El Chorrillo, 17 de mayo de 2017
Habíamos dejado el grueso de nuestro equipaje en el hotel, en Lima, y tomado muy temprano un autobús para Huaraz: ocho horas de bus. Durante el viaje no sé lo que sucede, mi cuerpo se sumerge durante casi todo el viaje en un puro sopor del que a duras penas salgo; pasa un paisaje desértico frente a la ventanilla, los acantilados se alternan con la arena. Al otro lado de un cabeceado de ocho horas aparecerá Huaraz, otra de las mecas del alpinismo mundial.
ALTOS DE HUARIPAMPA
Sumé, éramos veintiuna personas en la Toyota, veintiuna más una torre de equipaje en la baca. La pista de tierra da docenas de tornantis antes de llegar a los cuatro mil ochocientos metros del Portachuelo de Llanganuco. El paisaje: la espalda del Huascarán, glaciares extensos naciendo de las faldas de la niebla, celosa ella ocultando parte de la cordillera.
Mientras miro
el abismo por donde vamos subiendo veo a Victoria, ella delante departiendo con
Jaime, el delegado de la zona para las próximas elecciones. En los lagos
Llanganuco, cuando se bajan los tres israelitas que ocupan los asientos del
fondo, ambos se vienen atrás y... charlamos, inevitablemente, de política. La
gestión poco positiva de Toledo, las expectativas de Alán García y las nulas posibilidades
de Fujimori. Somos el país más inculto del mundo, dice Jaime con acento
circunspecto, desesperanzador.
El paisaje al
otro lado del puerto también está cubierto parcialmente por las nubes. Nos
bajamos en Vaquería, cuatro casas; Jaime viene a despedirse efusivamente de nosotros.
Un arriero nos indica con amabilidad el camino hacia el valle de Huaripampa.
Nos cruzamos con una niña que, agarrándole de la mano, va tirando de su hermano
que a su vez arrastra un cochecillo que a falta de asfalto sigue a su dueño
dando vuelcos boca abajo entre las piedras. Los paisanos y paisanas con que nos
encontramos son exquisitamente amables, no hay nadie con quien nos crucemos que
no dé unas buenas tardes llenas de cordialidad. Nada que ver con los indios
aymara de Bolivia, cholos y cholas de intratable y desabrido carácter.
Después de
Huaripampa nos quedamos solos definitivamente, el valle sube lentamente por un
paisaje de árboles pequeños, el suelo está tapizado por una hierba rala y apretada;
me recuerda el valle de Ara en el Pirineo, nada más pasar el poblado de
Bujaruelo.
Tres horas y
media de marcha; un pequeño grupo por el camino, un ruso solitario que lleva
una semana deambulando por la cordillera, son todas las personas con que nos cruzamos
esta tarde. El lugar de la acampada es un bello prado desde donde se ven asomar
los glaciares y una larga crestería totalmente blanqueada por las nevadas
últimas. Ponemos la tienda junto a un estruendoso riachuelo. Día sin lectura,
sin escritura, nada; después de instalar la tienda y comer algo caeré como un
ceporro desplomado dentro de mi saco de dormir; la altura, el peso (comida para
cuatro o cinco días, sacos, tienda, infiernillo, etc.) y la falta de entrenamiento
me han dejado el cuerpo como unos zorros.
No tardaría
en ponerse a llover. Una lluvia discontinua caerá hasta las primeras luces del
alba. El suelo estaba condenadamente duro.
PUNTA UNIÓN
Colocamos nuestro vivac a 4.750 metros, un nido de águila en el
que es difícil respirar. No hemos cumplido las normas básicas para estas
alturas -algún día de aclimatación antes de acercarse a la barrera de los cinco
mil metros- y ahora cada vez que nos movemos tenemos que emplear un buen rato
para ingerir un poco de oxígeno. No era cosa de tomarse a broma esta excursión
y vinimos pertrechados para cualquier eventualidad que se nos pudiera
presentar; equipo de alta montaña, por tanto, y comida en abundancia. La altura
y el peso desproporcionado que cargamos ha hecho extremadamente penosa la subida. Los últimos doscientos metros
los he tenido que hacer a un ritmo lentísimo y con una gran cantidad de
sufrimiento encima. No podía caminar más de diez minutos seguidos sin sentir
que un paso más de ese tiempo me haría reventar.
El collado de
Punta Unión es un balcón rodeado de glaciares y picachos de 6.000 metros, pero las cumbres están
cubiertas por la niebla. En un valle más abajo está el Alpamayo,
una de las montañas más bellas del mundo. No se ve apenas nada, pero nos
resistimos a marcharnos sin echar una ojeada a las montañas de los alrededores,
así que plantamos nuestro campamento en espera de que despeje, en espera de esa
luz ambarina que ya vimos el día anterior cubrir las grandes montañas de la Cordillera Blanca desde la terraza del hotel en Huaraz.
Amanecer a cinco mil metros en un paisaje tan salvaje y tan increíblemente
hermoso, bien vale la contrapartida de esta dificultad de moverse uno y sentir
como que no hay aire suficiente en todos los alrededores para seguir respirando.
