Tormenta en la cumbre de La Meige. Así debería ser morirse algún día.

 
Crestería de la Meije


El Chorrillo, 18 de marzo de 2017

Escribí algo de lo que sigue el pasado mes de diciembre en un contexto alejado del mundo de la montaña, una tarde después de finalizar alguna de las etapas del Camino de Santiago de San Salvador. Hoy, metido a recordar en estas Cartas desde mi choza andanzas de otro tiempo relacionadas con la montaña, lo retomo con alguna variante. A veces la memoria que la montaña ha dejado en los recovecos del cuerpo de uno es tan intensa que escribir sobre ella se parece mucho a lo que sentirías si volvieras a vivir algunas de esas lejanas experiencias.

Que el hilo conductor que hoy me lleva a las altas cumbres del Delfinado sean las sensaciones de una noche de insomnio ovillado en el calor de los recuerdos, añada el plus de esa inutilidad tan fértil, que de tanto en tanto invocamos cuando nos referimos a los porqués de nuestras actividades en la montaña, da a las experiencias vividas el cariz de esas cosas que son necesarias rememorar para estar seguro de que la vida ha merecido la pena ser vivida. Me he referido ya en alguna ocasión a cierta anécdota que narra René Demaison en su libro Le forze della montagna. René Demaison y su compañero Jack Batkin se habían comprometido a escalar por primera vez en invierno el espolón Croz de las Grandes Jorasses. Tras una semana de escalada, un enorme tormenta y sufrimientos incalculables, la pasión de escalar una gran pared en las peores condiciones se ve cumplida con la llegada a la cumbre. Después de aquello Jack Batkin dejó de escalar por una larga temporada. En el verano siguiente se encontraba sentado en una terraza de una cervecería de Chamonix bebiendo una cerveza, cuando un amigo se le acercó; éste le pregunta: ¿No escalas más, Jack? No, respondió él, he hecho un viaje tan grande en las Grandes Jorasses este invierno con René, que ahora no hago nada, revivo aquella ascensión. Esa es la idea la que tantas veces se me cuela por dentro cuando la tarde se demora frente a mi choza y agarro el portátil para recuperar trozos de escurridiza memoria.

El día que relaté esta pequeña historia sobre la Meige había dormido una larga siesta tras la comida y cuando me metí en la cama comprobé pronto que esa noche iba a ser difícil coger el sueño. Obediente me hice a la idea. Me había asegurado contra el frío metiéndome bajo cuatro mantas y al poco rato empecé a gustar un calorcito tal que hizo que me sintiera dentro del mejor de los mundos. Era una sensación extraordinariamente placentera que llegaba a mi cuerpo como un fenómeno nuevo, como venido de una tierra donde todos los deseos se veían cumplidos en forma de calor y ternura. Un calorcito animal salía de mi regazo y se expandía poco a poco por todo mi cuerpo llenando a éste de un cálido bienestar. Así debería ser morirse algún día, pensé en algún momento. Como volver al seno materno donde todo lo que existe es el gozo de sentir tu cuerpo y tus sentidos abrazándote como si fueras un niño de pecho.

¿Dónde, dónde había tenido yo parecidas sensaciones en algún lejano momento del pasado?, pensé entonces. Fue como si un débil rumor venido del otro lado del tiempo se estuviera paseando por la oscuridad monástica de la habitación del albergue de peregrinos que ocupaba. Rebuscando en la memoria no tardé en dar con los instantes precisos que me recordaban instantes de ternura extraordinaria. Era como si mis sensaciones más placenteras convocaran a golpe de clarinete a sus afines de otro tiempo.

El hecho transcurría bajo las mantas en el refugio de L'Aigle, cercano a los cuatro mil metros, no lejos de las cumbres de La Meige, en los Alpes del Delfinado. Un cuerpo de hombre y uno de mujer yacían abrazados exhaustos como dos hermanos tras una imprevista aventura de montaña.

Habíamos ascendido de madrugada hacia la cima mayor por su cara sur con un cielo totalmente despejado. Una escalada de mediana dificultad pero sin especiales complicaciones que habíamos emprendido sobre una pared de pequeñas terrazas de granito sólido, más a la derecha de la vía normal, con el objeto de evitar vernos cogidos entre otras cordadas que ascendían a la misma cumbre. El espectáculo de los seracs y los glaciares a nuestro alrededor se fue haciendo más y más imponente según ascendíamos. Hoy, con las fotos de blanco y negro en la mano, me cuesta identificar aquellas paredes. Pequeñas trepadas, un centenar de metros de alguna dificultad, algún paso complicado... nada que nos supusiera un reto insalvable. En ellas veo a Fulgencio y a María desenvolverse con soltura en paredes verticales y, tras ellos, vertiginosamente a nuestros pies, los glaciares, las grietas, los grandes seracs, alguna chova volando a nuestro alrededor. Hoy sería imposible rememorar después de casi medio siglo muchos más detalles. Era sencillamente un placer escalar aquella pared buscando aquí o allá el paso más adecuado. Habíamos perdido de vista al buen número de cordadas que subían por la vía normal y escalábamos a nuestro aire por una pared bastante vertical pero con muchas posibilidades de abrirse paso por lugares diferentes. Cuando nos acercamos al alto espolón somero, hicimos una larga travesía y tomamos un gran corredor que se dirigía a la cumbre.

