El
Chorrillo, 23 de marzo de 2017
El pajarillo yacía encogido, quieto a un centenar
de metros de mi choza. En la rama de un olmo próximo su amigo miraba
consternado a su compañero. Estaban jugando al corre que te pillo alrededor
del árbol donde ahora se posaba, y el amigo, dando un requiebro inesperado,
había perdido altura y, volando raso sobre el prado había emprendido su ascenso
hacia la casa yendo a estrellarse contra el vidrio de la ventana de la
biblioteca. Su cuerpo se estremeció unos segundos y después dejó de moverse. Su
amigo observó atónito el espectáculo. Luego se acercó el dueño de la choza de al lado, miró
al pajarillo, se volvió a la choza, volvió con una cámara fotográfica en las
manos y fotografió el cuerpo de su amigo. Cuando éste se alejó camino de la
casa, Sarnoso dejó su rama y voló hasta donde yacía el compañero de juegos.
Estaba echado sobre el suelo, como si durmiera la siesta, tranquilo, no había
en su rostro ningún gesto de dolor. Sarnoso lo miró con compasión.
El campo había empezado a
ponerse como de miel y los olivares que bajaban hasta la hondonada para subir
después hacia la otra ladera, alineados como soldaditos de plomo sobre un suelo
de color ceniza, empezaban a hundirse en la oscuridad como aquejados por la
somnolencia de un día de muchísimo calor. Sarnoso miró a su alrededor buscando
la presencia de alguien con quien compartir su pena; pero allí no había nadie;
hacia poniente, lejos, sobresalía negra la silueta de la sierra de Gredos con
una pequeña luna alzándose sobre los álamos; por levante, las altas y picudas
copas de las arizónicas se movían parsimoniosas empujadas por el viento. Miraba
ensimismado el cuerpo de su amigo, cuando sintió a su lado un ruido de alas;
era Manuela, la urraca que había nacido la primavera anterior en la morera al
otro lado de la parcela. Ésta, que andaba de paso dando brincos en el prado sin
otro objeto que el placer de saltar y poner a prueba su buena forma, había
visto la silueta del gorrión a lo lejos y se había acercado.
-Pobre Juancho –dijo con
voz condolida acercándose a Sarnoso. Lo dijo como quien quiere dar el pésame a
su amigo de la forma más sencilla posible.
También apareció por allí
don Raposo y doña Culebra, pero éstos parecían contemplar aquello como la cosa
más normal del mundo; se quedaron allí como los mirones de un accidente de
coches que sólo atienden a su curiosidad y que, a lo sumo, se encogen de hombros
ante la desgracia ajena.
-¡No somos nadie! –dijo
sentenciosamente la raposa, y salió pitando hacia las retamas próximas. La
culebra hizo otro tanto, no le gustaba ese tipo de espectáculos.
Aquella noche, Sarnoso,
cuyo nombre se lo había puesto cariñosamente su madre por la poca disposición
de éste a lavarse, durmió mal, por lo que, imitando a don Quijote, el famoso
caballero andante de la especie de los sapiens, cuando las del alba fueron,
echóse al campo, pero en esta ocasión cumpliendo un requisito que nunca a tan
temprana hora nadie en la comunidad de los voladores hubiera supuesto en él; y
fue que decidió acercarse al aspersor en el que todos los gorriones de los
alrededores hacían su baño regular. Un aspersor de aquella parcela, llamada El
Chorrillo, que durante años nadie se había ocupado en arreglar y que dejaba a
sus pies un charco muy propio para beber, bañarse y juguetear en las horas de
más calor; eso cuando a los estorninos no les daban por aparecer por allí, en
cuyo caso no había más remedio que largarse y esperar a que no hubiera moros en
la costa.
Después de su baño
matinal Sarnoso se sintió despierto y animoso. El sol tardaría todavía en apuntar
por el lado de Griñón, así que decidió darse un corto paseo y voló hacia las
ramas de un copudo eucalipto que sobresale por encima de los olmos frente a la
cabaña del dueño de la parcela, un hombre simpático que les deja todos los días
un puñado de pipas sobre un comedero a modo de desayuno. Por cierto, que el
otro día quien les sirvió el desayuno de las pipas fue su nieta Ainara, una
chica que cumple hoy nueve años y que de vez en cuando hace el mono subiéndose
a los árboles de la parcela. Una vez allí, cuando el sol casi empezaba a asomar
su cabezota roja por encima de los campos, Sarnoso decidió que visitaría a su tía
abuela que vivía un poco más lejos, en Serranillos del Valle. En realidad su tía
abuela vivía de prestado entre el ramaje seco del nido de su excelencia la
cigüeña Rigoberta, una orgullosa señora de porte estirado y mirada altiva que
había condescendido para que cuatro o cinco parejas de gorriones hicieran de su
nido su hogar. El nido era un poco ruidoso, tanto como para morirse del susto
si a uno le pillaba desprevenido, dado que a los tatarabuelos de Rigoberta no
se les había ocurrido hacer el nido más que en la torreta que columbraba los
dos huecos de las campanas de la iglesia. Recordaba Sarnoso cómo siendo
pequeño, tanto que apenas sabía volar por entonces, le dejaron una vez sus padres
al cuidado de su tía abuela y cómo cuando las campanas empezaron a sonar casi
se cayó de la torreta del susto.
