El Chorrillo, 17 de abril de 2017
Hoy tuve una de esas mañanas en
que despierto, pero con los ojos cerrados, y después de haber abandonado al
despertador a su suerte, vivo, durante horas, como flotando en el líquido
amniótico de un puñado de sensaciones. Un caldo de cultivo que Gastón Bachelar
en su Poética de la ensoñación
considera el más propicio para entrar en comunión con la vida y los elementos;
unos instantes que en el budismo zen llaman meditación y que en la jerga de
Carlos Castaneda en El arte de ensoñar, y
con su brujo don Juan a sus espaldas, constituye la llave del conocimiento. Ese
tipo de corrientes energéticas que todo el mundo siente, pero que, en palabras
de Castaneda, al estar todos tan ocupados como estamos con nuestros problemas y
apremios, ni les prestamos atención a este tipo de sensaciones ni encontramos
las condiciones para que éstas lleguen a nuestra conciencia. Vamos, el momento
más idóneo del día para que uno sea objeto de alguna revelación esencial.
Desde mi cama,
estirado como Tutankamon en su sarcófago, veía mientras tanto revolotear a los
gorriones en torno a la hiedra que cubre mi choza donde tienen sus nidos dando
saltitos entre ésta y un cerezo cercano, miraba pasar livianas nubes por el
azul claro del cielo. Y las sensaciones venían y se marchaban dejando en mi
retina breves referencias de la realidad que me rodeaba. Yo era un bicho más
entre todos los bichos de mi entorno cuya existencia percibía a un mismo nivel
de importancia, como una más de esas otras vidas, la del gorrión, la del
ciruelo, la de los narcisos que están empezando a brotar a sus pies. Vidas que
ocupan el espacio de nuestra parcela por unos años; vidas que engendran otras
vidas. Mi existencia era una existencia entre todas estas existencias y entre
las cuales yacían los restos de otras existencias en forma de montones de leña
que mi mano y la motosierra talaron para calentarme en invierno junto al fuego
de la chimenea; en forma de compost de restos vegetales de un huerta que poco
antes era adorno y sustento de los moradores de la especie del homo sapiens que
habitan este espacio que llamamos familiarmente El Chorrillo.
Ser una vida en
un plano de igualdad entre otras muchas vidas me reconfortaba esta mañana. Las
religiones no existían, las marrullerías políticas tampoco, las guerras eran la
mayor estupidez que el hombre ha creado, las riquezas eran ese montoncito de
semillas que las hormigas almacenan en sus hormigueros, no más, y los seres
vivos a su vez eran bichos que nacían de los huevos, de los úteros, de las
semillas, de los bulbos, vivían una porción de tiempo, algunos unos pocos días,
otros meses, los más un número reducido de años y después se marchaban o se
convertían en ceniza o compost con los que alguien abonaría acaso la huerta de
la siguiente primavera. Verdades, como decía Castaneda, que todo el mundo
conoce pero que, tan torpes somos, necesitan un instante de revelación para que
se nos impongan como verdades de cajón. Y sí, esta mañana me parece mentira que
para llegar a una conveniente percepción de la realidad sea necesario olvidarse
de las obligaciones, las premuras y encontrar un rincón de recogimiento en el
regazo de las primeras horas del día que comienza.
Nota: La imagen de más arriba pertenece a la portada del libro de Bachelar, Poética de la ensoñación.
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