De cuando murió mi padre




LA SERPIENTE DE PIEDRA


La hora mágica dura apenas el tiempo de tomarse un zumo de naranja y un café con leche. La luz tenue alzándose sobre la geometría rigurosa, ángulos y diedros de nieve contra el cielo lechoso del cielo, sin sombras, sin matices, paisaje propio de la rústica arquitectura del desierto que no se engaña con el verde frondoso de las ramas bajo la ardiente nada del horizonte. Los aciertos del diseñador del centro con sus zigzagueantes caminos de piedra calcárea discurriendo en la grava calcinada y reluciente como una serpiente reptando indolente hacia la sombra lejana de una acacia solitaria. La mañana viniendo sobre el horizonte ilimitado y plano, austero hasta hacerse hermano de ese rastro de luna que se posaba de madrugada lavando con su mirar la noche y su silencio, viniendo desde su frescor temprano hacia el resplandor enjalbegado donde sólo los romeros anuncian acaso la remota posibilidad de un tiempo en que  la sed estuviera matizada por hilachos de agua corriendo por la corteza terrosa de la tierra grumosa y resquebrajada.
Mañana como de domingo temprano cuando la ciudad todavía duerme el sopor de una jornada hecha para descansar. La excepción del caminante solitario que espera paseando a la vera de los romeros y las madreselvas enanas la apertura de la cafetería. Silencio, apenas un automóvil que sale del aparcamiento llevando en su interior al último empleado del turno de noche.
Y el temor a que la hora mágica desaparezca prematuramente envuelta en la lógica cotidianidad de un día más, sin historia, igual a si misma, ajena en su esplendor a nuestra mirada robada por el tránsito de los hechos superpuestos que apenas dejan tiempo para mirar el blanco encalado de la mañana, su austera belleza. Ah, retener el momento, el brillo refulgente que alumbra tenue quién sabe qué misterioso rincón de una memoria que quisiera ser parte entrañable del que cierra los ojos y aviva en su interior la llama benefactora de su calor en el frío invernal del alma. Cerrar los ojos y dejar que el amanecer, avanzando hacia la cruda luz del mediodía, se haga belleza inhóspita y deslumbrante; al fondo las dunas asomando sobre la hilera de los romeros.
Y todo ello tras el ojo de pez de una habitación donde suena el efervescente rastro de un riachuelo y su cantarín reclamo de vida; el anciano, dentro de su mundo, quizás en las cercanías de un final que la lógica de la edad no perdona, duerme envuelto en la calma sabática de la mañana.
El anciano es su padre. Ambos, uno junto al otro, intercambian desde hace días un diálogo silencioso en donde la vida de él, a punto de extinguirse, interroga a la suya en el blanco mutismo del hospital. A ratos, mientras el padre farfulle palabras incomprensibles, el hijo lee a Proust, en El mundo de Guermantes es una profunda niebla en donde los coches de punto encuentran dificultades para orientarse. En el del hospital es primavera, bellos tapices de amapolas cubren los campos  de los alrededores. Todas los centros hospitalarios convocan similares recuerdos, hitos de los caminos de la vida que se convocan unos a otros atraídos por el aire de alguna desgracia en donde un ser querido estuvo implicado en algún momento. El tapiz de amapolas le recuerda los recientes olivares de los campos de Andalucía, un largo camino por el que anda errando desde el principio de la primavera. Hubo de dejarlo para atender a su padre enfermo. Las páginas de Proust son una invitación a la reflexión sobre la condición humana.
Ahora él reparte su tiempo entre la habitación del hospital y los ratos de lectura bajo las ramas de los árboles que pueblan los alrededores de su casa. El clac clac de los aspersores estimula con su monotonía sus reflexiones ambulantes. Aquel día después de comer se adormila frente al campo negro del mantillo que cubre la parcela. El pan y quesillo de las acacias ha rociado con su manto de nieve los alrededores de los troncos; esta primavera no ha sentido la fragancia de sus racimos de flores, o él con su trajín no lo advirtió, o acaso ellas reservaron para sí todo el profundo perfume de sus ramas. Lástima. Cuando despertó el sol entraba débilmente en la cabaña. Retomó al personaje Proust por un rato y después se fue a ver las nuevas flores que habían crecido alrededor del huerto; llevó consigo la cámara fotográfica: los esplendidos iris, los delicados pensamientos, los geranios siempre alegres y despreocupados, llenos de color, las rosas, perfumadas, rojas, amarillas, tan bellas en todo momento, bien merecían algunas tomas para su colección fotográfica.
