El Chorrillo, 6 de marzo de 2017
1966,
Guadarrama.
Era una mañana de invierno. Emiliano y yo
habíamos subido por primera vez a Guadarrama un fin de semana del otoño
anterior y habíamos descubierto ascendiendo a La Maliciosa lo que sería el
embrión de una pasión. Se trataba de la primera montaña que habíamos pisado.
Tendríamos dieciséis o diecisiete años. En el mes de enero hemos comprado unas
botas ligeras, hemos leído por ahí lo que hemos podido con la idea de
iniciarnos en el mundo del monte y, sin más preparación que nuestra ilusión por adentrarnos en un mundo nuevo, pensamos en
ascender desde Cotos a un pico que en algún mapa habíamos localizado como
Cabeza de Hierro. Viaje en tren, Cotos, el espléndido paisaje nevado de Guadarrama.
Nos internamos enseguida por un manto
blanco de nieve recién caída siguiendo un hipotético itinerario hacia las
cumbres de Cabezas de Hierro. Cuando hubimos avanzado, borrachos de tanta
belleza, a veces en el pinar, otras sobre campos desiertos despuntados sobre la
nieve de piornos y retamas, dos o tres horas, comprendimos vagamente que los
bancos de niebla que se movían pesados a nuestro alrededor, podían ser
extremadamente peligrosos. Pero la prudencia no era patrimonio de nuestros
pocos años.
La tarde de enero se echó encima con su
manto gris aterciopelado y ecuménico borrando las huellas y los recuerdos
próximos y confundiéndolo todo en una aleación uniforme y gris que minuto a
minuto fue pasando de una pastosa tonalidad alumínica a un bronce oscuro y
patinado en el que los rastros y las sombras desaparecían engullidos por la
oscuridad.
Fue difícil orientarnos entonces. Muy jóvenes,
entusiastas, pardillos, éramos como dos polluelos recién salidos del cascarón. Andando
penosamente por una nieve profunda, entre dos bancos de niebla, al borde de la
noche, creímos ver una casa al otro lado del valle. Se trataba, lo supimos
meses más tarde, del refugio del Pingarrón. Pero la apariencia se esfumó y no creímos
más en ella. Un par de veces más se abrieron las nubes a nuestro alrededor
mostrando un aspecto luciferino y triste. Después la oscuridad se tragó todo:
bosque, nieve, rocas, ríos; éramos dos sombras errando en medio de la nada
gélida donde caminar en la nieve profunda era muy penoso.
Guardábamos celosamente dos naranjas y
una lata de anchoas; eran todas nuestras provisiones. Cuando ya estábamos
definitivamente perdidos, dejamos de movernos y nos sentamos derrumbados sobre
la nieve. Mientras pelábamos una de las naranjas, los dedos como palos,
rígidos, intentando arrancar trozos de cáscara, no hablamos, pero ambos recordamos
nítidamente detalles espeluznantes de congelados que aparecían en los libros
que habíamos devorado durante los dos meses últimos. Morían rígidos, ajenos a
su propia muerte; luego los encontraban al cabo del tiempo petrificados con una
sonrisa macabra sobre la boca.
Anduvimos horas sin rumbo fijo en medio
de la niebla sin saber en ningún momento a dónde dirigirnos. Después de tantas
vueltas no teníamos ni idea de hacia qué parte de aquella cosa oscura y
desconocida debíamos dirigirnos. El frío era húmedo y penetrante; si dejábamos de
movernos, extenuados e imposibilitados para un paso más, el frío nos trincaba con
sus tenazas y entonces surgía nuestra obsesión por proteger pies y manos de las
congelaciones. Esos pies, esos dedos tumefactos, deformemente negros, amputados
después, que habíamos visto en algún libro nos impelían a mover compulsivamente
los dedos dentro de nuestras ligeras botas y a golpear con los puños cerrados nuestras
extremidades; no parar, evitar la congelación, resistir. Habíamos decidido
bajar siguiendo de cerca el ruido cercano del río. ¿Cuántos riachuelos habría
que vadear a ciegas hasta la madrugada?, nos preguntábamos.
Era un penoso deambular de ciegos. La
noche, la nieve copiosa y blanda, se había tragado de golpe todos los relieves
e instalado cientos de trampas a cada paso, cada trampa un esfuerzo ímprobo
para salir con pies y manos de un agujero entre las retamas o las grandes
rocas, que se hundía sin fondo a cada nuevo intento. Fue caminar horas y horas con
la nieve blanda por encima de la rodilla con la única referencia sobre la
frente de resistir la noche y el frío.
Poco antes de una débil claridad que hizo
posible reconocer nuestros propios perfiles y diferenciarnos de otros elementos
del bosque, esa luz que convierte la ceguera en un movimiento ambiguo de
sombras, poco antes, caímos arrastrados por el agua de un gran arroyo que se
precipitaba oscura y amenazadora. Al intentar cruzar el arroyo una rama se
rompió, el agua helada hasta el pecho me arrastraba; fue como moverse dentro de
una pesadilla. La voz de Emiliano gritaba angustiada ahí mismo, pero oída infinitamente
lejos llamándome como desde otro mundo. Como ciegos, a rastras, gateando entre
las retamas, la nieve, el agua, al fin logré atravesar el torrente. La llamada
a la vida volvía a llamarme desde lo profundo de aquella oscuridad. Un abrazo y
las lágrimas arrasando mi cara sobre el hombro de Emiliano. Sí, la sensación de
haber dejado atrás la tragedia, la vida volvía a susurrar en mis oídos su
llamado.
Ahora ya no éramos una muerte ambulante
en la noche. Habíamos despertado, volvíamos a posar los pies con empaque, extremadamente
conmovidos. Con las lágrimas aún sobre los ojos escrutábamos el cielo; podía
verse muy débil, entre las altas copas de los pinos, un cielo que sobrenadaba
la oscuridad del follaje.
El lívido y dilatado amanecer que siguió
fue de tan cruda belleza... Mientras en una mano sostenía una lata de anchoas
congelada mirábamos atónitos hacia el este la franja lechosa de la madrugada, las
interminables laderas blancas. Así las recordaba yo, sin límites, desoladas, a
intervalos cubiertas de pinos con las ramas vencidas por el peso de la nieve.
En algún lugar de esas laderas estaba la vida, habría hombres y mujeres a
quienes acudir, era como peregrinar en medio de la muerte con la certeza
absoluta de estar pisando un país bello y suicida.
Después la nieve se adelgazó y podía
notarse el prado esponjoso y mojado tras la breve capa blanca. Poco más abajo
quedó definitivamente reducida a pequeñas superficies que ni Emiliano ni yo nos
preocupamos en rodear. Amanecía. El poderoso bramido del río imponía un respeto
religioso a nuestro paso; hinchado y cristalino, discurría ahora entre grandes
piedras. Más tarde, remansado y calmoso, lo haría entre prados a los pies de grandes
pinos centenarios.
En algún momento al otro lado del río
apareció la carretera. No encontramos a nadie en nuestro camino. Al fondo se veían
las casas de un pueblo: Rascafría.
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