Original de revista Don |
El Chorrillo, 20 de
marzo de 2017
Pensar en Carlos Soria esta mañana era como
sentir
que mi propia vida se alargaba, que los
sueños, en vez
de sucumbir ante el acostumbrado paso de
los años,
podían ser alimentados todavía.
podían ser alimentados todavía.
Cuando me desperté esta mañana, un chorro de luz, como esos
que en un momento de gracia descienden desde la bóveda de una catedral
románica, cruzaba mi choza abriéndose paso entre la hiedra que la cubre. Era un
buen augurio. Los chorros de luz caminando sobre el polvo estanco de una
habitación no son cosa corriente y vulgar; Fray Angélico necesitó uno para su
Anunciación de la Virgen; yo quedé arrobado por uno de ellos en una ocasión en
que viajaba en auto-stop camino de París, cuando de mañana temprano entré en la
silenciosa catedral de Angouleme mientras las notas de un órgano brotaban de
los intersticios de los sillares llenando la penumbra con el ligero temblor de
sus notas, mientras dos flechas de luz cruzaban la bóveda hasta dejar la
humedad de sus besos en el pavimento de piedra. Los rayos de luz anidan en lo
profundo del alma o de la naturaleza y no son dados a dejarse ver con facilidad,
por eso, cuando abrí los ojos y me encontré de repente con esa floritura
cruzando el espacio de mi choza me dije, date, ándate espabilado porque lo
mismo se te aparece la Virgen esta mañana. Esperé acontecimientos metido en el
saco un buen rato, pero la cosa no llegaba. Me entretuve tontamente recordando
otros rayos de luz, muchos de ellos después del amanecer mientras atravesaba
algún bosque en alguna parte de los Alpes o los Pirineos, el último en la isla
de Lambón, en Indonesia, mientras cruzábamos un intrincado paraje de la selva.
Siempre que esto sucede la ocasión se presta al recogimiento, no sé por qué;
quizás porque esas cosas son más frecuentes en las iglesias o catedrales de
Occidente donde los arquitectos previeron estratégicamente durante siglos este
fenómeno de aspecto sobrenatural. La predisposición a sentirnos iluminados por
el céfiro de lo extraordinario es tan deseable que no hay alma que pierda
ocasión para hacerse creer a sí misma cualquier tontería de rigor en forma de
aparición de una Virgen o similar. Y es que a la vida le sobra prosa, la cruda
realidad de lo cotidiano nos resulta tan ramplona que tener acceso a la
posibilidad de que se te aparezca un ser extraordinario nos puede hacer temblar
de gozo y expectativa. Y como estos seres no se presentan así como así sin
ningún tipo de heraldo o preludio que lo preceda, lógico es que uno esté en
ascuas a la espera de que tras el rayo de luz haga su aparición la virgen, el
ángel, el mensajero pertinente.
Es lastimoso, pero es así, uno, que es ateo hasta la médula
de los huesos, desearía no obstante que en algún momento se le apareciera la Virgen
para que le ayudara a comprender un puñado de cosas; por ejemplo. No, no tengo
ningún interés en una Virgen que me haga más nosequé, ni que intervenga para que
me toque la lotería, cosas de esas no las necesito, estoy bien cómo y dónde
estoy; sin embargo comprender es algo que se me escapa tan a menudo que acaso
no estaría mal un regalito del cielo que me ayudara a entender este mundo en el
que vivo. El caso es que me cansé de esperar acontecimientos; el rayito de luz
terminó por esfumarse y yo me quedé a la luna de Valencia, un poco frustrado
porque preveía que hoy una vez más iba a entrar nuevamente en el ciclo de lo
habitual; tendría que levantarme, recoger el saco, desayunar y ponerme a cortar
las arizónicas o segar el césped de la parcela, tareas no del todo desagradable
pero infinitamente menos interesantes que una aparición de la Virgen, pongamos
por caso.
Luego, tenía a doña pereza encima. De hecho se estaba muy
bien de tendido prono viendo cómo los pájaros revoloteaban junto al comedero de
la acacia. Esto de estar jubilado hace que a uno se le presenten cuestiones
nuevas que no aparecían antes cuando tenía que salir pitando para ir a
trabajar. Por ejemplo, ¿por qué coño levantarme cuando tan ricamente se está
contemplando la mañana desde el saco de dormir? Los ejercicios de ensoñación,
tan queridos siempre, son una maravilla a esta hora del día en que la piel y
las neuronas tienen sus poros abiertos de par en par dispuestos a dar paso a
todos los temas y sensaciones del universo que tengan la gracia de presentarse.