Transcurre otro día más. Su hijo Mario ha cuidado esta noche del abuelo y ahora duerme en el taller, su antigua habitación aún llena de citas que nombran el amor, la vida de un navegante solitario, Julio Villar; sus pareces que recogen instantáneas en blanco y negro de su viaje a la India; llena también, como secundando un mismo estilo de vida, por tres paneles en donde, una vez marchado el hijo, él mismo dispuso un muestrario fotográfico de su travesía a los Alpes de años atrás.
La circunstancia le recuerda los últimos días de la enfermedad de su madre, muerta de cáncer años atrás, esos momentos en que uno siente más profundamente la consistencia elemental del tegumento vital que son los padres, los hijos, la familia; cuando sorprendido por la pajarera de las propias emociones y recuerdos, se recoge en el silencio y, acurrucado en el regazo de la noche, piensa largamente en la existencia, susurra breves oraciones de arrepentimiento, medita largamente sobre los porqués que, uno tras otro, irrumpen en el ánimo como imposibles interrogantes. Ellos, ignorantes, amorosos buscadores de las verdades, incrédulos siempre cuando se acercan al vacío en la mirada de los otros.
Es medianoche. En la habitación de al lado una voz de anciana llama insistentemente: ¡Mamaaá, mamaaá! Su voz resuena en los blancos pasillos de la noche en pos de la madre muerta varias décadas atrás. Y entonces él recuerda otras habitaciones del mundo, hoteles de América Latina o Asia, en donde el silencio de la madrugada era rasgado por voces de mujeres, susurros de amor, ese ¡amor mío, te amo!, al borde del desfallecimiento; prolongados gañidos entreverados en el hervidero de la vida desparramándose en largos y quejumbrosos ayes en la oscuridad y el silencio. La anciana de hoy reclama la presencia de la madre muerta. La madre, el amante, ese Dios que invocan los creyentes junto a los precipicios, nuestras vísceras reclamando con avidez nuestro ser en el otro.
La respiración gutural del padre atraviesa el silencio y ocupa el sueño entrecortado del hijo. La luz lunar de la habitación propende a una melancolía que busca el arrimo de los seres queridos, estimula la parte profunda del alma donde habita la pena y el dolor, alerta aquellas fibras que sienten el peligro de la continuidad de la vida junto a los hijos, los padres, la esposa, la amante. Mira la mañana con la perplejidad de quien se encuentra en un mundo nuevo, una puerta que se abre a un espacio crudo de aristas netas y de cruda luz. Ahora fuera el sol rompe tímido contra las blancas fachadas, despierta con suavidad a las ramas del olivo enano que crece testigo de la nada junto a la serpiente que arrastra su almendrada coraza de piedra gris por el patio del hospital. El interior de la habitación, como si en él fueran cayendo cacillos de leche en la negrura del alba, va convirtiendo su espesura de pez, su silencio, en cenicienta fragosidad sobre un fondo en el que impasible gorjea el glu glu del oxígeno. La tos del enfermo rompe bronca y seca contra su sueño, lo despabila. Se sienta en la cama confuso, con la resaca de una noche en vela perturbada por sueños que fueron creciendo en los intervalos a la sombra de su inquietud. En el sueño, la terraza donde vivía se asomaba al vacío de la calle y él debía descender aferrado a las anfractuosidades de viejos ladrillos erosionados para ir a pagar una factura de doce mil euros por el arreglo del coche. La voz de su padre atravesó el sueño, su voz era cavernosa, pero recia; también él soñaba, sus palabras salpicaban significados parciales, inconclusos, palabras como islas brumosas difíciles de definir, palabras en el piélago de la noche en las que era imposible encontrar un hilo de razón.
Son las siete de la mañana. Se Incorpora; al poco rato entra una enfermera para tomar unas muestras de sangre. Los brazos del padre ofrecen enormes moratones violáceos producto del forcejeo de las enfermeras para extraer la sangre. 



-¡Por Dios! -El padre se pone tenso, grita cuando siente la aguja penetrar inútilmente en su antebrazo. Agita todo el cuerpo con espasmo. Así tres, cuatro veces.
El hijo le sujeta firmemente, acaricia su frente, intenta calmarle, él trata de librarse del aquel martirio; después de varios intentos la enfermera logra extraer un escaso centímetro cúbico de sangre.
-Espero que sirva -dice-. Venga, Santos, que ya no le voy a pinchar más.
-¿Te afeito? -le pregunta, cuando la enfermera ha abandonado la habitación.
-Bueno -asiente a través de su débil voz de moribundo.
Hace días que perdió las ganas de hablar. El zumbido de la maquinilla recorre suavemente su rostro. El silencio vuelve a adueñarse de la habitación. No fueron buenas las relaciones con su padre. Siempre había sentido envidia de esos personajes que aluden a sus padres como referencia importante para sus vidas. Quitando la originalidad de aquellos veranos de infancia en los que todos vivían la temporada de verano acampados a la orilla de un río, un tiempo feliz de aventuras junto al gran río, que le parecía a él y que le dejó la impronta de su posterior afición por la naturaleza, apenas puede recordar nada que le haga agradable su recuerdo, un rasgo de carácter, una muestra de especial cordura, un interés por lo que fuera el mundo del hijo desde la infancia; sólo algunos tristes recuerdos que ponen de relevancia el modo de vida elemental y centrado en sí mismo del padre; se le hace triste confesarlo, su enorme mediocridad ponen unas gotas de desazón en su ánimo. Debe de ser un hijo muy desagradecido, piensa, le duele encontrarse con estas realidades, le asusta pensar que algo de lo que fue su padre para él pueda a su vez ser él para sus hijos; este hombre que recuerda y que vela hoy el sueño de su padre y que tanto duda a veces de la corrección de su propio proceder, hombre algo asustado en tantas ocasiones, solitario, tan necesitado de los otros y a la vez tan distante.
Una hora más tarde, su hermana le sustituye junto a la cama del padre. Abandona el hospital, toma contacto con el frescor de la mañana, el tapiz de las amapolas, las luces y las sombras del campo, los trigos, las cebadas, el tráfico apresurado de los que van a trabajar. Le invade una inmensa tristeza, tristeza por él, por su padre, por la vida que no es a veces como se quiere, esa realidad multiforme que tanto hace vibrar de placer y expectativas como le sume en el intrincado laberinto de los porqués, en la profundidad de los pesares.
Llega a casa pero no tiene ánimo para trabajar en la parcela, donde ya la pelusilla del nuevo césped ha empezado a tapizar la negrura del mantillo. Es hermoso este pequeño emplazamiento del mundo,  piensa, hermoso especialmente en primavera, en esta primavera en que creamos un huerto y sembramos decenas de especies diferentes de flores. Las lechugas ordenadas como un pequeño batallón disciplinado, el despelucado patatal, la inhiestas tomateras a las que la hortelana colocó ya un tutor, las escarolas, los rabanitos, los erguidos puerros junto a sus primas hermanas las cebollas, las zanahorias como pequeños abetos enanos; en fin, y luego los peces que oyen sus pasos y se acercan a por la comida matinal, revoltosos, inquietos; o Gaza y Curri que vienen a su lado buscando sus caricias, este último con el caminar cojitranco de la vejez perruna. En fin, le dedica una mirada a las luminosas acacias, a los frondosos cerezos con su pincelada de vino viejo sobre la umbría de las catalpas y las higueras, al fondo de la cual destaca la claridad matinal de los álamos blancos. Tantas razones para vivir en paz con el mundo, ahí mismo, frente a la desolación y a la mañana de insomnio que cubría el patio blanco y su serpiente de piedra.
A la tarde vuelve a su libro. Esa curiosidad que suscita en él el largo cortejo de personajes que recorren la obra de Proust, periclitados, extravagantes, inteligentes, inmensamente cultos algunos, extremadamente ricos, poseídos de una extrema importancia de sí la mayoría de ellos, siempre a la caza unos y otros de un lugar en el frontispicio de una clase social que gasta su tiempo y su dinero en mantener sus privilegios, en estar en la consideración de los más poderosos. Esos personajes que por demás parecen no saber vestirse o peinarse sin la ayuda de un sirviente. Extraño invento el de un ayuda de cámara, por cierto, para una persona que goza de salud y no tiene ningún impedimento físico. El escarpelo de Proust es a veces tan proverbialmente cruel que le cuesta imaginárselo como uno más de ese baile de disfraces que son con frecuencia las reuniones de la alta sociedad de su tiempo. Tan lejos estamos hoy de ese emperifollado social, que aun sabiendo que en la actualidad no deben de faltar grupos sociales que les anden a la zaga a aquellos encopetados caballeros, nos parece como cosa de un obsoleto teatro de marionetas. Así lo ve él, al menos. Qué fuerza la de querer estar entre el cogollito, la de ser alguien a toda costa, aunque uno tenga que morirse. Aunque uno tenga que morirse. Es evidente, sin embargo, que para Proust todo aquello es, por encima de todo, un excelente material de trabajo, la materia de su arte, el trampolín para colmar su anhelo de mujer, su extremada sensibilidad en relación con el arte y el mundo de las sensaciones.