Fue en la cercanía de la cima que unas pequeñas nubes que revoloteaban insignificantes en su cercanía empezaron a coger consistencia, a punto de que cuando pisábamos la cresta somera repentinamente aquello se transformó era una tormenta en toda regla. El aparato eléctrico se desencadenó con tal violencia y tan repentinamente que apenas tuvimos tiempo de plantearnos qué podíamos hacer. Nos vimos de repente en la hondura de una rimaya zarandeados por una tormenta implacable con ráfagas de viento y nieve que nos obligaron a buscar refugio en esa oquedad entre la nieve y un espolón rocoso. Lo inmediato fue arrojar mosquetones y piolets lejos de nosotros sobre una plataforma rocosa y después prepararnos para resistir la nieve y las ráfagas de viento que nos vapuleaban. En algún momento, acurrucados como polluelos en la rimaya a alguno de nosotros se nos ocurrió empezar cantar a voz en grito con el ánimo de quien se acerca al frente de batalla al ritmo de una marcha militar. Un terceto cantando a toda pastilla en mitad de la tormenta era algo bastante onírico, pero resultaba terapéutico, sí. Con nuestros cantos conseguimos darnos un ánimo que no era fácil de resucitar en aquellas circunstancias. A María los pelos que le salían del casco se le elevaban hacia arriba como los bigotes de Dalí. Aquellos juegos eléctricos era un espectáculo totalmente nuevo para nosotros, debió parecernos algo muy parecido al infierno.

El tiempo que duró la tormenta fue suficiente para que se acercara la noche. Estábamos en la cota de los cuatro mil metros con una larga y accidentada crestería por delante antes de que pudiéramos ver la posibilidad de descender. Nuestro proyecto era hacer la travesía de las cumbres y descender por la ladera norte hasta el refugio de L'Aigle. No nos planteamos en ningún momento descender por la vía de subida. Con esfuerzo, con paciencia, con frío, muchas veces tanteando el terreno como ciegos, logramos atravesar la crestería hasta que por delante de nosotros no tuvimos más que la superficie blanca del glaciar que huía a nuestros pies por cientos de metros de desnivel, probablemente hasta un estribo rocoso en donde debía de estar nuestro refugio de destino, L'aigle. Enseguida comprendimos que no había ninguna posibilidad de alcanzar el refugio aquella noche. Grandes grietas se interponían perpendicularmente una y otra vez a nuestro paso en el descenso.

Llegó un momento en que no fue posible continuar. Terminamos buscando cobijo en una grieta. Sobre un puente de nieve que nos pareció suficiente consistente improvisamos unos asientos con nuestros macutos y, atados y asegurados a nuestros piolets que habíamos fijado en la parte superior de la grieta, nos aprestamos a resistir el frío de la noche con lo puesto. El único objetivo de aquella noche fue no dormirnos; las posibilidades de una congelación sobrevolaba en el ambiente. Estábamos exhaustos. Nos golpeamos unos a otros durante toda la noche. María quedó entre nosotros dos. Fue un amanecer pálido y frío. Cuando salimos de la grieta al empinado glaciar, pudimos divisar claramente el refugio quinientos o seiscientos metros de desnivel más abajo. El guardián del refugio nos estaba esperando, había visto las luces de nuestras linternas la noche anterior.

Recuerdo el confort de un caldo humeante y, poco después, esas sensaciones de que hablaba más arriba. Ella y yo habíamos pasado un largo mes escalando en Dolomitas y en el Adamello. Después se nos había unido Fulgencio en Briançon. Aquella mañana nos acostamos juntos bajo las mantas abrazados como dos pajaritos en un rincón del nido. Ese era el momento que recordaba más arriba, el placer de acurrucarnos abrazados el uno al otro; como dos hermanos, como si entonces, después de todos los peligros, todos los cansancios, la tormenta, los trabajos de resistir, hubiéramos llegado al centro mismo de la ternura, del calor animal, como si en ese momento hubiéramos estado tocando con las yemas de los dedos la esencia de nuestra humanidad en donde un primer hombre y una primera mujer se abrazan felices de estar vivos, agradecidos de poder compartir su calor, su piel, su cansancio.

Así debería ser morirse algún día, felices, ebrios de cansancio y felicidad.


Fulgencio, María y un servidor en la cumbre del Piz Cavales. Al fondo La Meije







Fulgencio desde el Refugio L'Aigle

Refugio L'Aigle

Travesía de la Meije

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