El
Chorrillo, 26 de marzo de 2017
Habían estibado la pequeña
avioneta con sandías; dos docenas de gruesas y alargadas sandías hacían de
contrapeso a los cuatro pasajeros que volábamos esa mañana hacia las pistas de
Canaima en plena selva venezolana. ¡Demonios cómo se movía aquello! El piloto,
señor Madriz, un hombre cercano a los sesenta, pelo cano, jactancioso, tenía
fama de haber cumplido alguna proeza aérea dejando caer su avioneta durante
cientos de metros junto a las chorreras del Salto del Ángel, una espectacular
cascada que se desploma por una altura superior a los novecientos metros. Con
un ojo mirábamos los meandros achocolatados que discurrían unos cientos de
metros más abajo, y con el otro andábamos pendientes de la cordura del piloto
que hacía subir y bajar a aquel trasto rozando demasiado cerca para nuestro
gusto la superficie plana de un tepui. Los árboles de la selva semejaban repollos
sobresaliendo de una inmensa caja de mercado. Un vuelo demasiado agitado para
mi estómago poco habituado a estos sustos de montaña rusa.
La avioneta aterrizó sin novedad
en Canaima, no sin antes sobrevolar la laguna que enmarca la famosa colección
de sus grandes cascadas. Nuestro guía, Cristian, extrovertido disertador,
amante sin condiciones de estos parajes, nos acompañaría por unos días en
nuestra expedición al Salto del Ángel. Antes de pegar la hebra frente a un
increíble arco iris que nacía en la oscuridad aceitunada del río como un puente
de juguete, habíamos atravesado a pie bajo la impresionante cortina de agua de
la cascada del Sapo. El fragor es ensordecedor, en algún momento el embate
violento del agua hasta la cintura amenaza con tirarnos; aguantamos el empuje
agarrados a una pasarela de cuerda. Imponía la fuerza nueva y desmesurada del
agua desplomándose.
Cascada de El Ángel |
Al otro lado del río, y tras una
marcha de media hora, nos esperaba una pequeña embarcación. En uno de los raudales debemos
abandonarla y hacer algunos kilómetros a pie. La barca remontó el peligroso
rápido liberada de los pasajeros; dentro iba nuestro equipaje, me acordé tarde
del dinero y la documentación, que no tuve la precaución de rescatar del
macuto. Un camino color canela, entreverado de vainilla y chocolate, seguía la
orilla arraudalada del río. Esperamos que no hubiera que buscar el pasaporte en
el légamo de los meandros.
Sobre el río el cielo se había
ido cerrando y había convertido las grandes montañas del fondo en un lóbrego
paisaje donde alumbraban los flashes intermitentes de la tormenta. En el lado
opuesto, la sabana, el campo abierto, se estrellaba contra dos tepuyes de
paredes rigurosamente verticales. Presentí que me había quedado corto con mi
provisión de diapositivas: los meandros, las coliflores de los árboles desde el
aire, las masas de agua desplomándose, el arco iris como un raudal de luz
naciendo del lecho del río... Hice unas tomas de una de las columnas del arco
iris volando sobre un suelo de rocas y arenas de suave café con leche; después
subimos de nuevo a la embarcación, que nos esperaba sana y salva después de
haber superado los rápidos inferiores. Comenzaba a llover, era divertido. Sin
embargo, río arriba, el aire no tardó en ponerse pastoso y como de brea. La
proa escindía la corriente en dos altas cortinas de agua que terminaban
cayéndonos encima empujadas por el viento.
La lluvia arreció. Las aguas se
tornaron inquietas con la tormenta mientras hacia el sur apareció el perfil de
nuevas montañas cortadas a tajo sobre el río; ancladas más allá de la
oscuridad, sobresalían entre los panes de niebla que se agarraban a las paredes
negras próximas. Los azules se apagaron tras la cortina de agua y ahora eran
una pura gama de grises con una línea clara que flotaba en el río reflejada por
los huecos de luz que se abrían como un boquete hacia el horizonte. Mientras
tanto la temperatura descendió, terminé un carrete de diapositivas, miré
resignado al frente, hice algunas tomas en blanco y negro. Terminamos haciendo
cabriolas para poner un nuevo carrete. El perfil del barquero, sentado sobre la
proa, sobresalía bellamente contra los reflejos simétricos que bailaban arriba
y debajo de la línea de los árboles. Muy poca luz, pero pruebo, coloco las
sombras próximas contra el fondo despejado, junto a las montañas, las compongo
de manera que sus formas emerjan como contrapeso de la silueta que se sostiene
erguida en la proa. La cortina de agua describe un arco a la altura de mis
ojos. Hace frío. El entorno es impresionante, coincidencia plena de un momento
de excepción convocado por los juegos de la tormenta, el motor rompiendo la
calma del río, la noche cada vez más noche. Parecía increíble estar aquí, en
medio de esta cosa compleja y bella, fría, confiados ciegamente en que un motor
siguiera dando vueltas, confiando en que en algún recodo el río, de la noche,
aparecieran las luces de un campamento, una playa, algo que rompiera la duda de
que no estábamos a merced del río, de la oscuridad, de la selva.
