El Chorrillo, 12 de mayo
de 2017
Estamos en la sala pequeña del Teatro Español. Se apagan las luces y al poco se oyen en la oscuridad unos
pasos descendiendo una escalera; se encienden unos focos que aumentan poco a
poco en intensidad mientras los pasos se aproximan al escenario, iluminan un
piano a la derecha, una mesa de época en el centro. Una mujer de mediana edad,
quizás algo madura ya, queda en medio de la escena y mira aquí y allá a los
espectadores, ella en ese momento convertida en espectador y los espectadores,
acaso, en actores de los que se espera algo. Algo. ¿Qué hacéis todos vosotros
aquí?, parece preguntarse la actriz. Y empieza a hablar de un río donde se
reflejan los sauces, de una barca que nubla el reflejo de las nubes sobre el
agua, de unos peces a los que la actriz va a intentar engatusar con su señuelo.
En realidad quien está pescando es Virginia Woolf, y los escurridizos peces que
desea con todas las ganas atrapar son esas clases de ideas escurridizas que
pasan fugazmente por el pensamiento de uno y que al menor descuido se escurren
entre los dedos para desaparecer en la oscuridad del pensamiento. Esas ideas
que pueden ser el principio de un descubrimiento, un cuento, el comienzo de una
historia apasionante, la revelación de una verdad hasta ahora indescifrable. El
pez se acerca, toca delicadamente la lombriz que esconde el anzuelo en su
interior, nada alrededor. La idea está por surgir, la oímos en nuestro
interior, atención, cualquier distracción puede espantarla y alejarla
definitivamente de nosotros. Virginia sostiene la caña en silencio, expectante,
impaciente, esperando surgir los contornos de la idea desde la profundidad de
la conciencia a la claridad del intelecto, de la intuición. Por fin el sedal da
un pequeño tirón, se produce un breve revuelo en el río y la idea, arrastrada
precipitadamente a la orilla surge espléndida como una verdad irrefutable de
parecida manera a como pudieran surgir las costas de América ante Rodrigo de
Triana cuando gritaba ¡Tierra! desde la cofia del palo mayor de la Pinta.
Pero la verdad es que la delicia literaria del texto que
encabeza la obra que veíamos esta tarde en El Español, no tardó mucho en
perderse en los vericuetos de las anécdotas y los lugares comunes. Enseguida la
buena literatura da paso a un discurso en donde va a primar de arriba a abajo
la consabida obviedad del trato degradante que han hecho los hombres de las
mujeres a lo largo de la historia. Naturalmente si contextualizamos la obra
original de Virginia Woolf, escrita a principios del pasado siglo, esta
obviedad no sería tal; se podría intentar, pero no es el caso porque la obra de
teatro es una adaptación para nuestros días y, por consiguiente, el discurso,
tan excelentemente interpretado por Clara Sanchis, nos cae como una denuncia de
una situación injusta con ejemplos y argumentos que, por su reiteración y
aparición en los medios y en el ambiente ciudadano general vienen a resultar
obvios y reiterativos hasta el punto de convertir el alegato de Virginia Woolf
en una cantinela que viniéramos oyendo, justamente, por cierto, durante décadas.
Es decir, obvias, trilladas conceptualmente porque tras tantos años de
debate después de los ochenta y de haber comprendido una parte sustancial de la
humanidad, al menos racionalmente, que no hay superioridad que valga por parte
ni de unos ni de otras que no provenga de sus esfuerzos o capacidades naturales,
el siguiente paso no es seguir martilleando sobre el mismo clavo sino llevar a
efecto esa igualdad.
En general el tema de la igualdad de hombres y mujeres me
aburre tanto como si alguien después de varios siglos de la muerte de Newton siguiera empeñándose en hacernos saber que las causas de
que una manzana desprendida de un manzano cayera hacia la tierra, en vez de
salir volando como los pájaros hacia algún espacio exterior, tienen que ver con
una cosa que llaman gravedad. Cuando asistimos a una obra de teatro de calidad,
esperamos siempre una idea nueva, alguna complejidad literariamente bien tejida
que nos obligue a ponernos de puntillas para descifrar la complejidad de una
idea y/o recibir el placer que se desprende de la urdimbre y desarrollo de la
misma.
Sucede como si el desarrollo de una idea relativamente
compleja que no entendemos del todo nos hiciera sentirnos disminuidos, torpes,
por no comprenderla del todo y, sin embargo, en su extremo contrario, cuando
entendemos sobradamente el discurso, nos pareciera aquello algo trivial o acaso
un lugar común, y entonces echáramos de menos una mayor complejidad que
alentara nuestra inteligencia o nuestro gusto estético a escalar con denuedo ese
último peldaños que se ha de destinar al lector o espectador para que éste
participe de algún modo en el proceso de elaboración y contemplación de lo que
se está representando. De donde se podría deducir que muestra perpleja ignorancia
ante textos difíciles sería un buen incentivo para someter a nuestra voluntad e
invitarla a hacer un trabajo suplementario de nuestra capacidad de
entendimiento a fin de que nuestro placer, el de la lectura, se vaya
enriqueciendo de la complejidad y de la bella exposición del relato. Así, la
obra de hoy, y en este contexto, escrita originalmente al principio del pasado
siglo y referida al papel de la mujer en la historia, se me aparecía un cúmulo
de lugares comunes precisamente, creo, porque desde los año veinte del siglo
pasado el tema de las mujeres evolucionó tanto que en un siglo de diferencia lo
que podía ser novedoso descubrimiento para Virginia Woolf, en estos días es tan
cotidiano que, presentarlo como descubierto en el contexto de la obra resulta cuanto menos espectáculo
destinado a alimentar esa inconsciente voracidad de seguir reivindicando por
cualquier medio lo que es justo, esa perseguida igualdad de hombres y mujeres,
pero que, expuesto en un teatro de nuestros días en donde se suponen espectadores
con un nivel cultural suficiente resulta algo viejuno y un tanto oportunista.
La sobreabundancia del cachondeo que se trae el Woyming
estos días en El Intermedio a cargo de la fiscalía, del ministro de justicia o
de algún alto cargo del gobierno, cuando no de la familia Pujol o los
desencuentros de la Gusana y Pedro Sánchez, señala la tendencia de tratar de "adular"
la necesidad del espectador de ratificarse a sí mismo día a día en ese tipo de verdades
que todos compartimos y que necesitamos seguir oyendo para dar satisfacción a
alguna necesidad interior; y que en la obra de teatro de esta tarde se refiere
a ¿nuestra sed de justicia, nuestro deseo de que los machos muy machos desaparezcan
definitivamente del planeta, nuestra necesidad, las mujeres, de reafirmar un
estatus de igualdad, la necesidad de seguir gritando el trato tan injusto
recibido a lo largo de la historia por parte de los hombres?
Si en Una habitación
propia ese es el aspecto principal que observamos, la cosa a estas alturas de
los tiempos que vivimos resulta excesivamente redundante y quizás más propia de una
charla sobre feminismo. Es claro que quien realizó el libreto de la obra tenía
en esencia en su capacho una denuncia, justa, pero que por reiterada en
nuestros días, acaso si el texto de la obra hubiera prolongado la altura literaria
del principio de la misma ésta hubiera ganado guardando un equilibro entre la
denuncia y el buen hacer de la escritura. No obstante, la actuación de Clara
Sanchis consigue que el espectáculo sea brillante y acaparador.
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