Hace un rato
se desplomaron enormes bloques de seracs en los glaciares superiores del circo,
pero no logramos localizar la
avalancha. Es siempre un
estruendo sobrecogedor. Ahora, después de dos días de caminar, nos queda por
debajo un hermoso y larguísimo valle en cuyo fondo espejean dos lagos de aguas
verdeazuladas. Dejo de escribir, asomo la cabeza por la puerta de la tienda y
veo los glaciares iluminados por el sol, su blancura es blancura recién estrenada;
hace un par de días las nevadas acabaron con la época seca y las montañas
estrenaron nuevo ropaje.
Hace frío, la
niebla hizo un vano intento por abrirse. La cantidad de años que llevo haciendo
montaña y no dejo todavía de preguntarme por la razón de mi fidelidad hacia
ella; lo mal que lo hemos pasado hoy, por ejemplo; este lugar en donde hemos
puesto la tienda, lleno de piedras, incómodo, frío, vivaqueando como lo hiciera
un amante de la obra de Leonardo da Vinci frente al Louvre, porque sólo le
dieran una única oportunidad para ver la sonrisa enigmática de la Mona Lisa; igual nosotros a la
espera del siguiente amanecer. Hay un toque de encanto en estas circunstancias;
en el caso de hoy, nada más llegar a este lugar, recordé otros muchos vivacs,
en la cumbre del Naranjo de Bulnes, por ejemplo, en montones de cumbres del Pirineo
que acogieron mi visita solitaria y la de mi igloo de tela. Son ese tipo de
vivencias que uno se llevará como un regalo a la
tumba. Un pozo de muchas cosas
sencillas tiene la montaña; la vida apasionante que encontré aquí durante unos
pocos años de recién estrenada juventud, parece como si hubiera servido para
alimentar un amor que durará sin duda hasta entonces, hasta ese preciso
momento.
La montaña es
una amante a veces exigente. Es incomprensible un amor que no exija un esfuerzo
importante; se me ocurre que el amor a la vida no es una excepción, que si se
quiere vivir hay que llenar la vida de esfuerzos y trabajos (trabajo, nada que
ver con eso de ganarse un jornal). Ser permanente descubridor de juguetes
podría ser un oficio alternativo al de un Principito que buscara la otra cara
de su ya recorrido universo para sumirse en indagaciones planetarias de un
mundo todavía por construir.
La blancura
de las montañas y sus precipicios inútiles continúa ahí, como una referencia,
mostrando la desnudez de un ser cuya belleza intemporal le viene de la meteorología,
de la hora, de la altura, de las armonías que nuestro cerebro les ha otorgado.
Alguna cuestión: ¿la montaña sería algo calificable como bello si no hubiera un
cerebro que le adjudicara tal apelativo? ¿Es la belleza un atributo de las
cosas? ¿Es la belleza una determinada ordenación de algo perceptible por los
sentidos como armónico? ¿Depende la belleza de las maneras en que el cerebro
ve, relaciona los materiales que le llegan a través del sistema nervioso? En
una primera aproximación la belleza no parece que pueda ser algo autónomo, su
ser se comportaría como si dependiera del modo en que el cerebro creó
estructuras en sí que determinan lo que es bello y lo que no lo es.
Pero
entonces, ¿qué criterio sigue el cerebro para funcionar de una manera y no de
otra, para hacer bello y no feo algo? ¿por qué no pudo ser de otro modo? Y
entonces, vistas así las cosas, este amor a la montaña, podría ser una especie
de proyección de nuestro ser que busca ciertos compañeros de viaje,
conmilitones con quien arreglar las cuentas de su soledad primera, ciertas
proyecciones de uno mismo en donde tratamos de hallar un estado de vivencia, de
vida más armónica, equilibrada, frente a otras posibilidades menos gratificantes.
¿O será, por
el contrario, que la belleza estará plenamente encerrada en las cosas y le
corresponderá al cerebro la labor de detectarla? Seleccionar aquello que sirve
al placer se convertiría en otra fuerza básica con que el organismo impulsa la
evolución.
El recorrido
de Punta Unión a Cachapampa nos llevó casi diez horas. Cargar con tanto peso
hace que disminuya el placer de caminar.
Al final
amanecimos envueltos en la niebla, pese a que había estado estrellado durante
casi toda la noche. El Alpamayo sólo pudimos verlo durante unos
segundos, ni siquiera el tiempo para sacar una fotografía. El ambiente se parecía
en mucho al de las altas rutas del Himalaya: nuestra tienda por encima de los
glaciares, la niebla, la hora temprana preparando el desayuno junto a nuestro
nido de águila. La vivencia de la noche despertando en varias ocasiones con el
fragor de los derrumbamientos de miles de toneladas de hielo desde las montañas
próximas no tiene parangón siquiera en los Alpes. Vivir este espectáculo desde
el centro mismo del escenario de las laderas altas del nevado Taulliraju, era
un privilegio notable para nosotros; igual que era un privilegio oír a un inacabable
Mozart enlatado en mp3 al final de una jornada como la del día anterior.
Embutirse en
el chubasquero, cargar el macuto, meter las manos en los bolsillos y bajar sin
prisas, contemplando los juegos de la niebla, dejando posar los pensamientos,
charlando a ratos, mientras el lago verde del fondo se acercaba, era toda
nuestra labor para el resto la jornada.
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