Una ráfaga de agua se nos coló
como un bofetón por encima de la borda. Con noche cerrada la embarcación giró a
estribor y se adentró por un río menor, el Aonda; pocos metros más allá, las
luces del campamento aparecían diseminadas entre los árboles de la orilla.
La tertulia se prolongó aquella
noche por mucho tiempo. Cristian disertaba en inglés delante de su grupo sobre
el programa para el día siguiente; lo hacía con manos, ojos, cabeza, con el
cuerpo entero; se encontraba en su salsa, el rey del mambo. Al rato hace un
apartado con nosotros y, aunque le decimos que sí hemos entendido, inicia una
nueva charla (¡socorro!) que poco a poco fue subiendo de tono y se ramificó
mucho más allá del tema que le había traído a conversar con nosotros. Era
incapaz de estarse quieto, se parecía a mi hijo Mario, subrayaba las palabras,
jugaba con las curvas tonales como si fueran un acordeón. Todo era
extraordinario en sus relatos: un ermitaño lituano de los años cuarenta, que
vivió sólo aquí y que él conoció de niño; un topógrafo alemán que midió el
tepui que corona el centro de Canaima (setecientos cincuenta kilómetros
cuadrados), también solo; un duelo entre un piloto de helicóptero y un
paracaidista que se rifaban a ver quien era capaz de descender más rápido, uno
con el motor apagado y el otro con el paracaídas recogido. Cosas así. Hay que
decir que entre historia e historia se ponía un medio de whisky con hielo.
Alrededor de la maquinaria de su imaginación y de sus palabras se llegó a
formar un discreto corro. Al principio de la tarde había intercambiado con él
algunos puntos de vista sobre escalada y cuestiones relacionadas con la
filosofía de la aventura y ahora Cristian parecía haber encontrado el
interlocutor idóneo para hilar un discurso sin fin. No me soltaba. No llegaba a
terminar los temas; el whisky tenía, sin lugar a dudas, su parte de
responsabilidad en esta facundia intempestiva.
En algún momento logré encontrar
una evasiva. Cristian cambió entonces de audiencia, se fue a jugar al dominó
con un grupo cercano. Yo me ocupé de mi cuaderno de viaje. Me trajeron una
vela. En la mesa de al lado se oía ininterrumpidamente la voz de nuestro guía y
el golpeteo desmesurado de las fichas de dominó contra la mesa.
Al día siguiente llegamos bajo
los mil metros de la Cascada de El Ángel después de algunas horas de navegación
y de una buena caminata que tuvo su momento más bello en la travesía y
ascensión de la selva que crece a los pies del salto de agua. Una humedad
relativa que se acerca al punto de saturación facilita que crezca una
exuberante vegetación que acabó con mis provisiones de película; esos líquenes
que no me canso de fotografiar, por ejemplo, y que aquí muestran una sutilísima
variedad de tonos bajo la luz suave de la niebla matinal. Las aguas, bajo el
efecto de la descomposición vegetal, llevan en suspensión una sustancia, el
tanino, que le da un bello aspecto de jarabe anaranjado; el suelo, donde no es
un laberinto de raíces forma una espesa alfombra de hojas sobre las que
caminar produce el efecto de hacerlo sobre
un mullido colchón. El bosque chorreaba agua, los verdes eran encendidos y
lujuriosos, los miles de metros cúbicos que se desplomaban formaban sucesiones
de cortinas que caían armoniosas solapándose unas a otras y jugando sus encajes
con la niebla y con el fondo negro de la montaña, descienden increíblemente
lentos, el agua se dispersa cientos de metros más allá de la vertical formando
un diluvio que riega permanentemente el bosque. Toda la selva inmediata parece
formar parte de esta cascada gigantesca; la masa principal de agua se derrumba
envuelta en brumosos hilachos que penetraban profundamente en el bosque. La
vista es fantástica. Los turistas somos una panda de extraños en este paisaje
grandioso; jugamos, nos hacemos fotos, nosotros y la cascada, nosotros y el
letrero donde se la nombra. Había algo de infantil en los visitantes frente al
famoso espectáculo: el documento notarial, el certificado de yo estuve allí.