Estando de camino se
encontró con que las nubes habían empezado a ponerse de caramelo. El amanecer
promete, se dijo entonces, y decidió posponer su visita y buscar un lugar
prominente donde contemplar el alba a su gusto. Así que quiso volar hasta la
atalaya del castillo de Batres para ver despuntar el sol y de paso para ver si
encontraba por allí a su amiga la urraca. En el trayecto se acordó del
accidente del día anterior; notó que le costaba más trabajo volar, pensó que ya
no podría jugar con su amigo Juancho. Cuando puso sus pies sobre la almena, el sol se
hizo ver redondo y coloradote como una gran bola de fuego. Abajo, junto al
río, vio la forma de un caminante dirigiéndose hacia poniente por el sendero de Navalcarnero.
¡Cuántas mañanas habían contemplado él y Juancho aquel espectáculo antes de irse
a picotear en la tierra de los sembrados a la búsqueda de semillas y lombrices!
A él no le gustaba estar solo, y cerca del castaño donde vive con sus padres
sólo estaba Manuela.
-¡Vaya, hablando de
Roma…! –exclamó Sarnoso viendo aparecer a la urraca que volaba en ese instante
desde el campanario de la iglesia a la atalaya.
-Buenos días –saludó
Sarnoso haciéndose a un lado para dejar sitio a la urraca en la cruz de hierro
que coronaba la almena.
-Hola, carambola
–contestó ésta- vaya madrugón que te has dado.
Sarnoso la miró por un
momento de hito en hito considerando de repente la posibilidad de que su vecina
Manuela, que abultaba cuatro o cinco veces lo que él, pudiera convertirse en su
amiga; así que ni corto ni perezoso le propuso pasar la mañana en el río
Guadarrama, a lo cual accedió Manuela con mucho gusto.
Fue un día estupendo; se
divirtieron de lo lindo. Sarnoso, que era bastante patoso, cazó un saltamontes
y lo compartieron como buenos amigos. Él se comió la cabeza y Manuela el resto
del cuerpo. Luego se fueron a buscar lombrices y a salpicarse agua entre las
espadañas. Las horas de mayor calor las pasaron chapoteando en una pequeña
playa junto al puente de piedra.
Cuando el sol empezó a
declinar, Manuela propuso volver a casa y jugar un poco a la rayuela en la pista de tierra frente al castaño que estaba un poco más arriba de su olivo. A sus
padres no les gustaba que estuviera lejos de casa cuando empezaba a hacerse de
noche. Sarnoso estuvo de acuerdo, por lo que ambos remontaron el vuelo, pasaron
sobre los tejados de Serranillos y fueron a posarse sobre el eucalipto de la
parcela en donde solían jugar. Al final jugaron a policías y ladrones. Sarnoso
se tapó los ojos con las alas y, mientras contaba hasta cincuenta, Manuela, que
hacía de ladrona, como cabía esperar, voló a esconderse al otro lado de la parcela
entre unas espesas hiedras que forman como un bosquecillo encantando en donde
la primavera anterior los niños de una escuela habían jugado durante todo el
mes de mayo. Cuando Sarnoso llegó a veinte, dijo en alto:
-¡Voy! –y salió disparado
hacía donde creyó había oído volar a su amiga.
Había remontado el vuelo
y pasado sobre el tejado de la casa, cuando un recuerdo fugaz le atravesó la
cabeza. Fue como un chispazo en la oscuridad. Volvió a ver con todo el horror
del día anterior a su amigo Juancho estrellándose contra los cristales. Las
alas se le aflojaron y, como si le hubiera acometido un mareo, sintió que ni
las alas, ni las patas le sostenían. Manuela le llamaba a lo lejos:
-¿No vienes?
Como el otro no
contestara terminó por asomarse por entre las hiedras; fue entonces que vio que
Sarnoso ya no jugaba. Le miró, daba saltitos como un borracho prado adelante.
Veinte o treinta metros más arriba se paró. Manuela recordó entonces también el
accidente; se acercó despacio hacia donde se había parado su amigo. Lo que vio
en el suelo, era una mancha clara que tenía la forma de un pájaro, Juancho era
sólo un poco de color, una silueta difusa, todo pequeño, como un poco de ceniza sobre el suelo, delgado como un trozo de papel de embalar. Por el plumaje del
rostro de Sarnoso rodaba una lágrima en donde se reflejaba el sol del crepúsculo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario