El Chorrillo, 29 de
abril de 2017
La foto estaba sobre los libros de la estantería donde
trabajo. Quizás llevaba allí años, desde la última reforma de la cabaña, cuando
amplié las ventanas y sustituí las viejas estructuras por unas de guillotinas. A
lo alto de las estanterías va a parar siempre cualquier cosa que quiero
quitarme de encima. Cuando hice la reforma, quise ampliar tanto el hueco de la
ventana que apenas me quedó espacio en la cabaña para un par de fotografías.
Hacer de la cabaña un espacio abierto al bosquecillo de fuera fue la idea que
me guió desde que habité lo que en un tiempo fue una caseta de herramientas con
una estrecha ventana y una puerta. De ahí que entre la chimenea y las ventanas,
que cubren en su totalidad tres de las cuatro paredes, apenas quede espacio
para alguna foto después de acristalar el resto de las paredes. De hecho hasta
ahora sólo quedaba una en la que se me ve entrando en la meta de algún maratón
mientras mi hija se me acercaba corriendo a gritarme el bravo de rigor.
El caso es que ayer volví a ver en lo alto de la estantería
la foto y me entró la curiosidad de saber de qué se trataba. Alcé el brazo y la
tomé. Ajá, me dije, la vieja foto de nuestros pipiolos con el reno. Tenía un
dedo de polvo encima, así que tomé el rollo de papel higiénico y con un poco de
saliva me dediqué a limpiar el vidrio. Sí, allí estaban ellos junto a un gran reno
que erraba por los bosques de Laponia treinta, treinta y cinco años atrás; Lucía
la de los grandes ojos azules y sus coletas de Pipi Calzaslargas acariciando
tímidamente al reno mientras yo ajustaba el diafragma y el tiempo de exposición
de la reflex; Mario el inquieto y permanente observador de aves y animales en
aquellos años de su infancia con las manos cogidas sobre el abdomen a la espera
del clic; Guille, el grande de la familia con su aspecto de sencilla
expectativa siempre paciente ante mis requerimientos de fotógrafo aficionado.
Los tres mirando con ese deje de humildad y timidez que tanto apreciamos todos.
No sé, he visto cientos de veces esa fotografía, siempre me
ha gustado, hice diferentes copias en nuestro laboratorio de ella, pero fue
hoy, cuando volví a tomarla en mis manos, que algo produjo un pequeño
estremecimiento en mi interior. Ni idea de por qué sucedió esto. Sucede que
vemos a los hijos, los sentimos crecer, hacerse mayores, nos juntamos a comer o
a celebrar alguna pequeña fiesta familiar y pese a que el tiempo pasa y la
infancia deja lugar a la adolescencia y ésta a la juventud, y después se
ennovian y se marchan de casa y tienen a su vez hijos y la vida sigue en
aparente continuidad, sin embargo hay una parte de esa vida, tiempos
especialmente felices, un viaje, aquel día en que Mario y Lucía se llenaban la
cara con el tomate de los macarrones junto al refugio de la Renclusa bajo el
Aneto, otro que jugaban con niños marroquíes en algún pueblo del Atlas, un día
que flotaban divertidos sobre las aguas del mar Muerto, otro exhaustos
de calor bajo una palmera en un oasis en el Sahara; hay un momento en que sucede
como si el paisaje del pasado se ocultara tras un telón de niebla para dejar
únicamente al descubierto alguno de esos momentos vibrantes que son como hitos
que nos guiaran en la historia de las personas. Los álbumes de fotografías
ayudan a ello.
Fue un verano especialmente lluvioso. Los fiordos y los
abetales aparecían a diario envueltos en una melaza húmeda y gris que limitaba
mucho nuestros movimientos. Teníamos entonces un Renauld 4L acondicionado con ingenio
suficiente como para que cupiéramos en él los cinco, todo lo necesario para
pasar dos meses y medios, una barca inflable, espacio para dormir y una mesa en
el interior que servía tanto para trabajar con una máquina de escribir que por
entonces me acompañaba a todas partes como para jugar o comer cuando el tiempo
se ponía feo.
Miro ahora la cara de Lucía junto al reno y se me llena el
cuerpo de ternura recordando un pequeño incidente que tuvimos pocos días
después en uno de los lagos, un día en que, jugueteando en una barca inflable
junto a la orilla, la barca neumática empezó a bogar rumbo al centro del lago
después de que alguien desanudara accidentalmente la cuerda que la sujetaba al
tronco de un abedul. El poco tiempo que tardamos en darnos cuenta bastó para
que la embarcación, empujada por un viento repentino, se alejara alarmantemente
de la orilla. Al gran nadador que tan vergonzosamente siempre fui (sic) no le
cupo otra obsesión en los siguientes minutos que nadar desesperadamente hasta
casi reventar mientras veía alejarse la embarcación en un lago de respetables
dimensiones. Ella no parecía asustada de momento, saludaba con la mano
cándidamente a su padre que nadaba desesperadamente tras ella, mientras él
miraba angustiado la distancia que les separaba. En algún momento la
embarcación derivó hacia la derecha y pareció dirigirse a la orilla. Dios, qué
susto. La barca neumática quedó retenida por un momento en unas ramas que
sobresalían en la superficie. Había un silencio de hora de siesta en aquel
lugar, un lago surcado de pequeñas islas en donde se mojaban los pies los
árboles de corteza blanca; nada más, ni un alma. Un esfuerzo más y pude asir el
bote neumático. Pasé un buen rato antes de que pudiera moverme agobiado como
estaba por el cansancio. Después intenté inútilmente subirme a la barca que
amenazaba darse la vuelta cada vez que intentaba izarme. Decidí por último
arrastrarla con una mano hasta la orilla próxima.
Dice Séneca en ese librito que leo estos días, Sobre la brevedad de la vida, que el
pasado "es la parte de nuestro tiempo consagrada e inviolable, puesta al
abrigo de las circunstancias humanas, sustraída al dominio de la fortuna, no
inquietada por la escasez ni el miedo ni el ataque de las enfermedades, que no
puede ser agitada ni arrebatada y cuya posesión es perpetua e
inconmovible". El pasado que como bien inapreciable surge a veces en la
cotidianidad de una tarde cualquiera para mostrarnos lo bello que fue el
camino, lo intenso de aquellos años de la infancia con nuestros hijos.
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