El Chorrillo, 14 de abril
de 2017
Por cierto, y antes de que termine
este catorce de abril: ¡Salud y república!
Estoy en el
prefacio de Fahrenheit 451, de Bradbury. "Yo no escribí Fahrenheit 451, él
me escribió a mí", dice el autor. Levanto la cabeza de mi libro y me quedo
pensando, miro a través de la ventana de mi choza, muy lejos, la difusa silueta
de Gredos, en donde en días muy claros se identifica perfectamente el valle
diagonal que sube hasta Mira dejando a la derecha el farallón de los Galayos. Los
Galayos no puedo distinguirlos pero me los imagino bien, no en vano fueron mi
escuela de vida durante un puñado de años. Busco un sujeto que escriba por mí
esta tarde, algo, alguien que hable por mí. En la novela de Bradbury quien
escribe por el autor es Montag, un bombero, parece que el encargado de la quema
de miles de libros; todavía no los sé.
Llevo días
que de tanto en tanto me encuentro con unas pocas líneas de David De Esteban en
su perfil de Facebook que me llaman la atención; en una de sus últimas entradas
un niño que le pregunta: "Profe, ¿tú crees que el cielo existe?, y éste
contesta: ¿Te gusta jugar al fútbol con los amigos? Sí, me contestó. Pues eso
ya es el cielo… ¿Mamá te da un abrazo todos los días? Sí… ese cielo debe ser
precioso… ¿Quieres mucho a los amigos? Sí… eso es fantástico, tener amigos, cuidarlos,
divertirse con ellos; eso se debe parecer mucho al cielo…" En otra entrada
muestra una fotografía, él mismo cubierto por el ropaje de la ventisca sobre la
cumbre del Cotopaxi, y bajo ella, con cierta nostalgia, escribe: "Sigo
escalando… me enfrento diariamente a unas vías “a vista” que difícilmente
encadeno. La edad y las limitaciones me han hecho bajar aún más el ya de por sí
grado amable al que me enfrentaba... Entreno para saber vivir nuevamente
agradecido, para ver el verde cuando en mi cabeza solo se reproduce el gris y
creo que sí, creo que aunque no encadene, aunque mis dedos se quejen doloridos
y el aire de mis pulmones ya no alimente sueños de altura, siento que sigo
caminando, escalando y contemplando… siento que sigo viviendo". Y por
último una entrada de hoy mismo encabezada por una toma en que él, Tomás Mesón y
José Castillo escalan, me parece, el diedro del Gran Galayo... "Una
sencilla llamada telefónica hizo saltar la chispa… pocas horas después,
subíamos lentamente por el carril camino del Galayar, ese paraíso cargado de
historia".
No es la primera
vez que siento como mía esa afirmación de Bradbury de que uno no escribe a
veces apenas nada, que lo que en realidad sucede es que somos sujetos
obedientes de algo que se nos impone, como si los dedos de quien escribe fueran
elementos mecánicos a disposición de una idea, un impulso, un recuerdo intenso.
Cuando estas cosas suceden es perfecto; uno se ve empujado por ideas, párrafos,
situaciones que parecen trabajar a su aire bajo la presión de una idea, un recuerdo,
una pasión indiscutible. Así que dejo mi libro a un lado, enciendo el portátil
y presto oído a las voces que puedan dictarme lo que he de escribir. Escucho. Y
entonces, a través de Tomás o David, los Galayos, abriéndose paso en lo
profundo de un sueño que se prolongó durante décadas, seres, amigos, compañeros
que viven aferrados a la conciencia como parte del hombre de carne y hueso que
somos, se me aparecen hermosos como dioses rejuvenecidos con la vestimenta y el
color de hace... sí, muchos años. De golpe quisiera estar en ese diedro, en esa
canoa, en esa cumbre de Ecuador, en la este del Pájaro, en la oeste de la
Amezúa, en el diedro de la María Luisa, en la sur del Torreón. Días atrás le
comentaba a Francisco Sánchez que cuando hablaba de Gredos, de un Gredos de
hace cuarenta años o más, hablaba de un paisaje que acaso no tuviera que ver
con el Gredos en cuyas laderas él vive; que de lo que yo hablaba era de un
paisaje y unas montañas que acaso pertenecen al ámbito del alma y que sólo de
refilón guardan relación con aquellas moles de granito que hoy adivino al
atardecer en el perfil de la línea de las cumbres de Gredos.
Original tomado de David De Esteban Resino |
Observo día a
día en las redes, donde coincidimos veteranos amantes de las montañas, que el
que más o el que menos, y pese a los años, sigue teniendo encima una pequeña
borrachera de añoranza montana, que se prolonga y se enriquece con eso que el
profe David le dice a su alumno: tener amigos, cuidarlos, divertirse con ellos;
los dedos se nos hacen huéspedes tratando de recuperar también un trozo de ese
cielo, de sacar de los refajos de la memoria las pequeñas perlas que
cristalizaron en los años más intensos de la vida cuando la pasión por ascender
un corredor o escalar una gran pared debía de cumplirse sin demora el siguiente
fin de semana, el siguiente verano en los Alpes o Pirineos.