Acaso el ambiente del hospital, piensa, su silencio interrumpido por las quejas de algún paciente, la blancura neta de sus paredes, todo ello contribuya a hacerle ver la realidad desde la óptica de nuestra pobre y ridícula desmesura viviendo tan ausentes de nosotros mismos, pendientes, pobres, casi exclusivamente de ese ruido mundano que aturde de continuo nuestros sentidos, desconociendo, acaso, la importancia que tenemos para ese persona tan particular y especialísima que somos nosotros mismos, desconociendo el tiempo que nos debemos, el empeño con que deberíamos mimarnos. Estar ocupados en exceso en el mundo exterior debilita el tiempo que necesita nuestra propia alma para estar en comunión con su propio ser. De Proust le gustaba esa capacidad de ser él mismo centro de su relato, él, sus emociones, sus expectativas, sus sucesivos enamoramientos, sus relaciones con la música o la literatura, a la vez que su papel como testigo y mentor exhaustivo de la sociedad que le rodea.
Una de la madrugada. La realidad incontrovertible del hospital y su entorno. Han transcurrido ya varios días desde que ésta habitación se convirtiera en su hábitat diario. Su padre se encuentra en situación estacionaria. Sólo cabe esperar. Hoy se hace consciente de cómo la presencia continuada en un espacio que suscitó emociones y percepciones nuevas, va perdiendo su halo de excepción para convertirse en cosa cotidiana; perdió parcialmente su magia, su facultad para estimular nuevas asociaciones y convocar la poesía que los espacios nuevos y sus circunstancias llevan en sí. El hospital. Las horas en él terminan convirtiéndose en rutina, rutina dolorida, el amanecer que inundaba hace días con luz intemporal, compartimentando en líneas netas la geometría del edificio, es en esta mañana, con ser el mismo espacio, algo totalmente diferente; desapareció la emoción primera, la evocación del desierto, la soledad, el aislamiento que le sugería la mañana en medio del páramo. Por demás la madrugada es hoy groseras blasfemias, soeces gritos de un enfermo que ocupa una habitación cercana, es luz y tiempo desposeídos de ese revestimiento nuevo que las circunstancias de excepción otorgan a pequeñas parcelas de la vida. No la excepción exclusiva de una luz, un silencio, sino el valor que otorga a esa luz y a ese silencio la circunstancia especial de una enfermedad grave que, comenzando por despabilar la amnesia respecto a la omnipresencia del hecho de que somos seres nacidos para morir, hace que cambiemos inmediatamente de registro para rendirnos a la evidencia de la muerte y el dolor, siempre como adormecidos en nuestra conciencia mientras no haya situaciones concomitantes que nos recuerden que su permanente actualidad es cosa posible en cualquier momento del día. Así, la enfermedad termina por hacer de los espacios un entorno en el que el espíritu, sensibilizado en extremo, encuentra un modo de expresar su abatimiento, el frescor de una mirada nueva que hace del instante una vivencia impregnada de poesía y bañada por el encuentro personal con los resortes más íntimos del vivir. Esos instantes de gracia en que la percepción, aguijoneada por la magia del momento, ve y siente lo que raramente alcanza a percibir en las prosaica cotidianidad; la puerta encantada, el reflejo de los infiernos, la dulce suavidad de un amor, la tenue llamada de una verdad incontrovertible que habrá de ir formando la conciencia en el aprendizaje que se ha de  hacer de la muerte.
Su padre apenas se mueve, a veces emite monosílabos como si estuviera hablando para sí mismo, le llama: Too, Too. Él se acerca, le toma la mano y entonces se calla. Quizás sólo quiera saber que está ahí, a su lado. Lee el periódico, observa al personal del hospital, esa rutina silenciosa de reemplazar el frasco de suero, de tomar una muestra de sangre, de agregar unos datos a una gráfica. La realidad es un asunto de teatro en donde cada uno desempeña el papel que le cayó en suerte, o el que se ganó a pulso, lo mismo da, un juego, piensa. En la portada del periódico, tijeretazo, paro, menos solvencia internacional, una señora comprando libros para sus nietos, la reina, detrás otra señora, la ministra de cultura, inauguran la Feria del libro, los militares deprimidos porque sienten que dan la vida por ideales que la gente ridiculiza; después, el chapote de Obama en el golfo de Méjico, en fin, todas las noticias del día. Cuando era niño, los ministros y toda la gente importante de la recién estrenada tele, eran una jerarquía perteneciente a otro planeta; él, su familia, la gente que conocía, eran simples lacayos de toda esa fanfarria; el comedor del colegio al que asistía, era subvencionado por la duquesa de Alba, alguien muy importante e inasequible que empleaba algo de su tiempo y su dinero en obras de caridad. Un teatro, un juego de convenciones en donde nunca está ausente la influencia de aquellos que quisieron sacarle algún provecho a tales convenciones. La propiedad privada, la grande, era una convención en la que se han empleado a fondo a lo largo de la historia los espabilados de siempre, convirtiendo y perpetuando en propiedad la mayor parte del planeta; las monarquías y todos sus oropeles es otra convención, anticuada convención que fue sostenida a su vez por otros muchos a los que ésta servía por demás en la consecución y perpetuación de sus intereses, que para mayor ironía parecían provenir del mismísimo Dios; la religión, que dado que, como no queremos dejar de vivir, obliga a traspasar el tiempo de la mano de unos entes llamados dioses, que previo el débito de amarlos sobre todas las cosas, nos concederán la bienaventuranza eterna; una convención para obviar el dolor de la vida, el de la muerte; una locura inconcebible que, milagro por medio, fue asumida siempre por la mayoría del género humano. Y de ahí a estratificar toda la sociedad y hacerla creer que unos tienen sangre azul, otros verde y los pobres viandantes tan sólo roja, va un paso. Es un lastimoso placer ese de seguir a los personajes de Proust en sus pequeños actos, en sus reuniones, a toda esa prole aristocrática de principios del pasado siglo, que mira tan por encima del hombro al resto de los humanos. Cómo el principio de autoridad se nos impuso desde tiempos pasados hasta dejarnos convencidos de que en la colmena humana unos habían nacido para mandar y poseer la riqueza y el resto para obedecer y servir a los primeros.
