El Chorrillo, 15 de mayo de 2017
Por segundo día consecutivos me
encuentro con el prohibido roce del tabú rondando, ayer en las secuencias de
una película, hoy en las páginas del libro de John Banville, El mar. Que el sueño de la razón produce
monstruos no es cosa exclusiva de Goya y menos si esos monstruos que el tabú
disfraza conminatorio de absoluta decrepitud moral se le llegan a aparecer a
uno como un reto de voluntad con que contrarrestar un verdad que asumimos
dócilmente desde siempre sin atrevernos a cuestionarla porque la damos como
propia de nuestra naturaleza humana. Ayer, viendo la película de Louis
Malle, Un soplo en el corazón, la
lucha por reconocer que la línea del guión debía de llevar con toda normalidad
a yacer el hijo con su madre adorada y a la madre amantísima del hijo a
acostarse con su retoño adolescente, era una apuesta del director Malle para
provocar hasta dónde el espectador adicto a las convicciones y aquel otro
abierto al ejercicio de la libertad sin cortapisas, podían ser capaces de
transgredir la norma sin dejarse en el camino un buen pedazo de conciencia magullada,
amén de un rechazo generalizado por parte de la sociedad.
De tanto en
tanto, a uno, lector espectador, puede sucederle que de golpe, al dar la vuelta
a la página de un libro o al sumirse en la trama de una película, se encuentre
con algo que se le puede aparecer como un desorden moral. Algo así me sucedió a
mí con la peli y la novela a que me refiero más arriba y que fue avivado esta
tarde mientras pedaleaba sobre la bicicleta estática oyendo el libro de
Banville donde en ese momento un preadolescente, que podía haber sido el
preadolescente de ayer noche de la película de Louis Malle, llora pensando en
la madre de sus amigos cuando descubre lo enamorado que está de esta mujer
madura. Es obvio que hay cosas que ocurren dentro de uno que son imposibles de
controlar, sentimientos, amor, ternura y que, perteneciendo a lo más íntimo de
nuestro ser, al chocar con el ordenamiento social y moral en que uno vive,
puede provocar eso que define la expresión, tan de moda en estos días en el
ámbito político, un choque de trenes interior que nos deje perplejos ante lo
que estamos viviendo, perplejos y desorientados como se encuentran madre e hijo
en la película de Malle cuando ambos descubren que la ternura de madre e hijo trasciende,
después de un largo preámbulo de aproximación, hacia la cuesta abajo en donde
ternura y deseo físico terminarán fundiéndose si el guionista no lo remedia.
Estamos rozando
el incesto. La madre repentinamente interrumpe sus caricias de madre, en el
último momento de amante, y se da la vuelta en la cama, cierra los ojos, mira
en el fondo del abismo en que están a punto de caer ambos y el pánico se
apodera de ella. Nadia sabrá nunca nada de esto, ¿verdad?, le dice la madre al
hijo al cabo de unos minutos, una vez ha surgido del fondo de la noche en donde
había caído.
A vuelta de hoja,
en medio de ese pequeño mar de ternura que ha surgido en el hijo abrazado al
cuerpo de su madre, en él se ha despertado el infinito del deseo y entonces el
guionista, después de este magnífico guiño a la moral convencional con la que
no quiere entrar en conflicto, no se enfrenta a ella, huye, acata el tabú y no
puede hacer otra que buscarle al hijo un sucedáneo que sólo puede resolverse en
la cama abrazado a alguna de sus amigas del balneario donde pasan las vacaciones.
El final de la película, el adolescente y su amiga despertados en la cama
repentinamente en la mañana por una llamada a la puerta del hotel, el
adolescente vistiéndose rápidamente, subiendo precipitadamente a la habitación
de sus padres con los zapatos en las manos y los faldones de la camisa fuera y
encontrándose a sus hermanos y a sus padres que le reciben con una sonrisa de
connivencia, es un aleccionador sobreentendido que resuelve el film viniéndonos
a decir que bueno, tranqui, no pasa nada, vive, deja vivir, pero sobre todo
guarda las apariencias y que los vecinos no se enteren de nada.
Magnífico
alegato donde la hipocresía, un sacerdote profesor del chico que le confiesa
sonsacándole pecados hasta llegar al punto de esa necesidad de oír al chico
hablar sobre sus tocamientos mientras las manos del cura recorren los muslos
del preadolescente rumbo a sus genitales; un padre ginecólogo que mantiene
relaciones con su secretaria enfermera; una madre con un amante que la recoge
en coche frente a su casa; una familia burguesa muy adaptada a la moral de la
época, pero donde los hijos adolescentes, tres, viven su momento glorioso en
los burdeles, mientras en casa se habla y se discute sobre el sexo de los
ángeles; magnífico alegato, decía, donde la hipocresía, como esta misma mañana
en un plano totalmente distinto en el debate de Gusana Díaz, es la reina del
mambo. La hipocresía, espléndida y magnífica hija de nuestro tiempo, no pierde
a cada momento la oportunidad de conjugar y hacer posible cualquier tipo de
contrarios. La hipocresía es el caldo de cultivo en donde las contradicciones
de todo tipo deben de resolverse para el bien y la buena marcha de la sociedad.
:-)
A fin de cuentas
¿a quién interesa de verdad que uno se enamore hasta las lágrimas sea de su
madre, la madre de su amigo, la vecina del tercero o del sursum corda?
Había tomado
algunos apuntes de la Wikipedia para ilustrarme sobre el asunto del incesto,
explicaciones de antropología, psicología, biología o demográfica, pero no creo
que merezca la pena, tampoco es el caso de hacer defensa o demonizar el
incesto, entre o no en él las posibilidades del embarazo. El hecho esencial, y
referido a estos relatos, cine o teatro, que conmocionan el sentimiento del
lector espectador, de parecido modo a como sucede con las tragedias griegas, es
el conjunto de emociones que mueven dentro de uno estos relatos, la tensión que
generan, porque de un modo u otro uno no puede ser espectador sin que la
experiencia personal, los propios sentimientos y emociones no vengan a mezclarse
con lo que estamos viendo o leyendo; de donde resulta que la algarada que
sentimos por dentro es algo que nace de la confluencia por una parte del
relato, la película, y de otra de la vida de uno, la propia experiencia, sentimientos o capacidad de emocionarnos.
Creo recordar
que a esa algarada que sentimos por dentro Aristóteles la llama catarsis y que
define, Wikipedia dixit, como "la facultad de la tragedia de redimir al
espectador de sus propias bajas pasiones,
al verlas proyectadas en los personajes de la obra, y al permitirle ver el castigo merecido e inevitable de éstas; pero sin
experimentar dicho castigo él mismo. Al involucrarse en la trama, la
audiencia puede experimentar dichas pasiones junto con los personajes, pero sin
temor a sufrir sus verdaderos efectos. De modo que, después de presenciar
la obra teatral, se entenderá mejor a sí mismo, y no repetirá la cadena de decisiones que llevaron a los personajes a
su fatídico final". Hasta aquí la Wikipedia. Las cursivas de la cita,
que son mías, me parece que sobran, no las creo apropiadas ni ciertas. Sin
descontamos la moralina que éstas encierran quizás la cita explique algo de lo
que sucede en nuestro interior, sin embargo, Aristóteles, cuando habla de bajas
pasiones y merecido castigo parte de una percepción moral que hoy muchos no
asumirían.
De hecho el gran
mérito de una obra de arte no necesita de ninguna moralina, el hecho, eso sí,
de que los espectadores lectores nos involucremos en la trama es lo que hace
posible que experimentemos las pasiones junto con los personajes. Y que después
de ver una película o leer un libro nos vayamos a entender mejor a nosotros
mismos, por cierto que sí es así.
Bonito tema para empezar el día, y yo pensé que hablarías sobre el "debate", pero creo que ha sido mejor.
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