegando a la curva del tojo cuando logramos que José Ángel el silencioso soltara la lengua. Yo había pasado una larga temporada viviendo en los Alpes de la Lombardía y por entonces estaba desconectado de los compañeros con los que habitualmente escalaba. Le comenté que me había pillado lejos el drama del Naranjo, pero que entonces había oído su nombre en la radio cuando daban noticias de los equipos de rescate que intentaban aproximarse a la cordada del Miembro y Gervasio Lastra, que había quedado bloqueada junto a la cima del Naranjo, una empresa de extrema dificultad en aquel invierno y que implicaba escalar la cara sur y descender por el noroeste hasta la plataforma en donde habían quedado inmovilizados los dos compañeros.


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—Nos encontrábamos en la cumbre cuando sobrevolaron por primera vez los socorristas franceses los alrededores del Naranjo, contaba él. Habían estado esperando dos días por el viento.  Pudieron acercar el helicóptero casi hasta donde estaban ellos. —A José Ángel había que arrancarle las palabras de la boca. Yo apreciaba la naturalidad con la que daba detalles de un hecho que había mantenido en vilo a todos los medios de comunicación durante una semana.
Oyendo a este amigo volvía a recobrar el gusto por encontrarme una vez más entre estos compañeros, amantes anónimos, pensaba yo, de actividades incomprensibles, gente que de modo tan gratuito se despachaba la vida entre una montaña y otra. Sentí admiración por este hombre rubio de claros ojos azules. José Ángel era ambicioso, elegante —la elegancia de una ardilla pausada y meticulosa trepando por la superficie lisa de un tronco—, fuerte, comedido; apreciaba el silencio con el que envolvía su presencia. Es necesario amar a estos seres hermosos que surgen en el centro de todas las sinrazones para iluminarlas con un rastro de verdad, me decía a mí mismo.
José Ángel Lucas moriría en el siguiente verano en los Alpes bajando de la mítica pared de los Grandes Jorasses; la ascensión había poblado todos sus sueños desde hacía más de dos años. Sin embargo todavía tendría oportunidad de hacer un viaje con él y Marcelo en la siguiente Semana Santa a Sierra Nevada. Subiríamos algunos hermosos corredores de la Alcazaba y el Veleta y pasaríamos también una noche memorable sobre la cresta cimera de Sierra Nevada azotada con rachas huracanadas por el viento del norte. Después su vida se quebraría cortada bruscamente por la montaña, su amada.

 José Ángel Lucas y Marcelo en los corredores del Veleta

Mientras José Ángel contaba detalles del rescate del Naranjo habíamos llegado al Nogal del Barranco. Fue entonces que oímos gritos que procedían de la parte superior del camino. Un pequeño grupo se precipitaba por los últimos neveros con una prisa que hacía prever lo peor. Alguien había tenido una caída en el último tercio de la cara Oeste de la Amezúa y se había roto una pierna.
Empezaba a oscurecer. Estábamos tremendamente cansados después de un fatigoso día de escalada, sin embargo recuerdo que en los momentos posteriores, mientras subíamos precipitadamente de nuevo hacia los Galayos, sentí que mi cuerpo funcionaba como en los mejores tiempos; algún mecanismo interno respondía con precisión y prontitud a la demanda de un esfuerzo que sin el acicate del accidente habría sido imposible conseguir. Los tres chicos, muy jóvenes los tres, que nos informaron del accidente, siguieron camino abajo en busca de ayuda. Los tres conocíamos la vía en donde se había producido la caída y no nos pareció descabellado emprender aquella misma noche el rescate si encontrábamos el material suficiente en el refugio. A la altura de la Aguja María Luisa dos compañeros preparaban un par de macutos con el material necesario: cuerdas, algunos clavos, mosquetones, linternas, algo de comida, un par de sacos de dormir... Era difícil comunicarse con la cordada que había tenido el accidente; las voces, o se perdían entre los farallones o se las llevaba el viento que soplaba del valle; dedujimos que no había sido excesivamente grave el accidente: alguno de ellos se había roto una pierna, quizás un brazo también. Eran tres y se encontraban sobre un pequeño voladizo de la pared Oeste a treinta o cuarenta metros de la cumbre de la Punta Amezúa.
Se hizo definitivamente de noche. Bajo la Aguja Negra y la Punta Amezúa todo era negro como boca de lobo. Llamamos insistentemente hacia lo alto, pero fue inútil, las canales ramificaban nuestras voces hasta perderlas en la oscuridad. La ascensión a la cumbre por el Espaldar no era complicada; decidimos emprender la subida dando un gran rodeo a todo el Galayar hasta situarnos en la crestería cimera que daba acceso a la cumbre de la Punta Amezúa. Llegar por el norte era relativamente fácil; si encontrábamos dificultades vendrían más de la oscuridad, del frío o del estado de la nieve.
Había que darse prisa; subimos ágiles, sin chistar, como aligerados de cualquier tipo de cansancio. El frío era intenso pero pasaba, sin embargo, casi desapercibido para aquel grupo que tan insignificante y diminuto debería parecer a un observador alado que planeara por encima de la cordillera. Un manto de estrellas salpicando el cielo, dejando una muy débil claridad sobre las laderas de nieve, animaba la ascensión con la fantasía de un belén al que se le hubieran fundido las bombillas y sólo le quedara el rastro de la Vía Láctea.

José Ángel Lucas

Subimos frente al refugio por la estrecha canal que dobla hacia el norte entre el Torreón y el Pequeño Galayo. José Ángel abría camino en la nieve profunda. La noche brillaba hermosa y nítida sobre las lomas de La Mira. Doscientos metros más abajo se movían despacio tres puntitos de luz. ¡La cantidad de veces que habría podido recorrer aquellos corredores! ¡Con cuánta rapidez, pensé, las circunstancias de los últimos días, y más la de esos momentos, estaban haciendo revivir una pasión casi olvidada; tanto sufrimiento y tanta incertidumbre ante cada proyecto, cada escalada —siempre una incógnita sin resolver hasta que un día también la pared quedaba debajo de nosotros con su misterio desvelado—; la indecisión porque mi capacidad o mi  preparación pudieran no estar a la altura del objetivo. Y luego la textura del granito —cálida, opaca, fría, musgosa—, la rotundidad de un agarre, las líneas y rugosidades que cruzan las paredes como una promesa de continuidad hacia la cumbre —ambiguos proyectos de escalarlas, cavilaciones, probabilidades—; y el placer de elevarse en el aire por encima de nosotros mismos, y elevándose sentir la vida en las yemas de los dedos y en las puntas de los pies, el vacío, el escándalo de los grajos, el agua que fluye en el fondo, el refugio como una casita de juguete allá abajo! Y no quiero olvidarme de los amigos, de lo duros que les hacía el contacto con el peligro, de la filosofía ramplona y sagaz que respiraban todos ellos empleando cualquier resquicio de tiempo libre para hacer de su vida una aventura entrañable. Precisamente porque había estado durante mucho tiempo lejos de aquel ambiente tenía ahora una visión más objetiva y agradecida de aquel mundo.
El enigmático José Ángel continuaba precediéndome abriendo huella unos metros más arriba. Le pedí que me dejara sustituirle, era un trabajo demasiado fatigoso para una sola persona. El corredor se fue estrechando, dos paredes se alzaban a ambos lados formando pequeños resaltes negros. En ese mismo lugar, hacía un par de inviernos, encontramos una mañana el cadáver de un joven que había equivocado su camino perdido entre la niebla y la oscuridad de la noche; pasó muy al este del refugio y continuó subiendo extrañamente por aquella canal. Nadie supo lo que había sucedido, tampoco se le echó de menos en el refugio; no faltaba, cuando se llegaba en grupos numerosos, quien prefiriera dormir al principio de la Apretura al abrigo de algunas rocas. Eso debieron suponer los compañeros de aquel muchacho. La primera cordada que salió del refugio aquella mañana se lo encontró rígido de brazos abiertos colgando en la extremidad superior de un gran bloque de piedra que sobresalía en un lateral de la canal que sube a la collada del Gran Galayo. Al intentar meterlo en la percha su cuerpo helado, rígido como un palo seco, se rompía con un ruido sordo de huesos quebrados: no se podía bajar aquel cuerpo de otra forma; los huesos parecieron romperse en nuestro propio interior cuando intentábamos plegarlo para meterlo en aquella especie de camilla basculante. Mientras, su expresión mostraba un aspecto plácido, casi se escapaba de su rostro céreo una sonrisa patética en la comisura de sus labios amorotados.
No había escalado nunca con José Ángel hasta entonces; cruzábamos breves comentarios cuando hablábamos en grupo, pero sólo eso, él se escurría del parloteo en el que concurríamos la mayoría. Me hubiera gustado ser su amigo; su sencillez, su evasiva a participar en la charanga general me atraía, me gustaba ese amor romántico con que parecía vivir su trato con la montaña. Los tres puntos luminosos que nos seguían, Fulgencio, Ignacio y un hombre a quien no conocía, Juan se llamaba, nos alcanzaron en el collado. El camino a seguir era confuso debido precisamente a las linternas que eran útiles para ver dónde pisábamos, pero que no servían para una orientación general en un terreno complicado surcado de espolones y continuas subidas y bajadas.

(Se me ha hecho tarde, mañana continúo)


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