Sin embargo, en Proust, lo esencial sigue estando en otro lugar, ese otro lugar en donde los oropeles están de más: el esperado beso de la madre antes de conciliar el sueño, el dolor por la abuela fallecida, la expectativa de algo maravilloso que nos espera tras alguna puerta, el incipiente amor reflejado en aquellas muchachas en flor, el deseo de posesión de una amante, los celos, la desazón por aquella amistad truncada.
Deja la lectura y vuelve los ojos a su padre, sus ojos hundidos de ciego, su barbilla prominente alzada sobre el hueco de la boca sin dentadura, su extrema delgadez, el arco transparente del conducto que lleva el oxigeno a sus fosas nasales; todo en él hace pensar en una existencia que se extingue. Hoy le retirarán el suero y empezarán a administrarle morfina. Su respiración es tranquila y gutural. En el pasillo vuelven a retumbar las obscenidades y blasfemias del enfermo de la habitación de enfrente, un primitivismo terrible que no amortiguan las puertas cerradas ni la cuidada atención de las enfermeras. Después de diez minutos vuelve la calma a la habitación.
Continúa con Proust. El impacto que produce en nosotros la expectativa de una persona, un acontecimiento, un objeto artístico, un paisaje que visitaremos próximamente, un mundo que sólo tiene vida real en la mente del que anhela. Su obra es un ajuste de cuentas con la realidad, la cual, una vez vivida pierde su halo poético, esa magia que lo envolvió durante el tiempo que duró la expectativa, para convertirse en prosaica realidad que apenas tiene en común con el objeto deseado más que el nombre. Le produce un sentimiento de lástima comprobar como página a página el proceso se repite, cómo sus amores, el idilio que levantan todas aquellas muchachas en flor, Gilberta, Albertina, también la duquesa de Guermantes, van desmoronándose según le es dado tener relación con estas mujeres. Y sin embargo ¿no está gran parte de la felicidad en la expectativa, en cómo nos imaginamos un país exótico que visitaremos en las semanas próximas, en cómo pensamos en nuestra amada, en cómo será hermoso escalar tal cumbre, realizar tal proyecto? La novela de Proust es hermosa en ese tiempo de la espera, en cómo se enamora constantemente; en la forma en cómo se imagina aquel pueblo, Balbec, donde pasará el siguiente verano; en lo hermoso que será oír cantar a la Berma; en un viaje aplazado a Florencia o Venecia; en los tantos trabajos que se toma para tropezarse, ser invitado, por aquel grupo de muchachas. Pese a que todo se descomponga más tarde y la realidad sea rudamente prosaica, sin poesía, incluso soez, como es el caso cuando paso a paso va demoliéndose ante sus ojos aquel mundo de Guermantes.
Entonces, ¿ponerse una coraza contra lo posibilidad de sufrir otro desengaño amoroso?, ¿empeñarse a toda costa en decir que un vaso en simplemente un vaso?, ¿privar al alma del sabor de la magdalena, del frescor maravilloso de las horas pasadas en otros brazos?, ¿dejar de soñar de vez en cuando?, ¿cometer la locura de dejar de estar un poco loco? Proust desmonta de continuo el andamiaje entre la realidad y el sueño, pero no se arredra por ello, sigue soñando, lo recrea viviendo fuera de la realidad, algo por demás bueno, piensa él, siempre que uno no se vea abandonado por cierto sentido de la mesura.
Se pregunta por las expectativas de su padre, esa dura vida que le tocó vivir durante la guerra y los años posteriores, un tiempo tan lejano para él que rara vez sintió curiosidad por conocerlo, algo así como si huyendo de un pasado calamitoso su existencia se dirigiera a toda prisa hacia el futuro, un mundo en donde las cosas tendrían que ser diferentes. En su familia se habían librado de la miseria  por los pelos y él después no quiso saber nada de aquel mundo. Era el futuro lo que le interesaba. Por demás acaso sea dolorosamente verdad que cada uno vive ciegamente para sí, pensaba, para que mi vida sea la sede en donde todas las realidades confluyen, unas veces en sordina, otras con más pasión o violencia, pero siempre realidades referenciales que salvo casos contados, no hacen mella en la esencia de nuestras pasiones y anhelos. Espoleados por la presión del otro, del semen, de nuestra voluntad de vivir, hacemos de nuestros anhelos el combustible de la existencia.  Piensa en la vida de su padre, en sus años de noviazgo. Su madre había plantado a un antiguo novio por alguna razón fútil, e  infantilmente, como si tratara de restregar en las narices de aquél su despecho, había comenzado sus relaciones con mi padre. Él cree que su madre nunca llegó a querer a su padre. Más de una vez le oyó lamentarse a él de la frialdad con que su madre atendía o negaba sus requerimientos. Ella, eso sí, mientras, contaba cosas bonitas de su juventud, cierto sombrero que halagaba su coquetería, su relación con la pandilla femenina del barrio, con sus hermanos, sus trabajos de modista, pero en sus relatos nunca tenía cabida su padre. Sin embargo, él sí estaba enamorado, pero le debió de faltar la sutileza necesaria para acercarse a ella de manera más convincente. En cualquier manera eran años muy difíciles en donde satisfacer las necesidades más elementales constituía ya un problema; quizás este ambiente en donde llegar a fin de mes era un acto penoso, hubiera contribuido a este desapego. Siendo él niño su madre cosía en casa para la calle y pasaba el día pegada a la máquina de coser; él la recuerda demacrada, con la cara hundida, la belleza y la lozanía de su juventud perdida en medio de las penalidades y el esfuerzo para sacar adelante a tres hijos. Su reticencias con su padre arrancaban precisamente de ese escenario de decrepitud y pobreza de sus años de infancia. Él manipulaba las nóminas para sustraer de ellas una mayor cantidad para sus gastos personales; esa pasión que tenía por entonces de comprarse una moto, u otros gastos que él no podía adivinar. Quizás su recuerdo infantil más doloroso esté relacionado con esa situación: su madre sentada junto a la ventana llorando con la nómina groseramente manipulada entre las manos. Su recién estrenado uso de razón conservaba este recuerdo grabado a fuego en su memoria.
No obstante cree que su memoria, no sabe por qué razón, no ha sido nunca justa con los recuerdos de infancia relacionados con sus padres. Ya contó en otros lugares cosas menos tristes sobre ella, pero no es el caso de hoy frente al cuerpo moribundo del padre. Esta soledad, los dos frente a frente en la  avanzada madrugada del hospital, sin ningún otro interlocutor en el que disolver sus sentimientos y recuerdos, es obsesivamente dura para su conciencia. Se siente un hijo cruel que a duras penas es capaz de suavizar la luz que cae sobre aquellos recuerdos dolorosos. Y entonces vuelve a la memoria de esa lejana juventud en que sus padres apenas tenían cabida en sus  decisiones; él y mis proyectos eran el centro de la realidad en la que estaba inmerso, ellos no contaban cuando él decidía pasar la nochebuena de excursión por el monte, cuando desaparecía por largos periodos de tiempo perdido entre las montañas de los Pirineos o los Alpes, cuando quiso dejar de trabajar y marcharse a vivir lejos de casa para preparar los exámenes de selectividad. Tampoco sus hermanos parecen existir para él en la memoria de aquel tiempo; largas estadías lejos de casa de las que regresaba con ganas, sólo atraído por el deseo de reencontrarse con su madre. ¿O no era así? No, cree que fuera así del todo. Su carácter le inclinaba a la soledad y, una vez en ella, lo que a través de ella rescataba para su apasionada forma de ser, ascensiones, viajes, proyectos que chocaban con las convenciones corrientes de lo que estaba destinado para jóvenes de su edad, se constituía en un círculo maravilloso en donde su familia tenía escasa presencia. Quizás las cosas no fueran tan duras y sólo recuerda mediatizado por las pasiones que han sobrevivido en el tiempo, esa gran necesidad de experimentar la libertad, de huir de la mediocridad del gremio de los empleados de oficina o de la banca en cuyo interior vio la amenaza de ser engullido de por vida. A fin de cuentas estaban también esos bonitos recuerdos de cuando después de una larga jornada de escalada en la Pedriza, aquellas deliciosas primaveras de jaras en flor, se dedicaba a componer un manojillos de delicados narcisos para su madre, que luego ésta colocaría orgullosa en un jarroncillo de vidrio sobre el aparador del cuarto de estar; o cuando con el último dinero que le quedaba después de sus correrías por las cumbres de Chamonix, compraba un queso de gruyere para su padre; o regresaba de un verano en los Alpes con el regalo de un reloj cuco, o hacía un largo viaje en auto-stop desde Saint Moritz, donde trabajó un invierno, hasta Berna, en medio de una inmensa nevada, para comprar un reloj de pulsera para su madre. Quizás su mala conciencia no le deja ver claro en unos tiempos en que su pasión aventurera lo absorbía todo.
