Amazonas. La gran Loretana
Cambiamos de
barco en Tabatinga. Por la tarde mi hamaca se asomaba al río balanceándose
desde el proscenio de La
Gran Loretana , el barco con el que continuaríamos el trayecto
hasta Iquitos. Al otro lado del río se veían las luces de Leticia y Tabatinga.
El pequeño poblado de Ramón Castilla, cuatro casas en donde ondea la bandera
peruana, se levantaba, con sus techumbres de cañas y hebras vegetales, por
encima del talud de la orilla. Las casas, alzadas como palafitos sobre pivotes
de madera, formaban un par de filas por el medio de las cuales corría un camino
de piedra; calle principal y única a donde se asomaban dos tiendas, la oficina
de la aduana, la escuela, la barraca de la policía federal, un par de
restaurantes y unas pocas viviendas. Junto a una de ellas habíamos charlado con
tres críos que hacían sus deberes desnudos ante una mesa de tablas.
En
Tabatinga, nuestro último contacto con Brasil, habíamos tenido el tiempo justo
para recoger el correo. Aunque sólo fuéramos viajeros de ocasión, puros
señoritos, curiosos de esta tierra llena de agua, no por ello nuestra
sensibilidad dejaría de empaparse de ese algo que tiene la facultad de hacer
sentir al cuerpo —bendito cuerpo, bendito aire, noche, lluvia—, el sabor íntimo
de las cosas de este mundo. El río se acaparó del tiempo, lo embrujó con los
reflejos del crepúsculo, con el estertor de la sirena, con las virtudes
múltiples de la hamaca meciéndose en el espacio último del viaje como quien se
ríe de las prisas de este siglo; lo embrujó, lo secuestró y ahora ya no existía
el tiempo; veíamos suspendidas las nubes blancas del azul ligero del cielo,
mirábamos jugar a los bopos al atardecer, hablábamos sin que por primera vez en
muchos años sintiéramos la necesidad de saber qué haríamos en el momento
siguiente.
En momentos
como aquellos —¡ah, la hamaca! de noche, las luces como pececillos tiritando en
la superficie del río— uno parecía visitado por el don de la ubicuidad. ¿Cómo
expresar lo que se siente sin cansar a quien nos pueda estar leyendo? Porque no
quiero seguir escribiendo sin volver a hablar de la noche, de la hamaca, de la
brisa fresca que dejó la tormenta de la tarde sobre la superficie del río
Solomoes. Mi mente limitada no sabía encontrar elementos diversificadores en la
calma de la tarde, pero es que estando tan lleno de estas cosas era una lástima
no dejar testimonio de ello. Sucedía como cuando uno se encuentra ante un
motivo fotográfico de excepción, se pierde la noción de la medida de las cosas
y las tomas siguen a las tomas ininterrumpidamente como si la saturación de la
misma imagen sobre el fondo oscuro de la cámara fuera la manera que elegimos
para confesarnos nuestro gozo estético de manera repetida.
Nuestra
azotea de hierro era habitada esta vez por tan sólo tres pasajeros más; un gran
toldo nos protegía de la humedad de la noche. La paz de la tarde venía también
hoy de la mano del abultado número de cartas que leímos, una vez hubimos
montado nuestro campamento en torno a las hamacas del puente de popa.
Mientras
terminábamos de leer la correspondencia bajo el cono de luz que oscilaba por
encima de nuestras hamacas, habíamos notado que el barco describía extraños y
reiterativos giros en el río; las luces de Leticia y Tabatinga, que lógicamente
deberían aparecer por popa, tanto las veíamos por proa como a estribor o a babor
según las momentos. En un principio, abstraídos como estábamos con el correo,
pensamos que se trataba de otra población, cosa, por otra parte muy improbable,
pero que servía a la razón para no abandonar el hilo encantado de la lectura.
Era una noche muy oscura en que no había otras referencias que esos restos luminosos;
el manto de agua no se llegaba a distinguir de la orilla, los árboles de la
ribera eran una masa oscura e indiferenciada que se confundía, engullida por la
noche, con el telón de fondo del cielo estrellado. El ruido de los motores se
asemejaba al de un automóvil al que le resbalara el embrague. Terminamos por
saltar de nuestras hamacas y bajar al puente de proa para averiguar lo que
sucedía. A estribor, sobre una plataforma que caía directamente sobre el río,
un marinero lanzaba la sonda y gritaba la profundidad al maquinista: tres,
cuatro metros. En aquel instante la popa coleteaba peligrosamente a menos de cinco
o seis metros de la orilla. Durante más de una hora el barco subió y bajó con
extrema lentitud la corriente del río buscando aguas profundas; parecía como si
aquello no tuviera salida, en todas las direcciones la sonda no superaba esos
tres o cuatro metros que continuamente gritaba el marinero. La totalidad del
pasaje, asomado a las barandillas, no perdía detalle de la situación. Cuando en
algún momento el marinero gritó: ¡seis metros!, hubo un respiro, el barco giró
ligeramente a babor, descendió siguiendo la corriente del río y luego enderezó
hacia la otra orilla por unas aguas cada vez más navegable.
