Adamello. Una solitaria travesía invernal en los Alpes II.


El Chorrillo, 16 de marzo de 2017

(Continuación)

No todo eran penas sin embargo, un sol tibio y anaranjado pintó de caramelo ese mundo elemental y salvaje de manera inesperada. La nieve se vistió de fiesta, la roca se tiñó de cosa sensata y amable. Me ascendió un dulce sabor a bienestar por todo el cuerpo.
Aquello podría no tener sentido pero era hermoso, muy hermoso aquel sol sobre el granito frío. Vacío, silencio, miedo, estremecedora soledad, fuerza, ser, y en medio, el sol brotando de la tierra.
Necesitaba convencerme de que la nieve no cedería. Me fui acercando a la cornisa donde deberían culminar mis penas inmediatas; miré hacia abajo; mis huellas se perdían en el fondo del corredor; eran unas huellas grandes y profundas que ahora contemplaba con voluptuosidad. Superé el último tramo dominado por la excitación; llegué hasta un canalizo-chimenea vertical que superé penosamente. El último resalte rocoso quedó atrás, alcancé el punto más prominente del corredor sobre la cornisa.
Tuve la sensación de que en aquel instante era el centro de un universo muy particular. Una suave pendiente llegaba hasta allí por el lado opuesto; la miré con agradecimiento. Era feliz.
El recuerdo de ese tramo de madrugada vertebrado de miedo y lucha y, poco después, de plenitud, perduraba en mi conciencia tan nítido como si hubiera sucedido ayer. El cansancio de vivir se aligera con esta clase de recuerdos. La luz y el silencio, el duro granito y la blanca nieve, la soledad absoluta, apaciguarían poco a poco mi excitación. Mientras desgajaba una naranja fijé mi atención en las cosas que me rodeaban: la delicada y soleada pendiente del último tramo de la Vedretta di Salarno, la roca oscura y dentada del contrafuerte que fija el límite alto de los glaciares, la mole del Adamello que se erguía soberbia y aislada sobre el mar de hielo del Pian di Neve.
Ahora el tiempo apremiaba, había confusión en el cielo. Me calcé los esquís y las pieles; era placentero. Entre la nieve sobresalían los vestigios de una guerra lejana, la de 1914: alambres de espino y hierros herrumbrosos por todas partes, los restos de un cañón... Durante la Primera Guerra Mundial todos los glaciares altos del Adamello fueron perforados con galerías; por ellas se desplazaban las tropas italianas y austriacas para evitar la artillería recíproca.
Más arriba retiré las pieles de foca de los esquís. Ahora me esperaba un magnífico descenso hasta el refugio Mandrone; sólo tendría que cuidarme de las grietas en la parte más accidentada de la Vedretta del Mandrone. Desde el Pian di Neve me dirigí hacia el refugio de la Lobbia que aparecía barrido por masas de niebla que se arrastraban perezosas a lo largo de los contrafuertes orientales del glaciar. Debía darme prisa y tomar la delantera a la niebla.
Una suave pendiente se deslizaba bajo mis pies con regularidad; era un magnífico descenso, mi paso levantaba pequeñas cortinas de nieve en las curvas. Aquello no se olvida, pensé entonces; la soledad, el abandono mórbido de bajar con los esquís como un dios flotando en el Olimpo... Olvidé muchos detalles de aquel día pero no desaparecerá nunca la impresión de plenitud que me trajo aquel paisaje aturdidor y pleno, la grisura envolvente de las cumbres cayendo en silencio hacia los glaciares; ni agua, ni viento, nada, un impenetrable silencio cortado sólo por el roce leve de los esquís en la nieve. Crucé el glaciar; atento a las grietas dejé a mi derecha el lago Nuovo y después, más abajo, el lago Mandrone.
Tras diez horas de esfuerzos sólo una breve pendiente me separaba del refugio Mandrone. En otoño había pernoctado allí con Nena cuando nos dirigíamos a la Presanella. El refugio yacía como muerto en su blanco abandono. Cuando me puse en marcha de nuevo, abandonado el calor del refugio, todo estaba cubierto por la niebla y nevaba ligeramente; sin embargo unas hermosas huellas se dirigían hacia el paso Presena, seiscientos metros de desnivel más arriba.
Durante una hora larga caminé como un ciego empujando mis esquís por un mundo blanco sin referencia alguna; era difícil hacerse una idea de la pendiente, de la orientación. Caminé en medio de una nube clara sin otro punto de contacto que dos huellas paralelas que se perdían a intervalos en aquel estado algodonoso. Los pensamientos iban y venían en medio de una tranquila ascensión. Esa mañana ya tuve sensación de hogar en lo alto de aquel escabroso corredor; después el resto me pareció coser y cantar; sentí que el confort de mi habitación estaba ya ahí al alcance de la mano: los discos de vinilo que guardan en sus surcos voces y sonidos queridos, el baño caliente, el agasajo de Nena después de tenerla extremadamente preocupada durante dos días. Ascendiendo hacia el paso Presena me confiaba a sí mismo con monólogos curiosos: "Cuando estás en casa, si quieres levantarte te levantas, si quieres una pera vas a la cocina y la coges, si quieres un libro alzas una mano y ya lo tienes, puedes salir a tomar el sol si te place, dormir si lo deseas. Cuando estás en el corredor todo es distinto, entonces la vida es como un curioso agujero en donde lo único que puedes hacer es subir y subir; ni peras, ni libros, ni discos, ni paseos, sólo tú y tu angustia, tu gozo, el reto contigo mismo". Inmerso siempre en la niebla traté de razonar sobre estas cuestiones, pero el empeño no pasaba de ser un ejercicio de ensimismamiento. Era una época en que Dios había sido proscrito definitivamente de mi mundo; a  partir de ahí creí encontrar aquí y allí razones que el instinto me iba sirviendo a cuentagotas envueltas en trozos de Naturaleza. El instinto, el deseo, convertidos en feraces animadores de los sentidos no necesitaban explicaciones, "la conquista de lo inútil" no se disecciona; hay cosas que haces porque sí, porque amaba hacerlas, nada más.
Desde el Paso Presena una magnífica pista de esquí se tendía a mis pies. Había empezado a anochecer.



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