Cuando regresamos junto a la
embarcación, el pollo a la hoguera estaba en su punto. Después será descender
el río a un velocidad que ponía a prueba los nervios cuando atravesábamos los
rápidos. Todo el recorrido está rodeado de selva impenetrable sobre la que se
yerguen montañas y paredes espectaculares. En el campamento llovía, el
torrencial aguacero de la tarde caía con violencia sobre el tejado de zinc.
En la tertulia de la noche el
whisky fue sustituido por la guitarra. El resultado era óptimo, las risas y las
voces de los venezolanos se mezclaban con el clamor de fondo de la selva. Me
recordaba el ambiente de los refugios italianos de los Alpes allá por los años
setenta. Eché cuentas: hacía dos meses y medios que habíamos salido de casa; en
las dos últimas semanas el tiempo parecía haber transcurrido con especial
celeridad. Ahora, la otra selva, la grande, la que baja hasta Manaus y sube
hacia el Pacífico, se extendía ante nosotros como una promesa. Los ríos de
América son lentos, no están hechos para nuestras prisas de occidentales,
navegar las aguas rojas, éstas del río Carrao en las tierras de Canaima, las
aguas marrones y calmosas, aquellas que hienden por medio el país de más al
sur, se mide por un tiempo que no es el nuestro. Ni perdidos en la selva dejaba
de oírse el metrónomo: tic tac tic tac.
“Si estaba ahí era por alcanzar
el entendimiento de lo grande” (El acoso,
Alejo Carpentier). La necesidad de lo grande, de lo hermoso, corre por las
fibras del ser como una corriente encantada que fuera capaz de sacarnos con su
llamada de los ciclos de lasa cotidianidad. Cada vez queda menos espacio para
lo extraordinario, que parece haberse diluido poco a poco en los caminos de la
infancia y juventud; el mundo se estandariza y la compañía de la seguridad que
aprendimos a llevar a todas partes como condición sine qua non, mediatiza nuestros movimientos; también el mundo se
organiza, varios millones de livingstons y stanleys recorriendo cada día el planeta
de un lado para otro termina por disolver el halo mágico del misterio, la
aventura se expende en sucedáneos que son la justa servidumbre de nuestro
arrogante dominio del mundo: aventura enlatada y descafeinada para todo aquel
que disponga de unos pocos dólares.
Sigue, no obstante, vigente la
cita de Carpentier, el entendimiento de lo grande, si somos capaces de no
banalizarlo, puede rondar tanto en las notas de una sinfonía como en el canto
del anchuroso río que se deslizaba bajo la lluvia quedo y como de plata en la
noche del principio de esta aventura; si somos capaces de meter nuestra carne
en la carne de la naturaleza, de la selva; si somos capaces de ver, de oír, de
aislarnos en los embates y el fragor del interior de la cascada del Sapo, del
turismo organizado; capaces de limpiar nuestros oídos y nuestra mirada, de
acercarnos al estado de gracia que exigen los ríos, las selvas, las montañas,
los desiertos, para entregarnos al secreto misterio de la naturaleza; amada por
demás que no se entrega como ramera al precio de unos dólares, sino en el amoroso
forcejeo de una ternura y una sensualidad sin paliativos.
Una pequeña carretera une el sur
de Venezuela con el caudal del río Amazonas, nuestro siguiente destino para un
viaje que había comenzado en Ciudad de Méjico y terminaría meses después, tras
atravesar los Andes en el Machu Picchu.
Sobrevolando la selva rumbo a Canaima |
Mientras tomo un café de Costa Rica, leo tus andanzas en ls selvas amazónicas venezolanas. Mientras siempre me han atraído las montañas, nunca lo han hecho las selvas en cualquier parte, una carencia en mi afán de aventura difícil de solucionar ya.
ResponderEliminarBueno, ¿difícil? Quizás no lo sea tanto. Mientras tengas piernas para subir al Morezón estas cosas nunca pueden ser difíciles. Una avioneta, una barca y piernas para caminar tres o cuatro horas por un paisaje muchas veces de ensueño es todo lo que se necesita. La cascada del Ángel con sus 900 metros de caída de agua es uno de los espectáculos más impresionantes del mundo.
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