El Chorrillo, 3 de abril de 2017
Este blog, que nació de manera imprecisa motivado por la
lectura de Cartas desde mi molino, de
Daudet, parece que está encontrando su acomodo últimamente, entre otras cosas,
en breves relatos que surgen de mi disposición a dejar vagar los pensamientos
por el horizonte cuando se aproxima la hora del crepúsculo o más tarde, cuando
tras la cena, enciendo la chimenea y me dejo llevar por el chisporroteo y el
juego hipnótico de las llamas. Hoy las llamas me llevaron a otras llamas, unas
que ardían en la chimenea del cuarto de estar de nuestra casa una noche en que
mi madre, después de tres meses de asumir un cáncer terminal, agonizaba
pacífica, tiernamente, despidiéndose de la vida con la humildad propia de un
pajarillo al que le ha llegado su último momento. El relato de hoy está sacado
de un librito que escribí tras su muerte y que llevaba el título de El año en que murió mi madre. A veces el
cuerpo necesita recuperar la memoria de intensos momentos del pasado para
conciliarse con la vida y también para rendir homenaje a nuestros seres más
queridos.
* * *
"La nieve caía
blanda sobre nuestra parcela, blanda, despacio, asombrosa lentitud de eternidad; y la miraba caer, lenta,
intemporal, cubriendo la tierra". Así comienza aquel librito; a mi madre
la habían diagnosticado un tumor cerebral que terminaría con su vida en poco
más de un trimestre. Nevaba y mi madre hacía calceta frente a la cristalera de
la biblioteca totalmente ajena a la cercanía del final de su vida. Fuera nevaba
intensamente. Transcurrieron tres largos meses. Me recuerdo una tarde con el
pensamiento de destruir apuntes, diarios, escritos, fotos del pasado. Tenía en
mi ánimo el recuerdo reciente de mi madre esperando en la silla de ruedas junto
a la ambulancia a que terminaran los preparativos para introducirla en la camilla. Ahora se
trataba de una trombosis en la pierna derecha, justo cuando la infección
anterior comenzaba a remitir. Era una imagen especialmente dolorosa; cuando me
volví hacia ella las lágrimas le resbalaban por las mejillas. De pronto fue
como si todo hubiera enmudecido alrededor, como esos planos a cámara lenta que
recortan la secuencia, la alargan o la llenan de silencio hasta saturar la
retina con el dramático peso del momento. Así encontré a mi madre, sorprendida
en una tristeza animal sin esperanza. De nuevo le esperaba la anónima blancura
del hospital, el día igual a la noche; el calor de la familia alrededor se
quebraba una vez más, todo se volvía silencio de tumba, blancura indistinta,
duro final. Las lágrimas le bajaban en silencio por la mejilla. Se me rompía
el alma viéndola, imaginando la hondura de su pesar. Después seguimos a la
ambulancia, fue entonces que todo esto me pareció insignificante y pequeño, las
pequeñas cosas que uno guarda, los recuerdos en los cajones, casi ridículo, los
versos, las ideas dispersas en unos folios; nada podría llegar a la altura de
los sentimientos, de las intuiciones, era un ámbito mágico en donde me movía
como en el espacio de un sueño. ¡Chata!, le digo, ahora que la tengo a mi lado
junto al ventanal de la biblioteca de nuevo, ¿te duele?, y me mira con un gesto
de dolor. Ese espacio, que duró ayer medio día, ya no existe, ahora está otra
vez en casa. Nos negamos a que fuera internada una vez más en el hospital, nos
dieron un tratamiento alternativo, aprendí a inyectarle la heparina. El peligro
de que el trombo se desprendiera y llegara a los pulmones nos iba a mantener en
ascuas durante unos días, pero no había otra alternativa. El tiempo de
tratamiento en el hospital habría sobrepasado su esperanza de vida. Por la
tarde dormitaba en la silla de ruedas con la pierna en alto.
Ahora es doce de marzo. Lleva dos días dormida, ya no
responde a ningún estímulo externo, no oye, no ve, tampoco siente el dolor;
duerme ininterrumpidamente alejada de este mundo. Fue ayer por la mañana que no
abrió los ojos, la vapuleé durante un rato; despierta, le decía. Luego puse la
música lo más alto que daba el amplificador, vibraban los cristales de toda la
casa, nada. Después grité en sus oídos: ¡mamá! ¡mamá! Se me formó un nudo en la
garganta; grité hasta que se me saltaron las lágrimas; no me oía, su rostro era
imperturbable, no mostraba sentimiento alguno. La levantamos y, después de
lavarla, la pusimos sobre la silla de ruedas y le dimos de desayunar.
