El Chorrillo, 9 de abril de 2017
La hamaca
fue el remanso que encontramos al cabo de dos meses de un viaje que nos había
llevado desde Ciudad de Méjico a través de Centroamérica, con un breve vuelo a
Cuba, hasta la gran vena de agua que atraviesa Brasil. Contemplar ahora la vida
desde la hamaca, enfrentar las ideas, los recuerdos, las percepciones desde el
vaivén amazónico; ese parecía el objetivo cuando el barco zarpó en Manaus y,
corriente arriba, se disponía a afrontar un viaje de diez días con destino a
Iquitos, la legendaria ciudad de la selva peruana a la que el Fitzcarraldo de Wernerg Herzog quiso
adornar a principio del pasado siglo con un teatro de la ópera que rivalizara
con el de la Escala
de Milán.
Fitzcarraldo
tenía mucho de Mahler, fuertes, visionarios ambos, la grandiosidad de la selva,
el trabajo de alzar un buque por las laderas de una montaña para ganar el codo
inexplorado de otra gran corriente de agua. Trato de situar el primer movimiento
de la octava sinfonía en el fondo de las primeras secuencias, cuando la nave
empieza a alzarse sobre la superficie de agua como un milagro mientras cientos
de brazos indígenas mantienen firmes la tensión de las cuerdas sobre las poleas
y los cabrestantes. Es un canto al esfuerzo ciclópeo del hombre por expresar
ese grado de locura que necesita el espíritu para acercarse a la plenitud. Lo
que nace del agua en el arranque del primer movimiento con un rotundo acorde es
tan hermoso como la creación del mundo; el barco emerge del río y empieza su
andadura por la ladera de la montaña. Herzog inventó las montañas en torno a
Iquitos, las necesitaba para izar su barco por una ladera y para despeñarlo a
continuación por la corriente abajo de un río salvaje. La selva de Iquitos
nunca se eleva por encima de las enseñas de los barcos que la atraviesan, pero
no importa, parece como si el hombre tuviera necesidad de un reto en cada momento
de su vida. Si las circunstancias no nos llevan a ello, habrá que inventarlas,
como hace Herzog, a fin de poner a prueba nuestro espíritu adormecido. La vida
sin retos será poco menos que esa calma tropical en donde ni las estaciones ni
los estímulos tienen parte.
La hamaca es
un artilugio que dispone, por su naturaleza náutica y aérea, a la reflexión, a
la enunciación, a la asociación de los recuerdos; mucho más cómoda, creo yo,
que esa chaise-longe en donde Thomas Mann hace yacer a su protagonista de La Montaña Mágica, durante un
considerable número de páginas. Los contrarios se tocan, la calma tropical del
Amazonas y la estación de alta montaña suiza, pueden ser un excelente balcón
sobre la vida a condición de disponer de un tiempo suficientemente dilatado
para contemplarla.
El barco había zarpado, el sol del crepúsculo
se había hundido en el agua dejando sobre su superficie el brillo descolorido
de la ceniza. La luna se dibujada tenuemente en la superficie del río y yo la
miraba desde la cubierta demorarse mecida en un perezoso balanceo. De pronto
tuve la sensación de haberme liberado de un puñado de obligaciones, el ajetreo
de los buses, los madrugones, la correspondencia; el cuerpo me pedía
tranquilidad, tiempo para mí, sesiones de hamaca. Me parecía un regalo no verme
empujado por nada que me apremiara a moverme en una dirección determinada.
¿Cómo será
vivir aquí, a la orilla del río, me preguntaba, sin otra conexión con el mundo
que esta masa de agua? ¿Semanas, meses, años ausentes de comunicación, sin
otros nexos ni tensiones que las que fuera capaz de generar el cuerpo y las relaciones
con las personas y el medio? En la orilla veía a una muchacha cargada con la
mochila de ir al cole. Habría escuela, aunque fuera remota; habría gente,
aunque estuviera diseminada. La selva no es impenetrable, se puede caminar como
en un pinar guarrameño. A lo mejor era lo mismo, a lo mejor no había nada
remoto ni del todo exótico. Probablemente lo verdaderamente exótico seguiría
estando en las posibilidades que nos ofrece el cerebro, las exigencias de pensar,
crear algo nuevo: estar vivo, arreglar una casa, echarse al río a pescar,
recibir el calor del sol o la brisa del atardecer
Sin embargo
era imposible no pensar en el elaborado producto de la cultura que fue
fabricando el hombre, un acto inútil querer prescindir de él, porque esa
cultura nos hace seres más densos, más autoconscientes; la cultura engrasa la
maquinaria del espíritu e imprime densidad y profundidad allí donde en un
principio sólo existía la brutedad arborícola de nuestros antepasados. La cultura
no es otra cosa que la posibilidad de que el ser alumbre conciencia de sí, crezcan
flores donde sólo había cardos y piedras, sonidos armoniosos donde sólo el
ulular del viento hacía acto de presencia de tanto en tanto. Y ser selectivos,
exigentemente selectivos porque son muchos los caminos fáciles y rotundamente
equivocados, equivocados hasta el punto de hacer perder la cabeza y el sentido
de la realidad al más pintado. Buen olfato, oído fino, atención a los signos.