Sólo cinco
hamacas en el puente de popa. El sonsonete de los motores acunaba el principio
de nuestro sueño; la luna, débil, salía ya tras una cortina de nubes, hacía
surgir algunas sombras en el mate plano de la noche en donde sólo el vibrar de
los motores y la oscuridad existían. Ya no era el sopor ni el calor húmedo de
anteayer, un fresco apacible corría por cubierta.
Desde que
empezó a clarear todo tuvo la forma de un sueño, llovía fuerte, oía ruido de
motores y la sombra de otro barco junto al nuestro tenía aspecto onírico. No
estoy seguro de si existió en la realidad, lo percibía como un sueño. Despertar
lejano con un fuerte dolor reumático en el hombro y brazo derecho. Sonaba
repetidamente la sirena, la orilla había desaparecido tras un telón de niebla y
agua. Las percepciones se movían al ritmo del balanceo de la hamaca, un tic tac
que marcaba con su cadencia un no sé qué de espacio intemporal en la madrugada.
Había amanecido pero nadie se movía de su chinchorro, encogidos como yo en un alba
de plomo, gris, lleno de una lluvia persistente que teñía de misterio el cuadro
entero del día que comenzaba. El río se ensanchó hacia popa; muy lejos, la
línea de los árboles, muy débil, se desdibujaba hasta fundirse con el perfil
marino del río. El viento golpeaba los toldos deshilachados que cubrían el
puente de popa. Tenía algo de buque fantasma aquel armatoste de hierro.
Las horas
pasaban extremadamente lentas por la mañana; el ronroneo, sistemático, cadente,
ajeno al tiempo, indolente, pesado, se hacía patente en medio de un calor cada
vez más agobiante, sin brisa que aliviara la pesada calma del momento. Me había
despertado con un sol en los ojos que levantaba de la copa de los árboles y
caía directamente sobre estribor como una caricia matinal. Despertar y
haraganear en la hamaca después de ocho horas de sueño sin cambiar de posición,
sin moverme, sin una mala molestia después de tanto tiempo tumbado, era un
regalo. Defiendo mis ojos tras la sombra del extremo de la hamaca que está
prendido de los hierros de la toldilla, me voy desprendiendo poco a poco de las
prendas que tengo encima, la capa de plástico, que me aislaba de la humedad, el
gabán de algodón que me compré en Mérida por quinientas pesetas como recurso
contra el frío, el chubasquero que adquirí para ir a Los Nevados, un par de
calcetines, los pantalones largos, y vuelvo a estar tranquilo mirando al río,
repantigado en la calma chicha de la hora. El calor terminó por echarme de
allí, bajar al baño, quitarme las legañas, hacer estiramientos junto a un
chaval que me observaba intensamente con esa mirada descarada que tienen los
críos del todo el mundo. Le mantengo la mirada, se sonríe, me pongo de rodillas
en el banco tapizado de cuero, estiro: dejo mi cuerpo en condiciones de
encontrarse con el nuevo día. Hoy toca olfatear arriba y abajo del Perú para
ver dónde mi instinto perruno quiere echar sus meaditas preferidas. Las tenía
enumeradas en una vieja guía que compramos hacía años en Bolivia, Backpacking in the Andes; la Cordillera Blanca ,
el Huascarán, el Sendero del Inca en los alrededores del Machu Picchu. Las
montañas y los glaciares sustituyeron de inmediato al río, el señor del día y
la noche de entonces, y me entraron unas repentinas ganas de caminar; Dios,
caminar, caminar, qué deseo de encontrarme con las montañas; la vuelta a los
orígenes, a una semana de barco otra semana de cumbres y esfuerzos, pasos
cercanos a los cinco mil metros, largos valles, otra manera de estar conmigo.
Se me ocurre
que la vida puede ser eso, muchas maneras diferentes de estarse con uno mismo.
El viaje, y dentro de él esta calma sedante del río; y, además, el afán de
caminar y de mirar. Poner al organismo en condiciones de ser estimulado. El río
y la montaña eran dos maneras diferentes de alcanzar ese estado de hacer. La
fertilidad de los estados de autoconciencia en contraposición con aquellos en
los que apenas se destila la preocupación biológica por superar el
aburrimiento. Mi estar conmigo mismo era columpiarse entre la conciencia
racional y el abismo de nuestro escurridizo ser interior, un punto privilegiado
de observación en el que la realidad y nuestro yo encuentran las mejores
condiciones para acrisolar y sintetizar su esencia.
Vivir
rodeado de actividades inocuas, atender sistemáticamente a los asuntos de
intendencia, me alejan de mí, me deshumanizan. La población de esta parte del
Perú hace la vida en el río. Su vida parece transcurrir en una ocupación
continua; economía de subsistencia acompañada de una numerosa prole. El hombre
necesita un espacio en donde encontrarse y poder decidir sobre sí mismo; algo
muy diferente a eso otro de verse empujado por los acontecimientos que nos van
echando encima los días a lo largo de nuestra vida sin dejarnos respiro para
decidir.
