El Chorrillo, 23 de marzo de 2017
Garra. Es el
título de un ensayo de Bradbury que he abandonado para escribir estas líneas. Ser
una criatura de fiebres y arrebatos le parece al autor la clave para escribir algo
que merezca la pena. La cosa no da para tanto pero… Al hilo de la lectura por mi mente pasaba en este
momento la imagen de un piolet de antaño; estaba en el perfil de un compañero
del Navi. Un piolet. ¿Y qué? Él escribía unos versos (aquí), una simple herramienta de
monte había conseguido poner en funcionamiento sus neuronas hasta llenar sus
dedos una cuartilla llena de nostalgia y de agradecimiento . Probablemente estaba
mirando distraídamente la tarde y de golpe pasó un ángel que le trajo el regalo
de un tiempo lejano en que los sueños tenían el perfil de una montaña, la
aureola de un valle recóndito o acaso el brillo de un corredor de nieve que más
allá de la rimaya se perdía vertiginoso en las alturas con su promesa de
felicidad. Esos años en que la felicidad consistía en soñar de lunes a viernes
con el cálido contacto del granito, con las chovas revoloteando siempre
alrededor de las cimas de los Galayos, los buitres describiendo amplios
círculos sobre el Callejón de las Abejas en Pedriza, el silencio perturbador
junto al vivac de la helada laguna Grande de Gredos mientras las siluetas de Los
Hermanitos desfallecían allí arriba de soledad y silencio.
Original, Manuel Hoyos |
Mi primer vivac en Gredos en invierno allá por el años
sesenta y seis o sesenta y siete con un saco de tres cuartos porque todavía no
había ahorrado para un Pedro Gómez, ¿quién podría decir que la calidad de ese
recuerdo tan vívido después de medio siglo es algo cuyo rastro se pueda
encontrar si un día de estos me acerco a la Portilla del Crampón; o de ese otro
recuerdo querido escalando con Javier Mayayo un años después una madrugada de
muchos grados bajo cero la helada pared del Cuerno del Almanzor, o aquellos
tres días de la integral invernal del Circo?
Es cierto que Gredos o Galayos siguen existiendo, o la
Pedriza, pero lo cierto es que querámoslo o no, “nuestros” Galayos, “nuestra”
Pedriza o “nuestro” Gredos distan mucho de lo que hoy nos muestran los
ojos. Las cosas del alma, de la memoria, conjugan a veces mal con la realidad
del presente. El vino añejo no en vano ha fermentado y envejecido durante años
en algún oscuro rincón de alguna bodega.
¿Que qué le añade el tiempo a nuestras montañas más
queridas? Bueno, que le pregunten a un catador de vinos sobre la influencia de
los años en los mejores caldos. Pues así con las cosas del monte. También
cuenta los objetos, las prendas, todo lo que nos acompañaba en nuestras
escapadas. Si Manuel Hoyos tiene un arrebato arrebato poético a costa de su
viejo piolet, qué no guardaremos los demás de sano reconocimiento por un viejo
jersey remendado con coderas de cuero y refuerzos en el cuello para la cuerda
del rápel, por ejemplo; por ciertas gastadas botas con las que etc., por una
tienda que me protegió de las lluvias y las tormentas durante dos décadas y que
un día abandoné en un valle de los Alpes; por una cuerda que al final quedó
trabada tras un rápel en la Crestas del Diablo; por unos viejos esquís con los
que hiciste las primeras travesías; por un saco de dormir que te abrigó sobre
tantas cumbres del Pirineo, sobre la cima del Naranjo de Bulnes.
Una de los más fantásticos regalos que los años nos deparan
es la posibilidad del ejercicio de la memoria, el sabor añejo de nuestra propia
vida gastada en soñar y llevar a cabo nuestros sueños. Si a lo que hicimos le
añadimos nuestros inestimables compañeros de viaje o ese simbólico piolet de
los tiempos de María Castaña la cosa está bordada.
Decía al principio que estaba leyendo a Bradbury,
precisamente en un punto donde se decía: “El primer deber de alguien que quiera
escribir algo es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos. Sin
ese vigor, lo mismo daría que cosechase melocotones o cavara zanjas”. No es difícil
que la fiebre y el arrebato hagan acto de presencia cuando de lo que se trata
es despertar la memoria de los tiempos en que Gredos o la Pedriza eran el
Dorado de los años jóvenes.
En la choza, dormida a mis pies, mi perra ronca como un
gordinflón harto de cerveza; es buena compañía pero esta noche hubiera
agradecido junto al fuego de la chimenea la presencia de algún colega con quien
compartir retazos del pasado.
Felicidades tanto por esta entrada como por otras anteriores que he podido leer. La Pedriza,Galayos... Gredos?... tal vez quede aun un Gredos con capacidad de sorprender en este siglo XXI... Un Gredos aun no explotado por el alpinismo y la literatura. Te hablo de un Gredos donde rejuvenecer a base de estricta soledad y nuevos encuentros... espera un par de meses, otro Gredos està a punto de surgir para el alpinista, lo hará a modo de guia en papel y para al que lo acoja, ayudará a descongestionar mentes y ampliar horizontes. Gracias por tus escritos y saludos cordiales. David
ResponderEliminarGredos, la Pedriza, Galayos.... No han cambiado , somos nosotros, subo a la Peña del Mediodía, solo, con la compañía de mi perro y algunas cabras a lo lejos, mientras, el camino a la laguna parece una romería.
ResponderEliminarEl paisaje interior, Francisco, el de la memoria, raras veces coincide con el físico. Cuando uno recuerda sentando frente al atardecer, y yo lo hago desde mi cabaña con la vista al fondo de Gredos cada tarde, la relación que tienes con las montañas es muy peculiar, forma parte de tu piel, de tu historia. A ese paisaje me refería. También es cierto lo que dices, la última vez que subí a la Covacha desde La Vera, desde el amanecer hasta que se hizo de noche a la vuelta no encontré un alma.
ResponderEliminarUf, miedo me da, ¿sabes David? Tengo un amigo al que gusta "explorar" la Pedriza, que ni se atreve hablar de sus correrías en las redes porque dice que lo mismo "los otros" se enteran y en el futuro deja de disfrutar de la soledad de que ahora tanto gusta. Hace muchos años que no voy a la zona de la Laguna, pero sí visito otros rincones del sur o el entorno de Cinco Lagunas y Bohoyo, siempre sin encontrarme con nadie. De todos modos es imprescindible que compartir rincones de nuestras montañas para que todos podamos disfrutar de ellas, y Gredos, en su conjunto, parece mentira, está realmente sin explorar. Lo jodío es la masificación que lo marchita todo a la larga, un mal que cada vez tiene menos remedio. Le deseo una buena singladura a tu libro. Un saludo.