Ama lo que haces


Foto original: Guillermo de la Madrid



El Chorrillo, 12 de marzo de 2017

Desde la ventana de mi choza contemplo los almendros en flor; los cerezos un poco más arriba despliegan ya también sus flores rosa pálido; pinta primavera en nuestra parcela. Recordando ese post que escribí días atrás, Ama tu caos, se titulaba, esta mañana recordé otro título que di a un post tiempo atrás. El título de aquel era Ama lo que haces. Era la breve historia de un encuentro con un graffiti durante un paseo de madrugada por el barrio de Lavapies. Lo retomo hoy, que sirva de continuación, un amor más, a esa ristra de amores que deberían acompañarnos en vida. Este es el texto:  

* * *

El portalón cerró con un crac grave que se perdió poco a poco como una olita en la oscuridad silenciosa de la madrugada. Chorreaban las calles el fresco brillo de las mangueras de los servicios de limpieza. El tumulto de los camiones de la basura de media hora atrás era ya un eco que se perdía en el dédalo de la noche como una tormenta que hubiera remontado unas colinas próximas y abandonado tras de sí el lejano desorden de una música de fanfarria. Mis botas dejaban un rastro de clac clac en los regueritos de agua que bajaban en hilos delgados por las juntas de los adoquines de granito de Mesón de Paredes.

Estaba realmente muy dormido todavía. Había hecho noche en casa de mi hijo y, no pudiendo prescindir de mi hábito de salir a dar un largo paseo en la hora previa al amanecer, con apenas cuatro horas de sueño, me había echado a la calle con el ánimo de ir despertando poco a poco mientras paseaba a paso vivo por las callejas de Lavapiés. Caminando frente a los negocios de los, aquí chinos, más abajo, senegaleses, torciendo por Calatrava, una peluquería bangladesí junto a una frutería marroquí, se me ocurrió que hubiera sido una buena experiencia haber incluido en mis largos viajes de por aquí y por allá alguna que otra excursión a esta precisa hora. Las cosas, las calles, las tiendas, los posibles viandantes, con ser los mismos, son siempre algo muy diferente; sobrecoge un poco el ánimo caminar a esta hora por las calles solitarias del mundo.

Alguna experiencia tuve y siempre esa noche quedó de manera relevante grabada en mi memoria. El silencio y la soledad de la ciudad impone mucho más que el silencio y la oscuridad de la montaña y los bosques; una madrugada en Casablanca en que atravesaba el zoco, desierto, sucio, difícil de cruzar sin pringarse de desechos, fruta podrida, envases, plásticos rotos, y a derecha e izquierda pequeñas callejuelas que se perdían en la noche, bocas de lobo donde podía imaginar el acecho de cualquier acontecimiento espeluznante; la misma hora en un lejano día de viajar con una vespa por Europa, y en que dormidos como lirones en la Piazza del Cíncuecento de Roma nos robaron en mitad del sueño, a mi amigo Emiliano a mí, absolutamente todo lo que teníamos, sólo se salvó un pantalón corto, una camiseta y el saco de dormir... y caminar en la media luz ámbar de la ciudad desierta como quien piensa que todavía le pueden robar las dos prendas que llevábamos puesta; noche de lobos, indigentes y con el miedo en el cuerpo caminando hasta la próxima comisaría; algunas noches más de salida intempestiva de vuelos en alguna parte del mundo: Nairobi, Delhi, Tirana, donde un taxista no acudió a la cita y atravesar por las calles a las cuatro de la mañana era desolador; una noche en Harare, Zimbabwe, en que había que caminar hasta la estación de autobuses fuera de la ciudad y en donde la luz pública o no existía o había desaparecido. Siempre experiencias un poco inquietantes, como hoy, aunque vivamos en el centro de la civilización; en noches así no es raro tropezarse con alguna pequeña aventura. En mis años de auto-stop quedé una noche anclado en las calles de Bilbao cuando ya era de madrugada; durante mis horas de deambular por la ciudad donde no pude encontrar un lugar para pasar la noche que se adaptara a mi presupuesto hice una abundante vida social, proxenetas, vagabundos, proposiciones de enamorado a la búsqueda de otro cuerpo, dos jóvenes con aspectos de buenos samaritanos que se empeñaron en ofrecerme sus domicilios para pasar la noche.