La noche última apenas ha parado de llamarle, Too, Too, decía, decía el padre desde su sueño; se levantaba, le tomaba la mano; probablemente soñaba. Volvía a su cama. Al otro lado de la ventana la serpiente de piedra dormía silenciosa junto al olivo solitario. El rumor del oxígeno, como el de un arroyo insomne que atravesara el desierto de la noche, siseaba monótono como un metrónomo que fuera pautando el débil ritmo del un invierno próximo destinado a congelar la vida. Morir. Extraña idea la de que todo concluya para uno, que uno concluya para sí mismo, deje de existir, pensaba. ¿Puede darse algo más extraño y extravagante que esto, cuando el mundo es el mundo sólo porque mis ojos lo ven, lo tocan, pensaba, cuando el sentimiento del yo es tan poderoso, cuando otra cosa que no sea la permanente continuidad de la vida, de los proyectos, de la naturalidad de encontrarse al despertar por la mañana con uno mismo nos parece inconcebible?
Y sin embargo, aunque inconcebible, la prueba evidente de la muerte estaba ahí como hecho incontrovertible. Por la tarde, mientras la soledad de la habitación le había sugerido la escritura de una carta dirigida precisamente a su padre, sucede lo que había de suceder. Se levanta a comprobar su respiración, su rostro permanecía inmutable pero su respiración había empezado a ralentizarse. Vuelve a la escritura de la carta, pero al poco rato abandona definitivamente ésta y regresa junto a la cama. El final se aproxima lentamente, despacio, evidente, inevitable. Los segundos se van espaciando entre inspiración y espiración, su rostro permanece céreo, inmutable; él espera ahíto encontrar tras esos segundos una nueva inspiración, otra. Cuanta los segundos de los intervalos, dos, tres, segundos... cuatro. Después todo queda en silencio, la respiración se ha detenido.
Al día siguiente sus cenizas son esparcidas en los hoyos destinados a un puñado de rosales. Los nietos  van introduciendo sus manitas en la urna funeraria y, tomando puñados de lo que fue el cuerpo del abuelo, los van esparciendo alrededor de los rosales. Cuando todas las cenizas han quedado repartidas como un blanco tapiz sobre la tierra, hacen un semicírculo alrededor de los rosales, y él lee la carta que comenzara en el hospital:
¿Sabes?, hoy, según venía hacia el hospital, pensé en escribirte una carta, la primera dirigida a ti, creo, en toda mi vida. El cielo estaba muy bonito, esas grandes nubes cabalgando sobre los campos de cultivo, el cielo velado con el suave tul del verano que se nos ha venido encima de repente, las amapolas confundidas en su suavidad al pastel con el trigo cercano a la siega. Era agradable mirar a ambos lados de la carretera. El día había sido caluroso y ahora uno podía entretenerse en contemplar el cuadro de la tarde. Colores como los de Cézanne cuando el verano se hace el señor del lugar en torno a La montaña Sainte-Victorie. Ya sé que tú no apreciabas estas cosas, pero no importa, te las cuento igualmente, la tarde tenía algo de aquellos veranos que pasábamos en el río Alberche cuando éramos niños, ¿recuerdas?, tú sentado en tu flamante y recién estrenada Guzzi con aquel remolque de fabricación casera en donde llevabas algunos de los enseres para nuestro campamento familiar, mientras nosotros nos desplazábamos en aquel tren de juguete que partía junto al río Manzanares con los colchones, la tienda de lona que había hecho mamá, las perolas, ese sin fin de cosas con que convertíamos nuestro campamento de colonos en un bonito lugar junto al río. ¡Qué días aquellos!, ¿verdad? Ahora ya se ha acabado todo eso. No sé si me oyes cuando hablo contigo; desde anteanoche te has vuelto muy silencioso, entonces, cuando me llamabas a cada momento con ese ronco y casi incomprensible Too, Too, Too. Sin embargo la noches anteriores, jo, qué pesado estabas, no me dejabas apenas dormir. Las palabras llegaban ya con mucha dificultad a tu boca, pero yo te entendía, me gustaba eso de que me llamaras Too; pero de lo demás no entendía apenas nada; lo último fue aquella insistencia con que me pediste el casete de las novelas; tuvo que ir Beatriz a por el segundo casete, porque el primero te lo habías cargado, le habías dado un manotazo y se había caído de la cama; te puse un poco música en el ipod, pero tampoco eso te alivió, dijiste: ¡qué aburrimiento! Fue curioso que hicieras referencia al aburrimiento con lo malito que estabas. No, la novela que leías ya no la podrás terminar, se quedará ahí como los pájaros de Juan Ramón Jiménez.