Pero acaso no
sea de esto de lo que quería hablar, sino de ese regusto que me sube por dentro
cuando leyendo a un compañero sus palabras aventan dentro de mí la hojarasca de
un otoño pleno de valles, paredes, bosques, lagos, momentos precisos
enquistados en la memoria, que al empuje de las palabras se elevan por los
aires como vistosas mariposas que me recordaran la belleza de una existencia
dedicada a la montaña. Uno quisiera ser escrito por sus montañas preferidas,
sus largas marchas a través de cientos de senderos recorridos durante medio
siglo, pero a veces no es posible, la cosa no depende de uno y entonces no cabe
otra cosa que esperar o recurrir a alguna idea que quedó flotando en el aire
mientras te tomabas un respiro en un collado de los Alpes Julianos, pongamos
por caso. Allí reflexionaba hace tiempo sobre alguna de estas cosas que me
sugieren las palabras de David: "...siento que sigo caminando, escalando y
contemplando… siento que sigo viviendo". Quizás la memoria y la
interpelación por los porqués que vibran dentro de uno ayuden a saborear con más
delectación la sabrosa fruta de la vida.
Repantigado
en el collado de Giramondopass me tomaba entonces un respiro al sol frente al
magnífico espectáculo de las montañas que me rodeaban, cuando me dio por
filosofar; se me ocurrió que las
montañas de enfrente eran hermosas, pero que en realidad eran ajenas a eso que
yo invoco a veces cuando hablo del amor a la montaña. ¿Qué queremos expresar
cuando decimos que amamos la montaña?
Todas las que tenía delante de mí, atractivas, acaso deseables de
subir... me preguntaba cuál era realmente mi relación con esa parte del mundo
que tenía enfrente. ¿Qué es eso que tanto invocamos los amantes? En ese momento
no sabía realmente qué era eso que tanto nombro, ¿afecto, cariño, amor? Y
tumbado allí, desfallecido después del segundo collado subido esa mañana, dos
mil y pico metros acumulados con un importante peso a mi espalda, se me ocurría
que acaso el objeto realmente de mi amor sea yo mismo y que la montaña, el
esfuerzo por alcanzarlas, el peligro de subirlas, sean sólo los medios que mi
cuerpo y mi mente usan para probarme a mí mismo, para ejercitar mi voluntad o
la puesta a punto de mi organismo. Pero acaso no sea ni lo uno ni lo otro y el
meollo del asunto quizá tenga que ver con la interacción, la síntesis que se
produce en el encuentro con la montaña, todo esto que se manifiesta en mí
cuando me muevo en ella. De parecida manera a como de la interacción del aire y
del águila nace algo nuevo que es el vuelo, de la interacción del hombre con la
montaña podríamos inferir que surgen esos sentimientos de sintonía con la
naturaleza, que hacen que identifiquemos a éstas con algo que amamos, cuando acaso
lo que realmente amamos es a nosotros mismos, siendo la montaña el medio, de
parecida manera a como lo es el aire para el águila, mediante el cual nuestro yo se experimenta a sí mismo, muestra
su arrojo, se vive con intensidad. Lo cual produce un no desdeñable grado de
felicidad y satisfacción.
Recuerdo
aquel día y creo poder asegurar que las formas de las montañas en sí mismas no
me producían ninguna emoción en especial; me podían gustar más o menos, pero
ahí terminaba la cosa, por lo menos en ese instante. Otro cantar sería si me hubiera
propuesto subir alguna de ellas y ello implicara poner en juego por mi parte un
coraje y una preparación algo especial, en cuyo caso esa montaña dejaría de ser
la cosa objetiva que tengo delante como objeto bello e impersonal para
convertirse en objeto de mi reto. Será en el hecho de escalarla cuando surja
una especial relación entre la montaña y el que la escala. Eso nuevo, el reto,
la dificultad, lo que sucede entre las montañas y nosotros durante la
ascensión, y también lo que quedará engastado en la memoria en consecuencia, es
quizás eso que llamamos amor a la montaña. En realidad puede que se trate de un
amor a las vivencias que se han tenido en ellas, a esa parte de uno mismo que
pusimos en juego cuando las escalamos.
Amamos lo que hacemos, nuestra capacidad de sufrimiento, la plenitud que nos proporciona nuestra actividad en ella... Caminándola, recordándola sentimos que seguimos vivos.
Amamos lo que hacemos, nuestra capacidad de sufrimiento, la plenitud que nos proporciona nuestra actividad en ella... Caminándola, recordándola sentimos que seguimos vivos.
La fotografía de cabecera pertenece a http://carrildelosgalayos.blogspot.com.es/
Galayos, a la derecha, desde mi choza, 114 kms. en línea recta. |
Leer tus acertados comentarios, recordar antiguas vivencias en nuestras montañas, cumbres , paredes, amigos, eso es el cielo querido Alberto.
ResponderEliminarJa... Sólo nos falta que pueda ondear la bandera republicana en todos los balcones de España y estamos servidos. Casi para poder morirse en paz.
ResponderEliminarBuenos dias Alberto. Te escribo desde la incomodidad del asiento trasero de un coche que transita por la A42 camino de Barajas. Quisiera agradecerte que hayas usado algunas frases mias para alimentar uno de tus post. Continua escribiendo, creo que somos muchos los que te lo agradeceremos. Un abrazo. David
ResponderEliminarUn abrazo.
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