Surgían
estas cosas del ambiente apacible de la mañana, era agradable especular frente
al paisaje; invitación a la reafirmación de lo básico, materia visual para
hacer acopio de lucidez, no fuera a ser que algún día nos perdiéramos en alguno
de los laberintos que produce indiscriminadamente nuestra adelantada maquinaria
social.
¿Qué era
aquello que acontentaba mi espíritu, le daba esta mañana ese aire relajado de
bienestar? El camino que siguieron nuestros organismos durante estos meses sí
parecía estar poniéndonos en condiciones de hacer, “Ce qui est difficile ce
n’est pas de faire, mais de se mettre dans l’état de faire” (Brancusi), citaba
hace unos días Salvador Pániker en su Cuaderno
amarillo. Mi ojos se demoraba en las nubes y los grandes árboles de blanco
tronco, e intentaba adensar los recuerdos y las vivencias alrededor del ánimo sobrevenido
de esta mañana de navegación. El río Amazonas sólo es Amazonas entre Manaus y
el océano, cuando el río Negro y el Solimoes unen sus inmensos caudales. La
unión de estos dos ríos es el espectáculo de la fusión de dos grandes
historias: el negro intenso de las aguas que bajan de Venezuela junto al
Orinoco, mantienen su reservada distancia con aquellas color terroso del
Solimoes, que nace en los Andes. Ambas aguas caminan dentro del mismo cauce, unas
al lado de las otras, sin fundirse. Pasarán muchos días de navegación antes de
que la cercanía de una y otra termine por resolverse en un caudal único. Así
probablemente nuestra relación con las personas, caminos largos que recorrer
juntos, la experiencia de los rápidos, el aire de la noche llenando de brillo
de estrellas la superficie calma del agua. Quizás sea esto de flotar uno junto
a otro el amor, no lo fugaz, sino eso que llegados al delta, al final de la
vida, recordaremos con extraordinaria sensación de bienestar; lo que permanece,
lo que es capaz de enquistarse en nosotros como parte de nuestra propia médula.
La hamaca,
el chinchorro, es un instrumento idóneo para asentar el cuerpo y dejarlo ir por
los caminos que el ocio puede ofrecerle. El agua se movía indolente entre la
orilla y el barco. Me llegaba un fuerte olor a orines, los criajos de al lado
habían empapado la hamaca vecina en el transcurso de la noche. Frente a mí una
joven leía un volumen de El Nuevo Testamento;
en la hamaca próxima una nena se agarraba a la mamiteta mientras manoteaba el
otro pecho de la madre, que dormía despanzurrada sobre el chinchorro metiendo
el pie dentro de El Nuevo Testamento
de la vecina. La madre no tenía más de dieciocho o diecinueve años, la nena
sólo se tranquilizaba agarrada a la teta o correteando por cubierta; su mamá
llamaba indolentemente a Jefersson que, con sus tres años, no era capaz de estarse
quieto un minuto y corría arriba y abajo de la escalera y se asomaba
peligrosamente por la escotilla de estribor. La madre se volvía a acomodar, me
metía el codo derecho por el ojo; la joven del Nuevo Testamento dormía acunada
por el sopor de la cubierta. Era una humanidad hacinada, pero no desagradable; constituía
la vida del instante; si ayer, anteayer se respetaban las distancias dentro de
esta aproximación inevitable entre unos y otros pasajeros, hoy esa misma distancia
ya no existía, los espacios individuales habían desaparecido; sin embargo, en
la versatilidad de la hamaca era posible encontrar el hueco a diferentes
niveles para colocar todas las partes del cuerpo en una posición de inusitada
comodidad. Los colores, la disposición de los tirantes y las telas, el contrapeado
de los cuerpos, formaban un conjunto armonioso. Aunque Victoria comentara que
parecíamos refugiados políticos o prisioneros de guerra en lugar de pasajeros,
la imagen respondía más al hábito de la asociación de estereotipos que a otra
cosa.
Espectáculo
de luces y sombras a la caída de la tarde, barcas, pescadores que traen su
mercancía al puerto, barracas reflejadas sobre el agua; los bopos, semejante a
los delfines, aunque mucho más pequeños, describiendo pequeños saltos sobre la
superficie del río. Unas pocas tomas con la cámara fotográfica de las siluetas
que atravesaban las últimas luces flotando en el crepúsculo desvaneciente. Y
calor, calor húmedo, pegajoso y espeso que dejaba la piel como untada de aceite
y perlaba el rostro de gruesas gotas de sudor.
Manaus |
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