Con estos recuerdos en la cabeza, hoy ya no con mis acostumbrados mantras por compañía, bajé hasta la plaza de Lavapiés, donde una pareja charlaba amigablemente como quien se recrea bajo el sol de un mediodía de invierno; más allá dos municipales se alejaban camino de Embajadores. Hoy no hay estrellas que valgan, los senderos de la ciudad son estrechos, destilan miel y silencio. Comienza a llover, subo a buen paso, ahora como si estuviera sorteando el sendero de los almendros, la serpenteante senda que lleva hacia el camino de Batres, intento mirar las calles de Madrid como si éstas formaran una parte más de la naturaleza que piso cada madrugada, Ave María, San Simón, Torrecilla del Leal, Antón Martín, calle del León. Al torcer  hacia Huertas me cruzo con un matrimonio bajo un paraguas, que sortea los charcos junto a un paso cebra. El encanto de la noche parece trastocarse cuando me cruzo con algún noctámbulo; el ruido del mar o la imagen del sistema solar y la Tierra visto desde otra galaxia, esa tremenda pequeñez que trato de convocar con su visión y que me sirven de fondo en mis meditaciones nocturnas, hoy no tienen consistencia. La lluvia cae sedosa sobre el empedrado, lamento no haberme traído la cámara, los adoquines mojados, los charcos, los rastros de luz bailando bocabajo sobre el pavimento, un par de motocicletas, los carteles de espectáculos sobre las fachadas,  me sugieren la película del grano grueso del Tri-X, aquellas tomas en blanco y negro que, forzadas a 1600 ASA, proporcionaban una textura de grises que se perdían entre las densas sombras sugiriendo escenarios algo espectrales.

Abstraído en los circulitos que dejaban las gotas de agua en los charcos, había dejado atrás el número ocho de Huertas, cuando algo me llamó la atención a mi derecha, algo nuevo que no estaba allí la semana anterior: AMA LO QUE HACES. Un gran mural cubría esta madrugada la pared ciega de un portalón que había sido tapiado tiempo atrás. Ama lo que haces, Love what you do. La firma: Boamistura. Sorpresivo encuentro para mi paseo. Me detuve, aquello era una buena propuesta para comenzar el día: Ama lo que haces; grandes hojas de ficus, flores, arabescos, una armónica gama de grises, un cactus, un diamante hendido en mitad del pecho de la M de AMA. ¿Será ese el diamante esencial que tallar y pulir para que las cosas funcionen medianamente bien dentro de uno? Meritorio encuentro; de mensajes así, bellos y espontáneos, deberían estar cubiertas las fachadas de las ciudades del mundo. En la ciudad de Jaipur, India, lo que había en la primera ocasión que la visité eran cometas, un cielo lleno de cometas que los niños izaban desde las terrazas de sus casas; el mensaje era muy similar a éste: disfruta con lo que haces, viste tu pueblo, tu ciudad, tu casa con pequeños gestos de creatividad y belleza, anima tu vida con breves detalles que te llenen de dicha. Un cielo lleno de cometas de colores es una imagen que retengo vivamente después de treinta años. En mi casa hay por las paredes algunos dibujos de cuando mis hijos eran pequeños, una bicicleta recostada en el pretil que daba al río, en Amsterdam, y que se reflejaba sobre un charco, era de Guillermo; también una furgoneta familiar en la que se tenían cinco bicicletas sobre la baca; Mario y Lucía tienen su recuerdo infantil repintado sobre las puertas de un armario.  

Amar desde la infancia lo que hacemos; qué bien, ¿no?

Interpretación de nuestra furgoneta familiar de viaje por Europa. Dibujo de Guille cuando tenía 4 ó 5 años.



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