Permaneció impasible, recostada la cabeza en un artilugio que le fabricamos en
seguida para hacerle cómoda la
postura. Los alimentos los ingería con mucha dificultad, con
paciencia conseguimos que comiera algún alimento que pasábamos por la trituradora. Todo
siguió igual durante día y medio, pero en la tarde del segundo día su
respiración experimentó un brusco aceleramiento, le tomé las pulsaciones, su
corazón bombeaba a una velocidad tremenda, sus pulmones trabajaban como una
bomba a punto de romperse. No sabíamos qué hacer, su pecho subía y bajaba con
celeridad pero sin que su rostro se alterara lo más mínimo. Llamé al doctor por
teléfono, sólo me dijo buenas palabras, no se podía hacer nada, esperar, esperar.
Después de quince minutos su respiración volvió a la normalidad. La
acostamos pronto, estaba muy dócil, parecía vivir dentro de un sueño reparador.
Aquel día Victoria y yo dimos un paseo hasta el olivar
y volvimos a discutir el asunto de las medicinas, el sentido que tenía ingerir
aquella extensa cantidad de medicamentos que tomaba a diario. Nos lo habíamos
preguntado frecuentemente durante los tres últimos meses. Ahora, ayer, que las
pulsaciones le subieron por encima de las ciento veinte, nuestro acostumbrado
paseo fue otra vez un espacio de difíciles interrogantes: ¿le retiraríamos las
medicinas?, ¿si?, ¿no? ¿Deberíamos
mantener toda aquella medicación después de dos días de coma? No queríamos
ningún medicamento que prolongara su vida en esa situación, mi madre necesitaba
morir sin necesidad de arrastrarse por un número innecesario de miserias. ¿Qué
hacer con el Fortecortín, con la Heparina, que yo mismo le inyectaba y que
ponía su organismo alerta contra la eventualidad de una trombosis, que prevenía
una posible embolia pulmonar después de la formación del trombo en la pierna?
¿El medicamento contra los posibles ataques epilépticos? Los diversos antibióticos,
los analgésicos, los inhaladores que apenas podían administrarse ya porque su
respiración era tan débil que no lográbamos distinguir las expiraciones de las
inspiraciones al aplicarlos. ¿Cómo repercutiría en su organismo la retirada de
los medicamentos? No podríamos decirle nada a mi padre, refugiado en la
apariencia de un sentimentalismo que no entendíamos. La mentira de las
convenciones estaban más arraigada en nosotros de lo que esperábamos (¿donde
quedaban aquellos pensamientos del principio cuando me planteaba el tema del
dolor con todo su dramatismo y pensaba en lejanos países para el destino último
de mi madre?) Debería dormirse hoy, mañana, y no despertar, decíamos mientras
hacíamos el camino de regreso a casa. Paseábamos por el camino alto del olivar,
el viento soplaba del norte y había en el horizonte un fondo de nubes azules
fragmentadas y altas. La sierra estaba ocupada por una pesada franja grisácea.
Los últimos días no pude
escribir. Al final todo se precipitó. Una mañana no despertó, todo era igual
que siempre, pero ya no abrió los ojos, no oía, cuando le acercábamos la comida
a la boca comía mecánicamente, igual que un recién nacido succiona instintivamente
del pecho de su madre. No había violencia alguna en su porte, la sacábamos al
sol, la hablábamos, nada, su vida era una vida vegetal. Ya sólo permanecía unas
pocas horas en la silla de ruedas, su cansancio era extremo.
Miro uno de los últimos retratos de mi madre.
Era mi madre. Enfermó hace unos meses, diecisiete semanas de vida dijeron.
Murió la pasada semana después de un largo historial de hospitales y de unos
apasionados meses en los que la vida se fue extinguiendo día a día en medio de
risas, besos y largos periodos de decaimiento y desolación.
Mi madre, gordita, asmática, dominadora de mi padre.
Recuerdo hoy largos periodos de mi infancia junto a ella, no demasiados momentos
de alegría, cuando un día me contaba, ya en los sesenta, la ilusión con la que
había esperado vestir determinado traje y un enorme sombrero de paja allá, poco
después de terminar la
guerra. Siempre me acordé de este detalle, lo contó una tarde
en que estaba especialmente comunicativa, sentados en medio del blanco de la
cocina mi padre volvía a relatar también aquello del jabón, de cuando lo
fabricaban con aceite que recogía de los restaurantes, la sosa, el contrabando,
esas historias que tantas veces relató. Pero los recuerdos fluían aquella tarde
mejor del lado de mi madre, la ilusión de entonces, de sus veinte años,
chispeaba en sus ojos con una gracia nueva, desconocida en ella. Modista, modistilla
de entonces, la única hembra de una familia numerosa, coqueta, sabedora de su
encanto físico, encerrada para siempre en sí, con sólo los resquicios
suficientes para que las lágrimas abrieran su curso en medio de un instinto a veces
casi animal. Encerrada a cal y canto en ella misma, replegada sobre algún
agravio desconocido para nosotros. Su inhibición sólo se rompió en los últimos
meses; besó entonces como besan los niños. Afriquilla le decía Victoria, y ella
extendía entonces los morretes hacia adelante para besar nuestra boca desde su
cara radiante de alegría. Eso de Afriquilla le llenaba los ojos de felicidad.