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Por cierto, que me hubiera gustado recitarte esos versos, aunque para ti eso de los versos fuera un rollo, esa dichosa palabra, ¿verdad?; todo lo que no entendías era un rollo. Ahora ya no hay tiempo, el tuyo se acaba poco a poco, esa brizna de respiración que oigo desde mi asiento frente a tu cama; el glu-glu del oxígeno te ayuda a mantener el último hálito de vida, ese mismo glu-glú que también a mí me ha acompañado estas noches que he pasado contigo, y que a mí me recordaba un pequeño riachuelo de montaña junto a uno de tantos vivacs que he hecho en mi vida, y que posiblemente tengan su origen en ese empeño tuyo en llevarnos cuando éramos niños a veranear junto al río Alberche. El río Alberche ya no es como antes, pero aun así, allí queda, como el momento más bonito de nuestras relaciones, la infancia en la que yo aprendí a amar, acaso gracias a ti, esa Naturaleza, mi constante amante desde la adolescencia.
Qué aprendizaje el de esas noches juntos, tan silenciosos uno junto al otro; ese diálogo que nunca pudimos mantener se abre ahora desde la tarde al alba; esas historias inconexas que me contabas las primeras noches, cuando yo, con lo dormilón que soy, bien lo sabes, intentaba, muerto de sueño, pegar ojo. Y es que claro, te habías pasado todo el día durmiendo y luego, cuando llegaba la noche, te daba por hablar y hablar. Y yo te decía: anda, déjame dormir un poco, por favor; y tú nada, continuabas como en un sueño tu cháchara sin fin, esos fragmento de historias que aleteaban por tu cerebro como moscas zumbonas.
* * *
Desde que comencé esta carta han transcurrido poco más de veinticuatro horas. La interrumpí porque noté que respirabas más lentamente; dejé el ordenador a un lado y me acerqué a la cama, estabas tranquilo, pero el ritmo de tu respiración había comenzado a alterarse; ahora entre inspiración y espiración transcurría cada vez más tiempo, primero fueron tres segundo, después durante un rato fueron cuatro; yo te miraba y me preguntaba si llegaría la siguiente inspiración; en poco tiempo la espera fue de cinco segundos; a partir de entonces te oí hacerlo un par de veces, tres, y después, sin que en tu rostro hubiera ningún gesto que delatara el final, ya no hubo respiración, tu corazón se había parado. Fue el fin.
En el pasillo se oían voces lejanas; probablemente los pájaros cantaban fuera, los campos seguían a rabiar llenos de amapolas, esas bellas y sencillas amapolas que te puso Lucía sobre el pecho poco antes de nuestra despedida definitiva; probablemente el atardecer se deshacía por poniente acariciando con sus últimos rayos los olivos, el blando horizonte azulado, las algodonosas nubes que poco antes yo había admirado cuando me dirigía al hospital. Probablemente, pero tú ya te habías marchado. Ya no podrías terminar de leer tu novela, no podríamos comer los domingos juntos, ni beber ese café con anís que tanto te gustaba, ni gruñir porque la comida no tenía sal. Ya nadie podría leerte esa carta que Mario te había escrito desde su choza de cabrero y que tanto se demoró en llegar a la residencia.

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.



Y llegó el momento definitivo de la despedida. Y nos fuimos y te dejamos allá con tus amapolas, tus vilanos, las flores, el eco de aquellas palabras, que dejamos escritas sobre las tablas barnizadas de tu ataúd: adiós papá, adiós abuelo, te queremos; cosas bonitas para que entretengas tu camino de retorno hacia la tierra de la que todos partimos y hemos de regresar algún día. A partir de ahora, de tus cenizas brotarán cada primavera bellas y hermosas flores, el ciclo de la naturaleza nos recordará la muerte, pero también todo lo hermoso que la vida tiene.

Adiós, descansa en paz, te queremos.










2 comentarios:

  1. Empiezo a leer tu carta, mientras desayuno, y me digo otro coñazo sobre justificaciones y sentimientos de culpabilidad sobre las relaciones paternas, pero no, eres un cabron y me has hecho sentir los mismos sentimientos en la relación con mis padre; pero yo nunca llegue a escribir nada.
    Gracias Too Too

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  2. Eres genial hermano ,todavía conservo una cajita de lata que creo tenía bombones que me regalaste de uno de tus viajes

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