De hecho, las ofertas pueden ser infinitas. Y si no a ver, ¿cuándo uno a lo
largo del día tiene la oportunidad de disfrutar la compañía del ser más querido
que se tiene a mano, uno mismo, por supuesto?, ¿cuándo, ahora lejos de las
redes sociales, de los asuntos de la política, del whatapp, de las obligaciones
cotidianas, de la necesidad de comer o cepillarse los dientes tiene uno la suerte
de encontrarse y dejar vagar los pensamientos por los distintos estadios del
tiempo o del espacio?, ¿el gusto, acaso, de resucitar viejas sensaciones
adormiladas en los pliegues cálidos de unas sábanas?, ¿la posibilidad de bucear
en la eternidad del pasado para resucitarlo al compás de las notas de ese
comienzo de la Sexta Sinfonía de Beethoven, en donde los pájaros han hecho
silencio para escuchar a los violines que de la mano de las violas y una flauta
echan a caminar por una mañana de primavera con el ánimo de darse un paseo por los
campos cuajados de flores que empiezan de sacudirse el rocío de la mañana?
A veces me abochorna el tiempo que empleo en leer la prensa
o dar un vistazo aquí y allá en las redes sociales, el tiempo que empleo en
tantas tareas que ni fu ni fa, cuando lo que debería hacer es pasarme ricamente
el día entero en mi saco de dormir ensoñando, recordando, escuchando alguna
sugerencia cazada al vuelo. ¿Qué cosa hay más atractiva puede haber que lo que
se cuece en el propio cerebro en una mañana de primavera de indolencia?
Bueno, pues en esto estaba cuando me acordé de Carlos Soria;
una anacronía si se quiere. Es que era un recuerdo muy reciente; el día
anterior había pasado por Desnivel para comprar un libro de escalada para mi
nieta y allí enseguida me encontré con su libro último, Carlos Soria Alpinista. Días atrás le encontré en las redes
sociales equipado de amarillo como dispuesto a salir corriendo hacia alguna
cumbre del Himalaya. Unas semanas antes estaba en la cumbre del Naranjo de
Bulnes, donde yo una vez compartí vivac con un viejo amigo común, Moisés
Castaño; en fin. Después, ya en casa, por la tarde, Victoria, como si hubiera
estado buscando la ocasión, me invitó a oír un podcast que le había dedicado
Radio Nacional a Carlos días atrás. Total, que como tenía a Carlos Soria hasta
en la sopa, la orquestina interna que soplaba y tocaba sus cuerdas en mi
cerebro esta mañana, se mezcló con la música de fondo de los budas del programa
y con la voz grave y cálida de Carlos mientras una de sus hijas aseguraba que
su padre parecía un monje con sus rutinas de entrenamiento diarias. Entonces
recordé al Carlos Soria que yo conocí en los Galayos, uno de esos días en que
todo el mundo se proponía hacer gamberradas y después de una jornada de
escalada bajábamos atropelladamente dando saltos y corriendo Tranco abajo con
los macutos en la espalda más divertidos que todas las cosas, aunque también
con la posibilidad de rompernos la crisma.
Cuando la vida ha empezado a estrechar sus límites, con lo
que ello supone de esas pequeñas disfunciones que nos regalan los años, y junto
a las dichas de la jubilación y la posible ensoñación matinal, nace un recuerdo
como el de hoy de un hombre que ha roto todos los techos forzando todos los
sueños hasta irlos convirtiendo poco a poco en realidad, lo que se produce en
el ensoñador es un choque conceptual y vital que, ahíto como estaba minutos
antes ensimismado con su rayito de luz atravesando su choza, le zarandea –el
alma, quiero decir– obligándole a modificar el rumbo de sus pensamientos que,
de contemplativos y de autosatisfacción pasan a percibir la vida más allá de
los límites de la jubilación como una lucha permanente por seguir alimentando
los sueños, sin cuidarse en exceso por los estragos de la edad.
Pensar en Carlos Soria esta mañana era como sentir que mi
propia vida se alargaba, que los sueños, en vez de sucumbir ante el
acostumbrado paso de los años, podían ser alimentados todavía; en fin, que
acaso la rutina monjil de que hablaba su hija para estar en forma sea una conditio sine qua non para no sucumbir a
ese encogimiento de hombros en donde las limitaciones crecen como hongos si no
tienes encima algo de ese aire que tan saludablemente respira Carlos.
Después de todo esto no me queda más remedio que matizar mi
indolencia matinal, mi rayo de luz y la contemplación de los pájaros con un
poco de esa filosofía del hombre de las alturas camino del Dhaulagiri. Suerte,
Carlos, y gracias por el ánimo que tu ejemplo infunde en nuestra manera de ver
la vida.
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