Ayer
hizo quince días que murió, Lu cía
oía a Serrat en el cuarto de baño mientras hacía la limpieza; me decía que le
gustaba más ahora porque era la música que yo había puesto hacía días, cuando
se murió la abuela. Casi
había olvidado ese detalle, había olvidado también que Lu cía
estuviera allí, todos estaban esa noche allí, pero no, no los veo, me veo a mi
y a mi madre, después veo a Victoria; durante unos minutos irrumpe mi padre, mi
hermana cuando suena la cancela y salgo a decirle que todo está tranquilo, que
todo ha ido bien, que mamá no ha sufrido; también me cruzo con mi hermano a las
cinco de la madrugada en el camino cuando voy al encuentro del coche de la funeraria. Sin embargo
todos ellos apenas aparecen en mi conciencia de esa noche, son sombras hasta el
mismo momento de su muerte. Antes soy yo y mi madre, y su estertor, y la sangre
obstruyendo los pulmones y la tráquea, y la sangre brotando a borbotones por la
boca y la nariz; una sangre viscosa y ocre que se le arrancaba del cuerpo con
infinito esfuerzo, abriéndose paso entre ella el último aire que llegaba a sus
pulmones. Estamos esperando que mueras, le decía a mi madre, y le pasaba el
brazo alrededor del cuello como para que se sintiera acompañada. El sueño y el
cansancio me habían vencido sobre las cuatro de la mañana y me había hecho un
sitio en la misma cama junto a mi madre; abrazado a ella intenté dormir. Su
respiración era muy precipitada, su pecho subía y bajaba como una máquina que
trabajara por encima de su máximo rendimiento. Quería acaparar para mí solo
toda esta vida que era la de mi madre y que se extinguía con un dramatismo
ajeno a ella misma. No sentía tristeza, ni nerviosismo, esa noche era la
culminación de todas las tensiones de cuatro meses. Todo ello se resolvía ahora
en la esperada paz de la muerte; había asimilado muchas incertidumbres desde
entonces y esto era ya certeza pura. Sucedería en cualquier momento, uno de
esos segundos en que su respiración se detenía forcejeando por traspasar la
sangre que obstruía los bronquios y la traquea. No puede durar mucho, me decía, ¡tantas
horas muriendo! Era una espera tranquila y amorosa. Me preguntaba por qué
habría de dejarla sufrir así; para aliviarme también me decía lo contrario, que
no sufría, que su sistema nervioso no transmitían ningún dolor. Evidentemente
me contradecía, me argumentaba a mí mismo que si fuera un perro me habría
producido tanta piedad que habría terminado con su vida antes del final; sin embargo
ella era mi madre y yo no tendría valor más que para acariciarla y hablarla
suavemente al oído, estoy aquí madre, marcha en paz ¿Dónde quedaban aquellas
vagas ideas de atajar el dolor del cáncer a toda costa si aquél se hiciera
intolerable, esa eutanasia imposible? Respiraba con grandes dificultades,
llegué a pensar que debería ayudarla a morir, pero era un cobarde.
En
el rincón de la habitación los troncos de roble levantaban una llama
acariciadora y acogedora. Desde la cama miraba el fuego subir y bajar, era el
fuego ritual de los bosques, de las montañas, de las playas. Siempre me ha
gustado contemplar las llamas, cuando tuve una casa fue una de las primeras
cosas que tuve en cuenta; alimentar un fuego durante las noches de invierno se
ha convertido durante años en una ocupación imprescindible. Ceñir el talle de
mi madre y sentirla tan cerca me apaciguaba, nunca había estado tan próxima a
ella como en aquellos instantes. La empecé a querer con una ternura muy
particular, más cuanto más se separaba ella de las preocupaciones materiales
inmediatas que tanto la habían atenazado siempre; todos anduvimos rodeándola de
un cariño muy especial durante estas semanas. Ahora agonizaba desde la
inconsciencia de su coma. Querría que me hubiera oído, estoy aquí mamá, duerme
tranquila, muere en paz madre. ¡Cuánto deseaba que uno de esos estertores
paralizara definitivamente su vida! Ya todos en paz, ya una nueva vida, la
muerte reparadora.
Después
fue, cuando la hubimos arreglado un poco y ordenamos la habitación, que puse
esa música de Serrat, también oímos a Lluis Llach, Viaje a Itaca, un tema que hacía años no escuchábamos. Era
especialmente entrañable oír aquellos temas tranquilos sonando en cada rincón
de la casa compartiendo los ecos de la agonía de mi madre.
¡Lloro!
ResponderEliminarVivo contigo los últimos momentos de tu madre, y como dijo aquel poeta, quien tuviera tu pluma para describir la muerte de la mía.
ResponderEliminarMientras desayuno, me pregunto, ¿porque no nos dejan morir con paz y tranquilidad?
Seguir paso a paso, día a día, aquellos momentos, fue lo más intenso que he vivido en la vida, Leibiy Francisco. Y también lo mas hermoso y entrañable.
ResponderEliminarTe quiero gracias hermano
ResponderEliminarQue bonito tio ��
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