La actividad
que deba avenirse con mi yo, cualséase, que dirían los antiguos, tendría que
cumplir la ineludible condición de tener a ese yo como referente, no la
alienación que supone el transcurrir de los años sin que seamos nosotros los
que decidamos sobre el cúmulo de circunstancias que nos conciernen.
El barco se
detiene a recoger cajas de pescado junto al talud de un poblado; alternancia de
calor sofocante con la brisa de la vuelta al río. Alternancia de ritmos.
También esto debe ser un constitutivo necesario en los esquemas del cerebro; la
frescura de la alternancia, cambio de ritmo como en la música, no vaya a ser
que un exceso de autoconciencia atasque los imbornales de cubierta y con la
lluvia nos vaya a llegar el agua al culo.
Por eso que
ni siempre montaña, ni siempre río, simplemente que no falte el alivio de
reencontrarse con cierta frecuencia y, sobre todo que no nos olvidemos de los
ratos de locura. Ponga usted un rato de locura en su vida y el cuadro quedará
completo. Ahora, ojo al canto: atención a la sonda. El río se ensancha hasta
convertirse en un inmenso lago salpicado de islas; pura arena, aguas someras
por tanto, máquinas al ralentí y un marinero lanzando la sonda a cada momento,
no vayamos a dejar encallado este trasto en un ramalazo de locura y velocidad.
Hacia proa se oía la voz del marino: hondo, siete, ocho, nueve, hondo, hondo.
Seguimos navegando.
Perdí la
noción del tiempo por un rato. Arropado y mecido en el sitio de siempre, leía Historia de un náufrago, de García
Márquez. Casi tenía que hacer un esfuerzo para salir de la balsa que flotaba en
el Caribe. Relato verídico, escueto, sin concesiones literarias. Llega la noche
y los aviones de rescate no aparecen; hay un silencio infinito junto a la
balsa. Y levantaba la vista y volvía a ser consciente de dónde estaba, el río,
la brisa, un rebaño de nubes ligeras campando en el horizonte. Sopor de siesta
bajo la toldilla, sólo Victoria y yo no dormíamos. Cremosa lentitud, calor;
desde hacía día y medio el agua se había vuelto oscura y espesa, la bandera
peruana ondeaba perezosamente en el pabellón de popa; cabañas de techumbre de
palma, algunas garzas, los cayucos de siempre... y calor, mucho calor. Y bajo
la toldilla un naufragio y poco más; a mi derecha Victoria leía a Rómulo
Gallegos, el episodio aquel que narra cómo el llanero, cabalgando en la noche,
enciende el cigarrillo con un ojo cerrado para que el deslubramiento del
fósforo no le impida seguir cabalgando una vez que éste cuelgue encendido de la
comisura de los labios. Leer: estar aquí, pero estar allí, la simultaneidad de
los mundos y las ideas; mundos que yo elegía, el trabajo de deslizar mi mano y
decidir entre la oferta de las estanterías qué tipo de historia quería vivir
hoy o mañana; y así saltar de Cuba, de los versos musicales de Nicolás Guillén,
a los Llanos de Venezuela; a un rincón de España de la mano de Galdós, ayer; al
Caribe, hoy, con García Márquez; a Macondo mañana; a Méjico con Rulfo, que no
resistí dejar de comprar antes de poner este gran río entre una librería y la
siguiente. Y una vez recuperada la conciencia de mi lectura —el náufrago en su
primera noche— con un vistazo a este bloc, volver al Caribe, ver, constatar en
qué para el camino hacia la supervivencia.
A las cuatro
y media de la tarde, cuando el calor en cubierta volvía a ser asfixiante, el
náufrago llegaba a tierra y seiscientos hombres lo llevaban en andas hasta las
puertas de la civilización. Y todavía nuestro barco seguía incansable su ancho
camino de agua, aproximándose poco a poco hacia la hora del crepúsculo. Y junto
al camino de agua seguían creciendo árboles y chozas y barcas de pescadores.
Todo continúa igual que antes del naufragio, sólo apenas hacía un rato.
Después, la
tarde transcurrió en un placentero espectáculo de luces que se desplegaba
frente a la proa poco antes del crepúsculo. Y al cabo, envueltos ya en la
oscuridad, la tormenta, inflada y ventosa rompiendo con toda su fuerza contra
el barco. Los pasajeros habían evacuado el espacio de la toldilla bajo el
puente de popa ante la amenaza del temporal, las ráfagas de viento y agua
llegaban a todos los rincones. Victoria y yo decidimos quedarnos allí, sin
embargo; el insólito espectáculo de los truenos rompiendo contra el río y la
selva era digno y hermoso. Sólo un pequeño rincón quedaba a salvo del agua. El
motor, con su bronco rumor de máquina, asumían el papel de los contrabajos en
la sinfonía de la tormenta, melodía arrafagada en medio de la noche que se
terminó de echar encima en un santiamén en el momento en que empezaron a sonar
los primeros relámpagos.
Y llegamos a
Iquitos a la una de la madrugada. Y le caímos bien al patrón del barco y nos
dejó pasar la noche en nuestras hamacas hasta el amanecer. Poco después del
mediodía tomábamos un vuelo con destino a Lima.
Puerto de Iquitos |
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